Martín Rodrigo Alharilla comete otro grueso error al no contextualizar las ayudas públicas que obtuvo Antonio López. Llama privilegio a lo que a partir de 1850 fue de lo más común para los empresarios e inversionistas: subvenciones, exenciones fiscales, concesiones, aranceles proteccionistas… aprobadas para modernizar el país e impulsar las nuevas tecnologías, en especial las relacionadas con el vapor, la industria, el transporte y las infraestructuras. López no tuvo trato de favor personal al recibir estas ayudas públicas ni quedó exento de sufrir la ruina que sobrevino a multitud de beneficiarios que acabaron perdiendo hasta la camisa, tal como les sucedió a muchos de quienes invirtieron en ferrocarriles (crisis de 1866).
Hasta los mejores empresarios salieron en ocasiones malparados. Fue el caso de la concesión del Canal de Urgel (1853-62), una infraestructura hidráulica para el riego por la que apostó Manuel Girona Agrafel al frente de la empresa Girona Hermanos, Clavé y Cía. Hubo que achantar a los agricultores perjudicados y emplear mil presos para abaratar las obras, paliar el fracaso económico y salvar el proyecto. Incluso triplicando la inversión prevista no se evitó la suspensión de pagos y la necesidad de renovadas ayudas públicas.

Nada de todo esto le pasó nunca a Antonio López. El trato de favor a su naviera se explica por otras vías, y no por la inadecuada del privilegio que apunta Alharilla. Además de la simbiosis de intereses que había entre el Estado y el armador tras su eficaz contribución al esfuerzo bélico, estaba la estrategia de las naciones marítimas para que, con ayudas estatales, sus navieras punteras compitiesen o ganasen por la mano a las extrajeras. Les iba en ello prevalecer en el comercio exterior, mantener los lazos de toda índole con sus colonias y excolonias, y también contar en caso de guerra con barcos auxiliares para la armada (mercantes artillados, trasporte de tropas y armas). Además, hasta la entrada masiva de la aviación, el prestigio de una nación se cifraba sobremanera en sus navieras punteras y en sus espectaculares transatlánticos de postín (ej. el francés NORMANDIE, carreras por el Gallardete Azul). Una constante de Alharilla es desconocer la marina mercante, lo cual le conlleva desenfocar la imagen del naviero López y explica, como analizaré en otro apartado, su labor de esforzado investigador sumergido en los archivos para torpedear al excepcional armador.

