Los estrechos lazos de intereses trenzados por el Estado y la naviera Antonio López y Cía. empezaron a ser tan inestrincables hacia finales de 1868 que al Gobierno le podía importar menos el cumplimiento estricto del contrato que el compromiso y eficiencia del armador en la defensa de los intereses nacionales. Eso no impide que se pueda achacar a la naviera demoras, daños y extravíos del correo y demás deficiencias e incumplimientos injustificados. Pero antes de resaltar tales fallos, el investigador de referencia sobre el marqués de Comillas debería conocer mejor el tráfico mercante y el Derecho marítimo. Y no solo porque las sanciones en primera instancia contra la naviera López acabaron sistemáticamente en nada.
Magnificar las deficiencias de la naviera y considerar favoritismo que el Gobierno no las sancionase son dos constantes contra López en los trabajos de Alharilla. La ignorancia de este historiador al respecto queda patente cuando recurre a una resolución del Consejo de Estado, propia de quien, a su vez, desconoce el comercio marítimo:
Que no se consideraría como casos de fuerza mayor las circunstancias desfavorables del mar y viento; así como las averías de máquinas, calderas o aparejos que puedan sufrir los buques durante su navegación para evitar excusas que justifiquen los retrasos de los vapores correos.
Estas son de esas causas que, si están justificadas con testigos, pruebas y documentación, figuran en el frontispicio de las protestas de mar, por la cual, desde la noche de los tiempos, el testimonio del capitán/patrón exonera al barco y a terceros de los daños, pérdidas y demoras causados por fuerza mayor. Las hay por averías, por naufragio, por mal tiempo… Hasta se hacían incluso por puro trámite. Todavía hace unas décadas llegábamos a inventar temporales en el Cuaderno de Bitácora, que luego se transcribían en el Diario de Navegación, para en medio del Atlántico curarnos en salud presentando la correspondiente protesta de mar en el consulado nada más atracar. Esto solo se acabó con los satélites meteorológicos y los múltiples registros informatizados a bordo, más el AIS, boya VDR… y no del todo porque siempre es posible con literatura exagerar algo o inventar, por ejemplo, la fuerza de los temporales, los imponderables del mar o una avería fortuita cuando en realidad se trata de un fallo humano, explicable o no.
“Haced papeles bien hechos” es lo que nos recomendaba justo empezar el primer curso de Derecho marítimo el entonces joven profesor José Mª Ruiz Soroa (Bilbao, 1947) en la Escuela de Náutica de Portugalete (1971). En caso de abordaje, según nos dejaba con la boca abierta, explicaba que ante los seguros y los jueces importaba más hacer bien los papeles que tener o no la culpa real del siniestro. Son de esos entresijos, como las protestas de mar, que deberían conocer los investigadores que aborden el comercio marítimo y que sirven al marino para salir del paso acorde al Derecho en los azares de la navegación.

Deslegitimando a un armador desde una visión cegata del comercio marítimo lo más que consigue Alharilla es perder credibilidad en sus trabajos sobre el marqués de Comillas. Hay algo de infortunio en que las investigaciones de índole histórica o antropológica sobre la marina mercante y la navegación estén en buena parte en manos de quienes no son marinos. Quienes conocen los entresijos del transporte marítimo prefieren escribir narrativa de ficción o cuartear sus trabajos de investigación; por ejemplo, los apuntes del profesor de Náutica Laureano Carbonell, las bitácoras/blog de Vicente Sanahuja, el blog y las obras, algunas extensas, de Javier Moreno Rico, y las múltiples colaboraciones de marinos en la sección Cultura de NAUCHERglobal. El desconocimiento de la materia por parte de investigadores ajenos al mar explica fallos graves como el que comete Alharilla cuando más de una vez recalca en sus obras que:
La actitud de la empresa [naviera A. López y Cía.] se definió por la combinación entre mínima autoexigencia y máxima exigencia ante el Estado, llegando a situaciones que rallaban en la picaresca.
