Un investigador que cuestione el honrado enriquecimiento del naviero López sin haber hecho una investigación previa sobre la ininterrumpida ruina y provisionalidad que era la línea marítima-correo de las Antillas se expone a cometer errores, tantos como si en vez de indagar lo ocurrido contase un cuento. Alharilla sostiene que con su naviera López se aprovechó del Estado, “llegando incluso a la picaresca”. Para ello ignora unos hechos y resalta otros. Y comete el error conceptual, por ignorancia, de equiparar “ingresos fijos asegurados” con beneficios garantizados en la concesión de la línea de transporte postal a las Antillas.
Que su trabajo de investigación no haya sido revisado y ningún otro historiador haya estudiado a fondo la figura de Antonio López ha supuesto que los errores/mentiras/insidias de este autor de referencia hayan sido copiados ad nauseam contribuyendo dicha itinerancia a la posverdad, al coro que desde hace años desacredita al naviero cántabro. Alharilla propició la injusta versión trepa del marqués de Comillas que luego refrendó la estólida y malsana campaña del Ayuntamiento de Barcelona en manos de los «comunes».

Según Martín Rodrigo Alharilla, aunque la petición de marzo de 1858 para la conducción del correo por el mediterráneo no prosperó, “esta demuestra el interés de López desde la fundación de la naviera por obtener una relación privilegiada con el Estado (…) El febrero de 1859, la empresa se presentó a la subasta convocada por el gobierno para contratar el servicio de conducción de la correspondencia a Cuba y Puerto Rico”. El empeño de atribuirle a López el afán de obtener una relación privilegiada con el Estado es una constante en las obras de Alharilla. Se atuvo a ella con ocasión de la línea marítima a las Antillas, con el transporte de tropas, con el Banco Hispano Ultramarino y, en resumidas cuentas, con el holding Comillas.
A partir de supuestos como este, Alharilla resalta en la línea a las Antillas los “ingresos garantizados y permanentes” obtenidos del Estado y el quebranto de quien “tuvo la máxima exigencia con el Gobierno y la mínima autoexigencia”. Desvirtuar así la encomiable labor de Antonio López es otra infamia. Los ingresos de esa índole ni siquiera garantizaban beneficios, pero él le da un sesgo de mullido colchón para el enriquecimiento fácil, de modo que las ganancias de la naviera le permitieron a López un crescendo de contratos ventajosos y ganancias oportunistas a costa del Erario. No fue así ni tan sencillo.
El proceso de adjudicación del correo marítimo a las Antillas empezó sin resultado en febrero de 1859 a pesar de que se presentaron cinco plicas, entre ellas la del consorcio naviero catalán. Aunque López ofertó la más barata, también se desestimó porque sobrepasaba lo que el Estado ofrecía por viaje redondo. Después de varias subastas fallidas porque ni las subvenciones ni las condiciones cumplían las expectativas de rentabilidad de los armadores, la definitiva se anunció para el verano de 1861. Se fue aplazando, hasta el dos de septiembre, y se celebró ocho días después. El Gobierno se la adjudicó a López porque nadie ofreció nada mejor. El armador cántabro tuvo que aceptar muy a la baja las subvenciones a pesar de que también debía hacer escala en Samaná (Santo Domingo, desde marzo de 1861 de nuevo española). ¿Dónde ve Alharilla el trato de favor? Para colmo al armador cántabro le quedaban por la proa un periplo de cinco años con serias dificultades por aceptar las condiciones leoninas del Gobierno.