Las tesis Magister (1995) y Doctoral (2000) de MR Alharilla llevan el cuño del director de ambos trabajos de investigación Josep M. Delgado Ribas, quien en el prólogo del libro “Los Marqueses de Comillas (1817-1925)”, fruto de la tesis doctoral, resume el enfoque de dicha obra:
… podremos entender las claves de su éxito. En primer lugar, la aversión al riesgo, una característica poco representativa de lo que se entiende por empresario innovador, pero que permitió tanto a Antonio como a Claudio [López] sortear con relativa facilidad coyunturas difíciles en los que otros naufragaron. Los Comillas procuraron siempre apostar por negocios seguros, buscando la cobertura del intervencionista Estado español. (2000:8)
Esta cita sigue la estela de la historiadora Elena Hernández Sandoica, cuyos trabajos restan méritos al marqués de Comillas. Rodrigo Alharilla no se aparta nada de ellos dos a pesar de que sus prolíficas investigaciones deberían haberle conducido a unas conclusiones más certeras. Tanto le cuesta a Alharilla elogiar a López que le atribuye “olfato” para los negocios, una cualidad un tanto chabacana, cuando debería resaltar la excelencia innata que tenía para ser empresario. Puestos a desmerecer su labor empresarial no tiene reparos en decir que iba a lo seguro, que jugaba con ventaja y que su aversión al riesgo la superaba con las relaciones con el Estado que le daba cobertura. Resulta fácil desmentirlo.
Ser un gran empresario y tener aversión al riesgo es una contradicción básica porque su labor consiste también en encarar decisiones y situaciones en las que debe exponerse so pena de ser un profesional apocado. Por eso un modo de negarle atributos a López consiste en afirmar que las subvenciones y relaciones privilegiadas le facilitaban su labor empresarial. El problema es que Alharilla confunde los términos. Si no es lo mismo ser irresoluto que prudente, a pesar de que ambos tarden en decidirse, algo así pasa con quien tiene aversión al riesgo y quien sabe gestionarlo. Los dos esquivan los peligros, pero el segundo lejos de rehuirlos es capaz de afrontarlos con éxito para obtener ganancias o salvar las inevitables situaciones comprometidas que un día u otro cualquier iniciativa empresarial enfrentará. En el caso de López aún es más claro porque él fue un emprendedor, de quienes no compraban empresas asentadas y saneadas, ya sobre raíles, sino que él mismo era por lo general quien las fundaba o reflotaba con todo el riesgo que ello supone.
El primero de Filipinas
El excepcional historial empresarial de López avala que él siempre asumió riesgos al tiempo que supo superarlos con soltura. Empezando por marchar a Cuba siendo un jovenzuelo pobre y terminando con la aventura de iniciar en Filipinas una empresa inédita de 75 millones de pesetas. Murió como había vivido: asumiendo riesgos, abriéndose camino después de medio siglo de sostenido esfuerzo no exento de graves contingencias empresariales. Es el caso de la Cía. General de Tabacos de Filipinas. Lejos de ser un monopolio, una concesión, como casi se da a entender, fue una arriesgada iniciativa privada también a tenor de los precedentes. El Archipiélago era un erial para los inversores.

Nada o casi nada da [Filipinas] a España, si se exceptúan los productos muy excelentes del tabaco. (…) Se observa que la colonización española no adelanta, que el comercio no prospera, que la riqueza no se desarrolla, en una palabra, que la civilización española parece como que no toma posesión de aquel suelo. (Segismundo Moret, ministro de Ultramar, 1870).
Más claro aún. Filipinas era un desastre en toda regla. Lo denunció el general Moriones nada más llegar allí en 1877 para hacerse cargo del archipiélago: desgobierno, corrupción, desidia, desdén a los nativos… Se ratificó en ello al dejar el cargo por motivos de salud (“Memoria reservada de Domingo Moriones sobre el gobierno de Filipinas (1877-80”). Sus conclusiones eran como para no arriesgar allí ni un céntimo. Sin embargo, López fue el primer empresario en jugársela allí a lo grande.
Mientras Cuba seguía siendo una de las colonias más ricas del planeta, Filipinasquebró su Hacienda en 1873 y suspendió pagos durante los siguientes años. Cuando la deuda alcanzó dieciséis millones de pesetas, el gobernador Domingo Moriones no vio otra solución que aconsejar en 1880 el desestanco del tabaco. El arqués de Comillas logró hacerse con este negocio porque al ser privatizado él contaba con un proyecto competitivo. El Gobierno no encontró mejor postor para ello que López, aunque solo fuera porque el capital extranjero podía hacerse con el negocio del tabaco si una empresa española no lograba aglutinar el enorme capital que se necesitaba invertir y arriesgar en Filipinas.
Si, como asegura Alharilla, hubo “opacidad” para que López se hiciese con esta empresa, habría que suponer que tendría la propia de todo gran proyecto empresarial: confidencialidad y circunspección para no desbaratar las negociaciones dando pistas, por ejemplo, a la empresa alemana tabaquera Baer & Co., establecida en Manila desde 1860 y que estaba al acecho. El valenciano José Campo Pérez, marqués de Campo, empresario con holding propio y político de la misma cuerda liberal-conservadora y similar apoyo de la Corona que López… también se interesó por la privatización en Filipinas del estanco de tabaco. Pero fue relegado como ya le sucedió con el empréstito de 1876 para sufragar la guerra en Cuba. El cántabro le ganó en este proyecto, una vez más, porque representaba para el Estado una opción más segura y constatada, no tanto por favoritismo.