Especial ahínco pone en juzgar más de una vez al naviero López con este estribillo del todo inmerecido, puro sectarismo ideológico. Recalca sus deficiencias cotidianas y menosprecia sus grandes logros. No valora lo excepcionalmente bien que el marqués de Comillas cumplió con la prioridad en el mar: la seguridad, escrito hoy con grandes letras en el frontal de la acomodación de los barcos mercantes (SAFETY FIRST), muy en especial la relacionada con la seguridad de la vida en el mar. Cuestión de prioridades, patente hoy en la Organización Marítima Internacional (1948, IMO, siglas en inglés), una agencia especializada de la ONU encargada de establecer el marco normativo internacional de la navegación marítima y que se enraíza en la tragedia del TITANIC (Convenio Internacional para la Seguridad de la Vida en el Mar-SOLAS, 1914). Esta última sigue siendo la máxima exigencia para IMO, también ocupada n otros aspectos relacionados con la navegación: contaminación, facilitación de tráfico, protección de los puertos… Con todo, el Comité de Seguridad Marítima de la IMO sigue siendo el órgano más relevante de la Organización. Los asuntos de robos en la carga, las demoras y demás deficiencias son para IMO temas menores porque tanto en 1860 como hoy la máxima exigencia en el mar es la seguridad de la vida humana.
A López se le pueden achacar demoras, robos, averías, incluso fallos desastrosos, pero dudo que haya algún armador de su tiempo con un historial tan brillante en cuanto a la seguridad de la vida en el mar. A pesar de que él también sufrió naufragios (GENERAL ARMERO, CANTABRIA…) sus siniestros no provocaron ninguna tragedia humana. Los dos “Titanic” españoles ocurrieron en el siglo XX (PRÍNCIPE DE ASTURIAS, 1916; y VALBANERA, 1919) protagonizados por la naviera Pinillos (rival directa de la Cía. Trasatlántica) cuando uno de sus principales accionistas, directivos y consignatarios era Rómulo Bosch i Alsina, enriquecido en Cuba, hoy con un monumento en el puerto de Barcelona mientras la estatua del muy eficiente naviero marqués de Comillas ha sido retirada con oprobio.
Vamos a ver. La mayor autoexigencia en la mar radica en lo que ignora o infravalora el profano, por muy investigador de referencia que sea. Consiste en comprar buenos barcos, sleccionar las tripulaciones, gastar a chorro en el mantenimiento del buque y en sus medios de seguridad (equipos de abandono, de contraincendios, de sanidad…), ponerse a la capa o cambiar de derrota para maniobrar temporales, estibar bien la carga y no sobrecargar el buque para preservar la estabilidad, y en su tiempo, comprar carbón de calidad. Todo esto depende de si el armador tiene o no un alto nivel de autoexigencia, invierte mucho en seguridad y, por la misma, está legitimado para exigir a su vez al Estado sus compromisos con la naviera.
Antonio López cumplió con creces. En una época en que las tragedias marítimas con decenas y hasta centenares de ahogados eran noticia recurrente, su naviera hizo la hazaña de transportar entre ida y vuelta Península-Cuba 350.000 (hay disparidades) soldados/funcionarios sin sufrir naufragios con muertos. Súmasele a esta tropa la legión de pasajeros y emigrantes que embarcaron por su cuenta en las líneas de su naviera (Mediterráneo, Atlántico, Cantábrico, Caribe, seno de México…) y tenemos la plena confirmación de la seriedad con que el marqués de Comillas se tomaba la seguridad de sus buques: sin tragedias.

Suerte y milagro, seguro, pero algo tendría que ver su autoexigencia de armador, como también la profesionalidad de las tripulaciones que elegía, para que muchos cientos de miles de vidas navegasen seguras en sus vapores-correos cuando casi ni existían las previsiones meteorológicas y cubría sus rutas en época de ciclones, aparte de las galernas/temporales que azotan el Atlántico, el golfo de Cádiz, el Estrecho, el Cantábrico, el Mediterráneo. Tiempo antes de que López iniciase la línea La Habana-Cádiz, el vapor HABANERO, que cubría una ruta de Cuba, naufragó muriendo 66 personas (25.11.1858). Y por si sirve de comparación, la guerra de Crimea (1853-1856) implicó un ejército franco-británico de 300.000 personas llevadas al mar Negro contra Rusia, pero en un solo temporal 20 barcos de transporte se fueron a pique, otros fueron dañados, cobrándose la vida de 1.500 personas (bahía de Balaclava, 14-11-1854).