El problema era que el Estado quería duros a cuatro pesetas, pensando que lo que no pudo hacer con cuatro barcos viejos, algún armador con ocho vapores de gran porte aceptaría la tarea por mucho menos dinero y, encima, obtendría grandes beneficios. De nada le sirvió el estudio comparativo que había hecho en 1856 el Almirantazgo/ministerio de Marina alertando que incluso en Gran Bretaña las navieras concesionarias, salvo la P&O, incumplían los contratos respecto a la regularidad del servicio y a las subvenciones acordadas. Por ejemplo, hubo que aumentárselas a la Cunard Line y a la West India Mail. Lo mismo pasaba en EE. UU., Francia…, con la consiguiente quiebra de ocho navieras adjudicatarias. La paradoja española es que Madrid no se podía permitir cubrir con idóneas subvenciones los enlaces marítimos con Cuba a pesar de que esta colonia era una dulce mina de oro y estaba siendo codiciada por la avaricia de Washington.
El año 1858 se pasó en estudiar y proponer el pliego de condiciones para la subasta que resultó fallida en febrero de 1859. La solución fue seguir provisionalmente con el consorcio de navieras catalanas. El Gobierno se la volvió a renovar en septiembre de 1860 mientras tanteaba retomar el servicio con vapores nuevos o dar la concesión definitiva por concurso público el 04.07.1860, a pesar de las escasas subvenciones. No quería asumir la complejidad del costoso comercio marítimo para las navieras privadas.
Sin beneficios garantizados
El reiterado fracaso de las subastas confirmaba que la concesión de esa línea marítima no suponía un chollo para nadie ni, como dice Alharilla, con su alegría habitual,un “bocado suculento”. Era un negocio a la baja y, por tanto, los beneficios no estaban garantizados. La historia de esta concesión desde 1827 a 1851 confirmó la escasa rentabilidad de la ruta al extremo de que no permitía cambiar veleros por vapores cuando inicialmente la velocidad apenas aumentaba.
Incluso las navieras catalanas que estaban explotando dicha concesión en 1860, habiendo completado unos 50 viajes con sus tornaviajes, no apostaron fuerte por mantenerla porque no les valía la pena correr graves riesgos para ganar poco. Conociendo su rentabilidad de primera mano, consideraban una ruina la oferta del Estado si debían comprar ocho buques de unas 2.000 toneladas, pues los que por entonces tenía cubriendo la línea a las Antillas eran de unas 620 toneladas, o menos, aunque habría que saber si estas eran o no «toneladas Ciscar» (Tratado de Maniobra, 1791). No pujaron fuerte y se contentaron con obtener la concesión de la línea marítima a Canarias. Aun así, acabaron dejando el negocio naviero.
Solo un empresario capaz, tal que López, ajustó el presupuesto a la baja confiando que aun así obtendría beneficios de dicha línea marítima si a las parcas subvenciones públicas sumaba los ingresos por pasaje, carga y correo de índole comercial a fuerza de tener buena gestión y dar un buen servicio. Fue a por ella.

¿De dónde saca Alharilla el trato de favor del Gobierno con López respecto a la concesión de este correo marítimo que no atraía ni a quienes llevaban años explotándola? López ofrecía cubrir la línea por menos que los demás. Los armadores no se daban de tortas para hacerse con esta línea marítima y el Estado no quiso hacerse cargo de nuevo de ella. Otro tanto pasó al poco con el contrato de transporte de tropas. La subasta quedó desierta y el Gobierno tuvo que entendérselas con la naviera de Antonio López para garantizar un servicio que le urgía en la guerra que libraba en la República Dominicana (1863-65). Simple y claro: El naviero aceptó ser de nuevo el socorrido recurso de un Gobierno en apuros. López era quien estaba allí, a mano, con vapores y probada gestión, aunque también participaron buques ajenos a su naviera (ej. vapor MONTAÑESA). Ignoro si fletados por el comillano. Distinto es que a partir de entonces se beneficiase con el transporte de tropas, no en exclusiva, porque España entró por primera vez en décadas en un inesperado carrusel de conflictos en ultramar (Rep. Dominicana, Pacífico, México, Cuba). Tampoco se sostiene que en 1861 el apoyo de López al esfuerzo bélico en la Guerra de África influyera en que le adjudicaran la concesión.