Tabacos de Filipinas fue una privatización, no una concesión o un arriendo que sí precisaban del preceptivo concurso público. Y si obtuvo el cuasi monopolio en Filipinas se debió a la abrumadora apuesta del marqués de Comillas. No dejó apenas resquicio ni tiempo allí para que a su nueva empresa le hiciesen sombra otras iniciativas privadas. Tomó la delantera. La decisión oficial de privatizar Tabacos se aprobó en junio de 1881, cinco meses después se alcanzó el acuerdo de López con el Gobierno para llenar el hueco dejado por esta empresa estatal, y en febrero de 1882 llegaba a Manila el comisionado de lujo Lope Gisbert, elegido por López, para comprar fincas y arrendar fábricas del Estado.
Tabacos de Filipinas fue, pues, la privatización de un producto estanco, un exigente reto. Para evitar la competencia, López apuró sus recursos, concitó la participación de grandes accionistas y emprendió una empresa ignota para él, tanto por el alejado lugar como por producir y elaborar productos agrícolas. Nada fácil. Un empresario dependiente de las subvenciones y monopolios, con aversión al riesgo, habría evitado emprender esta primera multinacional española abierta al libre mercado. López, sí podía, tenía un currículo y un holding que le avalaban para afrontarla.
Aunque el naufragio del vapor GENERAL ARMERO (1853) desarboló en Cuba su primera iniciativa marítima, cuatro años después volvió a arriesgarse fundando otra naviera. Ya no tuvo ninguna quiebra ni grandes quebrantos a pesar de que lo suyo no era coger negocios consolidados para apuntarse al ganador. Él fue el promotor y gestor de iniciativas de nueva creación, las innovadoras “startups” de su tiempo (vapor, transporte, banca), es decir, también las propensas a fracasar. ¡Hay que ver la cantidad de empresarios que quebraron en esos sectores! Si eso no es asumir riesgos, entonces qué se entiende por aversión. Sería un sinsentido pensar que un naviero tiene aversión al riesgo porque si lo tuviera se habría metido en cualquier otro negocio que no fuese el marítimo.
Antonio López fue de los pocos navieros con capital indiano que se consolidó en Barcelona mientras zozobraban sus coetáneos (Vidal-Quadras, Amell, Masó, Gil, Pinto, Plandolit, Bofill, Martorell, Font, Serra…). Las excepciones, entre otras, serían las navieras de Pablo Mª Tintoré y, de alguna manera, también la veterana Navegación e Industria. El mar no es un negocio para remisos. Por algo la segunda mitad del siglo XIX en Cataluña es un repleto cementerio de armadores que se fueron al traste en las procelosas aguas del comercio marítimo. Eso, sin contar a quienes, como Juan Güell, plegaron velas en cuanto se le hundió su primer buque en su primer viaje a Cuba (supongo que sería comanditario, pues no le dio por tener naviera propia).

