Emilio Banova estaba feliz esos días del invierno de 1982. Tenía en sus manos el título de jefe de máquinas obtenido meses antes y había sido aceptada su solicitud para enrolarse en la flota nacional mozambicana como cooperante internacionalista. La política le importaba algo menos que nada y sentía un desprecio difuso por los políticos, camaleones que mudaban de ideas según el provecho personal que podían obtener, ahí estaba el campeón Adolfo Suárez como prueba evidente, pero se había ilusionado con el triunfo electoral de Felipe González, un tipo que hablaba limpio y decía pocas tonterías. Lo de cooperante internacionalista no sabía bien lo que quería decir, pero sonaba de cine. A él le atraía el riesgo de una experiencia de la que contaban que era muy dura, pero también muy gratificante. Hubo de escoger: seguir de maquinista en barcos españoles de cabotaje o lanzarse a la aventura africana que su admirado Conrad había descrito como el corazón de las tinieblas.
Embarcaría de jefe de máquinas y cobraría una parte en dólares y otra en moneda de Mozambique sólo utilizable allí. Al cambio del dólar, el sueldo en pesetas no era malo del todo. Cuando al fin se decidió no sabía que la moneda norteamericana subiría como la espuma en los próximos tres años, doblando el valor de 1982. Ahí acertó. Mientras otros cooperantes guardaron sus dólares con la ilusión de que seguiría subiendo, él aplicó el consejo que le había dado la hechicera de Angoche que lo embrujó: todo lo que sube baja, y cuando el dólar detuvo su ascenso, en aquellos cuatro o cinco días que osciló un punto arriba, un punto abajo, antes de caer en picado, Emilio cambió los cincuenta mil dólares que no había podido gastar a 189 pesetas y se compró una casa estupenda en el mejor sitio de Corcubión. Tampoco sabía entonces que los precios de los pisos y las casas, los inmuebles decían los alegres intermediarios, subirían en globo a partir de 1985, y que lo él había comprado por ocho millones de pesetas se lo querían comprar en 1987 por 22, al contado. La suerte, el azar o la información privilegiada. Quien adivinara aquel subidón de precios podría ganar una fortuna sin apenas esfuerzo.
La aventura mozambicana no resultó tan dura como le habían avisado. Al contrario. Emilio Banova era de esos tipos que en un barco viejo, con una máquina ruinosa y sin repuestos, lejos de quejarse y gemir como hacían otros, agradecía la oportunidad de demostrar sus conocimientos, su amor a las máquinas y su habilidad para solucionar cualquier problema. Aunque la felicidad no sólo procedía de su satisfacción como jefe de máquinas. Además, el barco se detenía días y días en los puertos más hermosos que había visto, Angoche, Inhambane, Pemba, puertos minúsculos, río arriba, algunos sin muelle donde aatracar y había que cargar y descargar con el buque fondeado, lo cual suponía un serio contratiempo para la máquina, siempre lista para arrancar, sin poder reparar o reparando lo más urgente en condiciones muy precarias. No importaba, tenía muchas horas para pasear por la aldea de calles polvorientas o la calle comercial del pueblo, asfaltada y con las tiendas vacías. Y, claro está, unas hembras de belleza eléctrica con un tesoro entre las piernas.
Banova había conocido las mujeres de cuatro continentes. Sin contar los amoríos de copas y discotecas, había recalado en los burdeles de Douala, de Santos y de Bahía; había pasado noches enteras en casas amables de Santo Domingo, Alejandría y Cochin; y había paseado sin prisa por Bourbon Street, por la Via Pre y por la Reeperbahn, entre otros muchos lugares de buen ver. Pero lo que descubrió en los puertos del norte de Mozambique, y en las nativas nacidas allí que residían en Maputo, superó todo lo conocido.
Aquellas mujeres de labios gruesos y bien formados utilizaban sus bocas con el mimo, la paciencia y la sensibilidad de la cultura hindú. Ignoraban los remilgos y hablaban con toda naturalidad de los escondrijos del sexo, nada humano les era ajeno y nada había que pedirles. Lo sabían todo. Entrar en ellas era conocer el placer más allá del placer. Siendo niñas, las mujeres de la aldea las enseñaban a darse gusto con los dedos y con la mano, y entrenaban sus músculos, interiores y exteriores, hasta convertir la vulva en un ser vivo que apretaba, se encogía, se abría, se cerraba. Un agujero que abrazaba la verga estrujando una parte y liberando otra al compás de un imaginario batuki de tambores armoniosos. Un órgano adiestrado para llegar al paraíso. Un tesoro.
Emilio Banova me contaba años después, con José Luis Rodríguez de presidente del Gobierno y él sin ánimo de seguir la desgracia de los políticos españoles, que se sentía como un niño en un aula de sabios y que le costó entender lo que estaba viviendo. Y tuvo que hacer un gran esfuerzo cultural para desprenderse de tantos prejuicios, tanto pudor estúpido y tanta pudibundez alimentada por la hipocresía sacerdotal.