Han transcurrido 38 años desde aquel 4 de marzo de 1983, cuando la goleta IDUS DE MARZO enfiló la bocana de Bahía Yanqui en busca de resguardo donde fondear y pasar la noche tranquilos.
Tras dificultades de todo tipo, desde incomprensibles trabas burocráticas hasta sucesivos retrasos de diversa índole, la Primera Expedición Española a la Antártida, aunque tarde, había conseguido alcanzar las aguas que rodean el continente helado. Estábamos a mitad del verano austral, y por aquellas fechas, el Sol ya se ponía tras el horizonte y la oscuridad se nos echaba encima. El viento, un duro nordeste que nos venía castigando desde hacía horas, levantaba una mar gruesa plagada de restos de icebergs (growlers y brass, en la terminología antártica común), al tiempo que arrastraba un tren de nubarrones que adelantaban la oscuridad. El termómetro, marcaba 4º bajo cero, temperatura que, en el exterior, la sensación térmica a causa del viento, hacía que el frio se triplicara con respecto a lo que marcaba la barra de mercurio. ¡Quince minutos aguantaban a la caña los timoneles!
Bahía Yanqui, o Yankee Harbour, según de que cartografía nos valgamos, se encuentra al sur de la isla de Greenwich, una de las que conforman el archipiélago de las Shetland del Sur.
La bahía, que no deja de ser más que una ensenada, se encuentra, en buena parte, bordeada por el glaciar Bluf, cuya pared de hielo alcanza los treinta metros de altura. El resto del circulo que la configura consiste en un acantilado rocoso que supera en verticalidad y altura al del glaciar, seguido de un arenal que se extiende hasta prácticamente la boca de entrada. “Un abrigado fondeadero”, decía el derrotero de 1983.
¡Poco faltó, para que aquel “buen abrigo”, pasara a ser conocido como la tumba de la Primera Expedición Española a la Antártida!

Cuando entramos en aquella ratonera, el reloj de a bordo marcaba las 20.15. Haría como unas tres horas que, por cortesía, habíamos establecido contacto por radio con la Base Chilena “Arturo Prats”, situada al nordeste de la isla. La comunicación, aunque breve, fue cálida y plena de buenos deseos para ambas tripulaciones.
La entrada a motor, apoyado con la trinqueta de mesana, no resultó nada fácil: un témpano varado en su mitad y cientos de pequeños “growlers” de agudas aristas, que parecían querer comprobar la dureza de la goleta, nos lo pusieron muy difícil. Superado el obstáculo, y ahora recibiendo el nordeste prácticamente de proa, a duras penas conseguíamos avanzar en demanda del socaire que nos proporcionaría el acantilado de hielo que, por el norte, delimitaba la ensenada.
La intensidad del viento no caía, y conforme nos acercábamos al acantilado, las rachas más intensas arrastraban las lascas de hielo que arrancaba del glaciar. El entorno, mirásemos hacía donde mirásemos, era tan hostil y a la vez tan grandioso, que ninguno de los que en ese momento estábamos en cubierta, unos a la maniobra y otros de simples espectadores, fue capaz de hacer comentario alguno hasta no sentir el amparo que nos proporcionaba aquella impresionante muralla de hielo.
Poco después, ya al socaire, cuando la calma llegó a ser absoluta, buscamos un fondo poco profundo donde fondear (la longitud de las cadenas nos limitaba), y aunque tuvimos que acercarnos mucho a la costa, por fin pudimos largar las anclas, y respirar tranquilos.

Toda aquella maniobra, con Javier, nuestro capitán, en la cubierta dirigiendo a Sotero Gutiérrez, jefe de máquinas y regatista oceánico, Xurxo Gómez, contramaestre, Diego Garcés, marinero, José María Garcés, marinero, y Alfonso Jordana, periodista, mientras que bajo cubierta, Santiago Martínez Cañedo, primer oficial, capitán armador, y Fernando Cayuela, segundo oficial con la vista en el radar y la sonda, avisaban a voces de los obstáculos y peligros que detectaban los equipos (hielos y escolleras sumergidas), fue una magnifica lección de profesionalidad y de labor de equipo.
Pero, ¿quién podía imaginar que la tranquilidad y seguridad que en aquellos momentos sentíamos apenas nos duraría unos minutos?
Salvo los seis que, con el ancla ya firme, se disponían a arranchar la cubierta, el resto (diecisiete), nos encontrábamos en el comedor situado a unos tres cuartos de la proa y un poco por debajo de la cubierta.
La cámara, funcional y confortable, en la que la luz del océano entraba a raudales por sus amplios portillos, era, por así decirlo, polivalente, pues en el mamparo de popa dividido en dos secciones por el acceso a la corta escala por la que se accedía al exterior, desembocando frente a la rueda de gobierno, se fijaban los equipos de ayuda a la navegación y de comunicaciones.
En la sección de estribor, se encontraban los dos radares, la sonda, el radiogoniómetro, y los instrumentos de meteorología (nótese lo fundamental que era la proximidad de la escala y su corto y directo acceso a la cubierta). En la de babor, con la mesa de cartas de por medio, se agrupaban los equipos de radiocomunicaciones.
Decía que a cubierto éramos diecisiete, aunque no todos habían estado presentes durante, llamémoslo, la recalada; los balances y pantocazos, aún seguían haciendo efecto en algunos de los estómagos menos habituados, y no fue hasta la llegada de la calma que no fueron apareciendo dispuestos a sentarse a la mesa y dar buena cuenta de la cena, retrasada, entre otros motivos, por la maniobra (las 20.00, era la hora habitual).