Alharilla debería haber admitido que una de las características claves de A. López fue su capacidad de gestionar riesgos, dote clave para recabar fortunas ajenas con su probada seguridad. Lo demostró al ser naviero y lo reafirmó, quizás más que en otras iniciativas, con el astillero y dique de Matagorda, una de sus empresas más temerarias en cuanto a su ejecución y posterior rentabilidad. Lo que en 1862 empezó siendo para López una base para carenar, reparar y carbonear sus barcos en la Bahía de Cádiz, acabó siendo unos astilleros al completo que todavía hoy siguen en la brecha (Navantia). Ningún empresario con aversión al riesgo hubiese dado allí el paso decisivo de construir un espectacular dique seco de 165 metros, por entonces de los más grandes de Europa continental pagado por la iniciativa privada.
Antonio López empezó en 1862 a tener los permisos y la concesión de terrenos cerca de Cádiz gracias a la Real Orden de 1859 que promovía, por interés nacional, los careneros para grandes buques. No le bastó. Debido al creciente número y tonelaje de sus vapores, el armador cántabro necesitaba un dique propio porque solo podía contar parcialmente en la Península con los de la Armada (La Carraca, Ferrol y Cartagena). Ya su vapor PUERTO RICO tuvo que ir en 1866 a cambiar la máquina al dique de Denny (Dumbarton, Escocia) porque no podía disponer de La Carraca durante el tiempo necesario. Fue así como se metió en 1871 en la prohibitiva ingeniería naval de construir un dique seco, una aventura empresarial solo apta para osados. Obtuvo del Sexenio Democrático la concesión de 18 hectáreas, no más y sin otro aval que las ventajas de estar considerado de interés nacional esa infraestructura naval.

López debió arrostrar con el respaldo de su naviera una inversión de seis millones de pesetas, literalmente contra viento (de Levante) y marea (área de sedimentos). Tuvo fango y lodo de siete metros hasta las cachas; y le faltó el concurso de una siderurgia local, de personal especializado, de electricidad garantizada y de materiales claves (cemento portland, 2.500 pilotes de madera especial), de estabilidad política… Aun así, lo inauguró seis años después (1878) sin monopolios ni ayudas excepcionales. Al revés, siempre tuvo la competencia al acecho en la propia Bahía. Estaban los otros careneros, los talleres navales Haynes (en Puntales, 1840-1902), quienes construyeron en España el primer vapor de hierro (REINA CRISTINA, 1881). Matagorda también compitió con los astilleros Vea-Murguía (1891) que a finales del siglo XIX se llevaron los buenos pedidos de la Armada.
López murió en 1883 sin culminar la idea emprendida en 1879 de ser constructor de grandes vapores; y su hijo Claudio muy a duras penas llevó adelante este proyecto. Botó el primer barco de vapor enteramente español, el JOAQUÍN DEL PIÉLAGO (1891-1940), pero las expectativas eran tan altas que supuso un fracaso. La montaña parió un ratón. Alharilla se ceba en esta decepción, sobre todo económica, de la Casa Comillas, aunque ese modesto vapor puso en España un puntal en la construcción naval cuando a los armadores solo les era rentable comprar sus buques fuera.

Claudio López dio carpetazo a su flojo astillero endosándoselo al Estado (La Naval, 1914). Habría que reseñar, en su descargo, que la primera gran locomotora ferroviaria enteramente española data de principios del siglo XX, casi seis décadas después de escucharse entre Mataró y Barcelona la primera de importación. Alguien tenía que jugársela para empezar a fabricar en España lo que salía más barato comprarlo fuera. Los Comillas fueron uno de ellos, pioneros sin manifiestas ayudas ni recompensas en la construcción de vapores. Fue otra de sus aventuras empresariales emprendidas sin que el Estado les diese de comer de la mano con subvenciones.
Antonio López no pagó los costes de asumir graves riesgos en Matagorda porque su proyecto era a largo plazo. Pero se metió en una empresa arriesgada desde el primer momento. Y eso es jugársela a lo grande, ¡qué si no! La emprendió porque para entonces era un consumado maestro en gestionar riesgos. Para no alargarme, apuntaré que, por lo mismo, él superó todas las crisis, también la relacionada con los ferrocarriles de 1866 a pesar de que para entonces estaba metido de hoz y coz en este negocio. Su fórmula para salir airoso fue, en este caso, la concentración de empresas y líneas de ferrocarril. Empezó con las de Barcelona-Zaragoza-Pamplona, luego logró aunar la mayoría del norte de la Península (El Norte) … y murió sin darle tiempo a fusionarla con la otra gran empresa española, la M.Z.A., un proyecto que solo se pudo culminar durante la dictadura de Franco (Renfe, 1941).
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