Conviene puntualizar que, hasta ayer, MR Alharilla consideró el mecenazgo como fuente de prestigio para Antonio López. Y reincide en ello (2021:226) porque éste sufragó la edición del poema “La Atlántida” (1878), que por ser bilingüe gracias a Melcior de Palau, dio a conocer a Jacinto Verdaguer fuera de Cataluña. La salvedad es que, como tal, el marqués de Comillas ni siquiera fue mecenas. Lo pudo ser de Jacinto Verdaguer, aunque de una manera que sobrepasa lo que se entiende por mecenazgo. El poeta catalán fue contratado a finales de 1876 para decir una misa diaria en memoria del fallecido hijo mayor del naviero cántabro. No había otro motivo. Pasó de ser capellán de uno de los vapores trasatlánticos de A. López y Cía. (el GUIPÚZCOA) a ejercer de rector espiritual del palacio Moja, siendo ya un poeta bastante reconocido (premios en los Juegos Florales de 1865 y 1866).
Verdaguer desembarcó en Barcelona (diciembre, 1876) con “L´Atlantida” terminada, bajo el brazo y “oliendo a brea”, y todavía no se había asentado del todo en el palacio Moja cuando a principios de mayo de 1877 recibió en los Juegos Florales el premio extraordinario de la Diputación de Barcelona por su obra cumbre “L´Atlantida”.

¡Sorpresa! A López le sobrevino que su recién elegido capellán fuese un poeta tan galardonado y que encima le dedicase dicha obra con un enaltecedor verso. Qué menos podía hacer él que editarle con todo lujo “La Atlántida”. Si a esto le llamamos mecenazgo… entonces es posible que Antonio López fuera un mecenas. Sensu stricto, no fue así. No le metió en su palacio Moja por mecenazgo y para entonces mosén Cinto ya había escrito su mejor obra. El beneficiado de entrada fue el naviero, a quien Barcelona le podrá quitar su estatua, pero nunca el hermoso verso con que le dedica la obra maestra de la lírica catalana.
Mossèn Cinto cobraba por su labor sacerdotal, por responsabilizarse de las capellanías de los barcos de López y por ser el limosnero de los Comillas, no para que pudiera escribir dando rienda suelta a su genio literario. Distinto es que por ser el cura del palacio Moja ganase quizás algún premio o consideración de más. Hay que apuntar que Ros de Olano (general, escritor, empresario y viejo amigo de Antonio López) presidió los Juegos Florales de 1877 y el correspondiente jurado que premió a Jacinto Verdaguer por “L´Atlantida”.
Lo evidente, como admitió el propio Verdaguer, es que su labor sacerdotal en el palacio Moja le dejaba tiempo, dinero y fuerzas de sobra para dedicarse a la literatura en un cercano piso alquilado o durante sus largas excursiones. Cualquier otro cura que hubiese sido capellán del palacio Moja habría gozado de idénticas prerrogativas. No por nada, el marqués se lo podía permitir. El mecenazgo es otro asunto. De hecho, el buenazo de Claudio López Bru, segundo marqués de Comillas, harto del desvarío psíquico/religioso y de la rebeldía de su director espiritual, le dejó en la calle sin ingresos cuando Mossèn Cinto, siendo un poeta de gran prestigio, estaba más que necesitado al haberse enconado su crisis personal. Llegó a bordear la indigencia económica.

Antonio López tampoco fue mecenas de la pléyade de artistas, arquitectos y artesanos (ebanistas, ceramistas, vidrieros, forjadores, marmolistas…) ligados a su nombre, sobre todo, en Comillas. Lo suyo era contratar a los mejores profesionales para hacer unos encargos concretos, les pagaba lo que correspondía y volvía a recurrir a sus servicios cuando los necesitaba. Nunca al revés. Se atenía a los mismos esquemas con que captaba a los colaboradores y altos ejecutivos para sus empresas. Primaba la valía reconocida y la calidad del trabajo aportado; caso de su arquitecto favorito Josep Oriol Mestre. No consta que patrocinara artistas promesas, sin renombre y en dificultades. Tampoco parece que tuviese inquietudes artísticas y literarias como para ser mecenas de quienes hipotéticamente él admirase y necesitasen su ayuda.
Hizo lo propio de un indiano
Y qué decir de que Alharilla atribuya a Antonio López “actitudes paternalistas hacia los que consideraba inferiores”. Sobra ese desdeñoso juicio moral salvo para zaherir la imagen del naviero. En su propósito destructivo, Alharilla no respeta ni siquiera los actos de beneficencia, una actitud propia de la suspicacia enfermiza de los resentidos. Si un potentado es generoso, piensa mal de él porque seguro que tendrá segundas intenciones; pero si un ricachón no suelta prenda, ni un euro, entonces es un despreciable avaro. Miserias de la servidumbre humana por parte de un investigador hostil y displicente con el marqués de Comillas.

López hizo lo propio de cualquier acaudalado indiano: ayudar a sus conciudadanos menesterosos, mejorar sus pueblos natales, contribuir a las entidades caritativas, mirar por el personal a su servicio, cumplir con las mandas pías que eran de rigor y, acorde a su época, ser especialmente generoso con la Iglesia Católica (ej. seminario de los jesuitas en Comillas). Del resto, puede decir misa Alharilla. No tiene pase este ejemplo palmario de lo que es la prensa del fango: “La profusión de este tipo de iniciativas lograron que López recibiese el afecto filial y la admiración y respeto que buscaba por parte de los vecinos de Comillas”. ¿Cómo sabe Alharilla que eso era lo que “buscaba” el marqués? Otro tanto pasa con que suponga que los actos de caridad le servían para “legitimar su poder” y “alcanzar prestigio social”. Si se hace un trabajo de investigación hay que olvidarse de escribir topicazos, retazos de historietas noveladas, más aún si es para perjudicar a un personaje excepcional como el naviero Antonio López.
El marqués de Comillas se comportó, salvando el cambio de escenarios, como los actuales magnates. La salvedad es que hoy más que hacer beneficencia, sufragan proyectos de investigación; en vez de poner poetas o clérigos bajo el ala, crean fundaciones de índole cultural y artística…; y que la opulencia no la muestran con casas regias dentro de las ciudades, sino en urbanizaciones y marinas exclusivas (guetos de lujo), fuera de la vista de las clases populares. Los indianos no eran así, y gracias a ellos gozamos de un brochazo de ostentación con solo darnos un paseo por el ensanche y otras zonas de Barcelona. Y más, si visitamos sus suntuosas mansiones, hoy hoteles o centros públicos.

Tampoco es de recibo considerar el mecenazgo de López como arma de legitimación social. Su contribución a la literatura catalana, a la renaixença y al modernismo no se debía ni al mecenazgo ni a la necesidad de demostrar nada a nadie, sino que era una de las repercusiones de contar en la ciudad con un empresario excepcional. ¡A santo de qué él debía reivindicarse, legitimarse o redimirse! Las acusaciones de negrero y trepa son asuntos de hoy promovidos, entre otros, por activistas enquistados en la universidad proclives a emborronar el pasado con fines políticos. Visto así, el artículo “Barcelona no se merece la plaza de Antonio López” (Antoni Lucchetti, El País, 19.05.1999), que inició la campaña contra el marqués de Comillas, tiene la adversativa que Barcelona no merece que el naviero Antonio López figure en su nomenclátor, por desmemoriada y manipuladora gracias a la contribución insensata del profesor de Historia Martín Rodrigo Alharilla.
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