En sus gestiones pesó probablemente el hecho de que la oferta de A. López y Cía. hubiera sido la más ajustada entre las presentadas a la licitación de febrero de 1859. Pero lo que pesó mucho más, sin duda, fue la colaboración decidida de López en la aventura norteafricana de la Unión Liberal. (2021:139).
Si alguno contribuyó a lo grande en el conflicto, con una docena de barcos, incluso carbón, fueron las navieras catalanas que, a su vez, tres de ellas estaban consorciadas cubriendo la línea a las Antillas. Puestos a agradecer, el Estado debería haber favorecido a estos navieros catalanes manteniéndoles ese correo marítimo a Cuba y Puerto Rico. Aunque habría sido igual darles ese trato a favor porque no contaban con ningún vapor de las características de los ocho vapores exigidos, ni quizás con créditos para comprarlos en pocos meses. Eran navieros de andar por casa. Dado que la mayoría de ellas quebraron entre 1863 y 1870 resulta plausible que su gestión ya fuera ineficiente cuando cubrían la línea de las Antillas y por tanto sus plicas en las subastas y sus expectativas empresariales no eran competitivas.
Tampoco es verdad que tener “ingresos garantizados” de los entes públicos garantice beneficios a las empresas adjudicatarias. Este planteamiento correspondería a un despistado profesor de la UPF para quien su sueldo seguro no conlleva ningún riesgo. Pero para los navieros las subvenciones les suponían asumir costosas obligaciones que les podían abocar a pérdidas o a pírricas ganancias. Las concesiones se adjudicaban por concurso público entre quienes competían a la baja asumiendo, a su vez, las servidumbres contractuales y los imponderables riesgos del mar. Una y otra vez, Alharilla reincide en los grandes beneficios que obtuvo López gracias a los ingresos garantizados, pero nunca se interesa por saber, entre otras partidas, los gastos operativos y atípicos de la naviera, sin los cuales no hay modo de hacer balances correctos.

La alta rentabilidad de la naviera la deduce Alharilla de algún reparto de beneficios y del aumento del capital empresarial. Ni siquiera hace las cuentas de la vieja. Que una naviera obtenga fuertes beneficios no presupone que tenga relaciones de privilegio con el Estado y, menos aún, que su armador recurriese incluso a la picaresca para enriquecerse. ¡A ver si un naviero no puede obtener grandes ganancias sin que se le acuse de malas prácticas, o quedar bajo sospecha por recibir subvenciones! Alharilla no prueba la visión sesgada que aplica al marqués de Comillas. Más parece un prejuicioso activista contra la iniciativa privada y la libre empresa, alguien hostil al empresario López o suspicaz con el rico y poderoso.
De un investigador de referencia se espera otro nivel, y por supuesto, rigurosa objetividad en vez de miopía ideológica. Está claro que no investigó en los archivos la Guerra de África y la línea correo a las Antillas entre 1827 y 1858 ni vio las cuentas de resultados de la naviera A. López. Sin embargo, se permite juicios de intenciones que desmerecen la labor empresarial del marqués de Comillas apoyándose en los ingresos por subvenciones sin saber los obtenidos por la gestión del pasaje, carga y correo de índole comercial. Quienes hemos navegado en las subvencionadas líneas marítimas de carga y pasaje sabemos algo de ello y nunca haríamos balances a partir básicamente de las subvenciones, de contados repartos de beneficios y de la creciente capitalización de la empresa.
De hecho, ninguna naviera asumió el pliego de condiciones que ofrecía el Gobierno para adjudicar el correo marítimo a las Antillas por muchos “ingresos garantizados y permanentes” que tuviese. También patina Alharilla cuando considera que los vapores de López en la línea a las Antillas gozaron de exenciones (sanidad, faros, matrícula, abanderamiento, pagos portuarios…) y ventajas (prioridad en los diques de la Armada…). No eran favores sino derechos que iban anexos al contrato de la concesión y que el Estado ofrecía, fuese quien fuese la naviera adjudicataria, a cambio de rebajar las subvenciones directas.
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