López también destacó por la proeza de transportar en pocas semanas, y por dos veces, 21.000 soldados a requerimientos del general Martínez Campos, empeñado en acabar la guerra de los Diez Años de Cuba tras finalizar la segunda guerra carlista, cosa que consiguió gracias a que López aceleró los embarques fletando barcos para su engrasada noria de transporte de tropas. Para cuando acabó la primera guerra de Cuba (1868-1878) su naviera había hecho unos mil viajes atlánticos, en ocasiones con mil soldados por barco. Nadie hizo por entonces esa machada, ni tampoco muchas décadas después, y encima sin que le sobreviniera una tragedia humana por causa de una avería, incendio, vía de agua, ciclón, varada, abordaje u otros imponderables del mar, sin olvidar los fallos humanos.
Ni las tripulaciones ni los pasajeros de la naviera A. López y Cía. pasaron por el trance a lo Lord Jim de un estremecedor sálvese quien pueda. Contaron con un armador cuya autoexigencia primó la seguridad de la vida en el mar y que, además tuvo la suerte de cara en los cinco naufragios que sufrió: GENERAL ARMERO (Cuba, 23.11.1853); (CANTABRIA (La Gomera, 05.03.1862); CIUDAD CONDAL (entre La Habana y Sisal, embarcadero cerca de Mérida, Yucatán, 12.08.1867); CANARIAS (Azores, 03.10.1871); e ISLA DE CUBA (Suances, 01.05.1877). Salvo, en el extraño caso del CANARIAS (un muerto sin relación directa con la varada e incendio), no hubo que lamentar víctimas.
La odisea del vapor CANTABRIA
Lo prueba la única vez que un barco de la naviera A. López estuvo a un tris de sufrir una gran tragedia humana. Fue el naufragio del vapor CANTABRIA. Vale la pena, supongo, hacer un inciso para explicar la odisea que vivió a causa de una vía de agua. Tras navegar desde Londres a Cádiz para pasar las preceptivas revisiones y obtener los certificados, zarpó el 25 de febrero de 1862 para Santa Cruz de Tenerife. Era pues su primer viaje, con nueva tripulación, en la que resaltaban los cuatro maquinistas británicos, de los que solo hablaba español el primero, quien por entonces hacía de jefe de Máquinas.
El CANTABRIA atracó en S.C. de Tenerife el 1 de marzo y zarpó ese mismo día. Hacia las 12 de la noche el marinero de guardia avisó al capitán de que en el pañol de velas de popa había cinco palmos de agua. Se empezó a achicar con todas las bombas… Se paró la máquina por el tiempo imprescindible para efectuar una una revisión. El día 3 se dio avante gracias a los 547 soldados del batallón San Marcial, embarcados para Cuba, que se relevaron con brío en las faenas de achique con las bombas manuales (también con cubos) cuando el agua amenazaba con inundar las carboneras. Para entonces estaban a 200 millas de La Gomera y el capitán, tras escuchar a la Junta de Oficiales, decidió poner rumbo a tierra.

Se mantuvo la calma y la disciplina a pesar del temor viendo cómo seguía entrando agua. Al amanecer del día 5 tomaron práctico frente a La Gomera y se embarrancó el barco en la playa de San Sebastián (la capital). El agua llegaba ya hasta la mitad de las bodegas, los equipajes flotaban…pero todos los pasajeros, soldados y tripulantes estaban sanos y salvos; algunos de ellos ya habían sido trasbordados antes a otro buque. El vapor se perdió días después al no ser reflotado antes de que llegase el mal tiempo. La destrozada hélice del CANTABRIA está expuesta desde 2013 en la avenida marítima de esa capital.