Y en esas estábamos, cuando aquel maldito fondeadero se convirtió en una trampa infernal. De repente, sin asomo de aviso, saltó un viento catabático qué, en segundos, superó los 90 nudos, según estimó Javier. (El anemómetro de la IDUS tenía el tope en 60).
Las anclas garrearon y se intentó levantar el fondeo, pero el molinete, con la enorme tensión de las cadenas, no llegaba a virar, y la goleta comenzó a derivar peligrosamente hacia la cercana costa.
Junto al mesana, donde se disponían a arriar la trinqueta, tuvieron que picar la driza ante la imposibilidad de hacerlo con la premura que requería la situación.
Los dos motores, a plena potencia, arrastrando las anclas con el huracán de proa, bramaban a punto de reventar, y la nave retemblaba de quilla a perilla. Las ordenes al timonel se daban a gritos, junto al oído, y mantenerse sobre la cubierta, sin que el viento te arrastrara, era tarea cercana a lo imposible, al igual que lo era el abrir los ojos o cerrar la boca.
Abajo, en el comedor, donde escuchábamos el rugir del viento sobre nuestras cabezas y sufríamos el intenso temblar de la goleta, la situación, aunque tensa, no pasaba de ahí. Todos, salvo Santiago, Fernando, Josu Otazua, nuestro cocinero, Joaquín Mariño, biólogo, y quien suscribe, permanecían sentados, expectantes, y en silencio, distribuidos por las cuatro mesas que configuraban el comedor.
Santiago y Fernando estaban al pie del radar y de la sonda, Josu, junto con Joaquín, habían salido del comedor sin decir palabra, aunque con la aprobación (un gesto con la cabeza) de Santiago. Josu, con el propósito de recoger víveres de la gambuza, al tiempo que calentaba agua en la cocina, mientras que Joaquín, recogía mantas y ropa de abrigo por los camarotes.
En lo que a mí respecta, acababa de encender el equipo principal y el de emergencia, sintonizándolos en la frecuencia internacional de socorro en radiotelefonía (2.182 Kc/s), y me disponía a comprobar la potencia de salida del principal, cuando oí que Santiago reclamaba atención.

“Amigos, en estas condiciones, el consumo es brutal, y el tanque de diario, está por debajo de la mitad. ¿Alguien se ofrece a bajar a la máquina para trasegar combustible del tanque principal al de consumo?”
— ¡Yo bajaré! — Se brindó, Alberto Vizcaíno, biólogo, con decisión, aunque con cierto temblor en la voz, tras el silencio, que tras la petición, se hizo muy largo.
Alberto, sabía muy bien que entre los presentes, él era el único que tenía el suficiente conocimiento de la sala de máquinas, y en concreto, de la mecánica y actuación que requería el trasvase.
Y también era consciente, de que en las entrañas de la goleta perdería todo contacto con los demás, y de que llegado el caso, escapar de la máquina, no le resultaría nada fácil,
Todavía lo recuerdo cuando, camino de la escala por la que desde el comedor se llegaba a la cubierta inferior, se paró para recoger los guantes de trabajo que había dejado sobre una de las repisas.
También recuerdo muy bien que cuando desapareció por la escala tomé el micro del transmisor principal y pulsé para hablar. La presión sobre el pulsador fue muy breve; lo justo como para leer en los instrumentos, que todo estaba correcto.
“IDUS DE MARZO aquí Base Prat ¿alguna novedad? Cambio” — se oyó nítido y potente por el altavoz.
Sorprendido, me giré hacia Santiago con la pregunta en los labios (¿Has oído?, ¿qué contesto?), pero no fue necesario. Por más que el aullido del viento entraba a través de la escala por la que se accedía a la cubierta, él y todos los demás habían escuchado claramente a mi colega chileno.
— Dile que hemos entrado en Bahía Yanqui, pero que las condiciones no son buenas, y nos disponemos a salir. Cuando estemos en aguas libres, se lo notificaremos. — Fue lo que me ordenó transmitir.
— Aquí Base Prat, recibido, mantengo la escucha, “estamos al tiro para lo que necesiten”, contestó mi colega al recibir la información.
Nadie recuerda cuanto tiempo nos llevó salir de aquella trampa (unos veinte minutos tal vez). Lo que ninguno ha olvidado es la angustia y el miedo que tuvimos que sujetar, y que si lo conseguimos fue gracias a que tanto los que estaban en cubierta, como los que les guiaban sin apartar la vista del radar y de la sonda, gritando más fuerte que el bramido del viento, nunca perdieron la calma, por más que en un momento determinado, con las agujas del fondo a punto de rozar la quilla, y sin margen de maniobra, Santiago le gritó a Fernando: ¡Apaga la puta sonda!

“Recibido IDUS DE MARZO, notifico al comandante que están fuera de peligro. Se encuentra disponiendo el operativo de rescate” — Contestó Prat, cuando le informé de que estábamos fuera de la bahía haciendo rumbo a la isla Decepción.
“Chile les protege”, así se había despedido por radio el comandante de la patrullera que cuatro días atrás, nos había acompañado desde Punta Arenas hasta la salida al Canal del Beagle.
Estos recuerdos, van dedicados a Santiago Martínez Cañedo, Guillermo Cryns, jefe de la expedición, y a Vicente Manglano, médico de la misma. Ya no están entre nosotros, pero su presencia permanece entre todos los que formamos parte de la expedición.
NOTA. La foto de portada (de Juan Antonio Martín), muestra la Bahía del Almirantazgo, donde se fijó una placa conmemorativa de la expedición.