La mala experiencia con este vapor, comprado de segunda mano a una naviera belga, aconsejó a Antonio López encargar de inmediato dos buques a los astilleros Denny: INFANTA ISABEL y PRINCIPE ALFONSO. La seguridad, primero; el armador cántabro lo tenía muy claro. Las investigaciones y el juicio exoneraron a López de toda responsabilidad al dictaminar que el siniestro fue fortuito, aunque quedó claro que los maquinistas sabían desde el día 27 de la vía de agua, que al llegar a Canarias compraron una bomba de achique e incluso, uno de ellos, ¡error fatal!, abrió un boquete por su cuenta y riesgo del pañol a la sala de máquinas pensando que así achicaría mejor desde las sentinas el agua que embarcaba.
Ni por imperativo ministerial
No olvidemos que la navegación en la segunda mitad del siglo XIX adolecía de bajos niveles de seguridad y que los naufragios eran frecuentes. Uno de ellos fue el del vapor MIÑO que se saldó con 64 muertos de las 85 personas que iban a bordo (naviera Tintoré, estrecho de Gibraltar, 1856). Un año después se hundió el vapor CENTRAL AMÉRICA en la costa de Carolina del Sur, ocasionando 425 muertos y la crisis económica de 1857 porque en sus bodegas transportaba 21 toneladas de oro. Y en 1870 murieron 482 marinos en Finisterre al naufragar por mal tiempo el CAPTAIN, de la Armada británica. En aquellos tiempos el ojo Samuel Plimsoll (disco de máxima carga) justo se empezaba a extender en Gran Bretaña (1876) marcando, previo al TITANIC, un antes y después en la seguridad marítima.
Además, la naviera López tuvo buen cuidado en el transporte de municiones y explosivos, mercancía que, por ejemplo, provocó la detonación y hundimiento del vapor mercante sardo GÉNOVA en el puerto de Málaga (24.11.1859), al poco de ser fletado para la guerra de África; y la enorme tragedia desencadenada en la ciudad de Santander por la deflagración en su puerto de la dinamita que cargaba el vapor CABO MACHICHACO de la naviera Ybarra (03.11.1893). Algún mérito tendría el armador López en que sus barcos transportasen sin percances este peligroso material. Hasta daba lecciones de seguridad a los mandos de la Armada cuando le exigían cargar sin miramientos explosivos para la guerra de Cuba conforme, según ellos, a los Art. 43 y 44 del contrato de la línea-correo a las Antillas: “La Casa López no puede embarcar la pólvora porque está en envases de madera… sacos de lona” y propone enviarla en barcos de vela sin grandes gastos (seguros, portuarios) y con menores riesgos (16.06.1975). El naviero cántabro era inflexible en temas de seguridad y de legalidad. Ni por imperativo ministerial.

En otra ocasión, el ministerio de la Guerra pidió a Antonio López que indicase el sistema de empaque para efectuar el envío de pólvora en sus vapores. El naviero le respondió que eso no era posible en los buques-correo con pasajeros, correspondencia, objetos de valor y con limitaciones para el atraque/fondeo, que para algo estaban los barcos de guerra con sus pañoles especiales. Además, el armador les recordó que, conforme al Derecho marítimo, el transporte de explosivos obligaba a ondear la bandera roja, la cual era incompatible con el pasaje a bordo, y no iba a hacer a escondidas ese peligroso servicio. (18.08.1875)
Antonio López participó en el esfuerzo bélico, sin saltarse las leyes, con transportes especiales para llevar a Cuba artillería: cañones, obuses, montajes, granadas, espoletas… Su contribución implicaba también aportar soluciones. Fue el caso al transportar grandes e inmanejables cañones fabricados en Trubia (Asturias) a pesar de las limitaciones de calado para su embarque en Gijón y su desembarque en San Juan de Puerto Rico. Su autoexigencia respecto a la seguridad explica su impecable historial de naviero exento de grandes tragedias humanas.
López salió indemne de los desastres humanos. ¿Suerte? No sólo. Detrás de este logro en seguridad marítima debió haber por fuerza un alto grado de profesionalidad que Alharilla tira por la borda con tal de desbaratar la labor del naviero más destacado que ha tenido la marina mercante española. Ignora que la prioridad en el mar es la seguridad de la vida humana; por el contrario, resalta aquí un robo, allá una demora, cuando no los extravíos de correspondencia. Debió haber estudiado a este armador sin prejuicios y asesorado por marinos y por conocedores del comercio marítimo.
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