Mariupol se las prometía felices en 2012 cuando inauguró el museo de su puerto fundado por Rusia en 1889 para exportar el excelente carbón de las minas del Donbás. No parecía afectarle aún ni el temporal que en 2004 empezó a desestabilizar al conjunto de Ucrania al estallar la Revolución Naranja tras un fraude electoral con su trasfondo de corrupción generalizada. En lo fundamental, nada había cambiado en ocho años. La ciudad portuaria, de 450.000 habitantes, seguía prosperando gracias a los recursos mineros y agrícolas que tenía a sus espaldas, y a su interconexión en Rusia con el entramado comercial/fluvial de los ríos Don y Volga que le aportaba buena parte del negocio marítimo. Su puerto manipulaba 14 millones de toneladas de carga, relacionados sobre todo con la alimentación y las acerías, más 3,3 millones de toneladas de carbón. Y aunque era el cuarto en importancia en Ucrania y tenía un aspecto trasnochado porque en él predominaban los silos con sus cintas transportadoras, las esplanadas con tolvas y pilas de mineral, con productos metalúrgicos… y las grúas móviles con cucharas o ganchos, a Mariupol ya le bastaba con ello a la espera de renovar las instalaciones graneleras y diseñar una terminal de contenedores digna de tal nombre. Todo en vano, como también sus grúas y demás instalaciones portuarias pintadas con los colores de la bandera de Ucrania a modo de reafirmarse ante su amenazada nacionalidad.
La ciudad ha sido arrasada por estar en un estratégico punto de fractura entre los intereses de Occidente y de Rusia; y en la propia Ucrania, entre el nacionalismo ucraniano imperante en la zona central y occidental y el más o menos fuerte nacionalismo ruso presente en el este y sur del país. A su modo, Ucrania es una nación balcanizada conforme se le concedió las regiones rusas de Lugansk, Donetsk y Crimea, y en el extremo oeste obtuvo territorios que habían sido polacos o del imperio austrohúngaro, así como los Cárpatos de los rutenos. No es un país para sacudirlo o darle bandazos, al estilo de la sublevación Euromaidán y de la propuesta de formar parte de la OTAN, so pena de que rompiese por sus costuras, caso del puerto de Mariupol, emocionalmente partido por la mitad entre las afinidades prorrusas y las ucranianas de sus habitantes.
La devastación de Mariupol confirma que el conflicto avivado por las manifestaciones de la plaza Maidán (Kiev, noviembre de 2013-enero de 2014) nunca tuvo un buen puerto de arribada desde que el nacionalismo ucraniano y el anhelo ciudadano de integrarse en la Unión Europea descabalgaron por la fuerza de la Revolución de Euromaidán al presidente pro ruso Viktor Yanukovich. A la vista está. Mariupol es la primera ciudad portuaria arrasada en Europa desde la II Guerra Mundial y puede ser la portada de la inimaginable precariedad de los imponentes puertos occidentales. Plasma la fragilidad del progreso si pende del atavismo bélico, como acaba de denunciar al respecto el expresidente uruguayo José Mújica: “Vivimos en la prehistoria”.

Ocho años ha tardado el puerto de Mariupol en caer irremediablemente en la más trágica debacle. La anexión rusa de Crimea y la guerra separatista del Donbás, a principios de 2014, supusieron, además de perder el sustancial tráfico portuario que aportaba Rusia y la región oriental de Ucrania, sufrir el caprichoso bloqueo a que le sometía el control ruso del estrecho de Kerch, más aún con la construcción del puente sobre el mismo (2018). Quedó atrapado en el mar de Azov y encima con la zona del conflicto bélico a solo varios kilómetros al este, razón suficiente para que las navieras evitasen ese puerto, por lo cual en 2020 apenas manipuló siete millones de toneladas y para cuando se produjo la invasión ya estaba aislado económicamente. Peor todavía, en 2015 apostó por el todo o nada después que las fuerzas ucranianas derrotasen el serio intento de los prorrusos de hacerse con el puerto por la fuerza. Fue la espoleta para que los nacionalistas ucranianos apilaran en la ciudad portuaria el máximo de tropas y armas a sabiendas de que Rusia volvería a intentar conquistarla. Por de pronto, en 2018 se prohibió que entrasen en la ciudad ciudadanos rusos en edad de combatir (de 16 a 60 años) y se decretó una especie de movilización de modo que cualquier adulto pudiera ser llamado a filas. A ello contribuyó sobremanera el magnate dueño de Azovstal, una de las dos enormes acerías pegadas al puerto, quien sufragó a las milicias nacionalistas ucranianas, tal que el radical Batallón Azov.
La trama de sótanos, túneles y alcantarillas convirtieron las acerías en reductos casi inexpugnables y los bloques de viviendas en sucesivas fortalezas amuralladas que los rusos han ido derruyendo a bombazos para ir ganando terreno con las tropas de asalto. Se ha consumado así la indescriptible destrucción que ya estaba programada desde quer se preparó la tenaz resistencia ucraniana, si bien parece que las instalaciones portuarias han sufrido poco. No es lo peor. Los muertos, los heridos, los traumatizados, los refugiados y desplazados, los desposeídos… las vidas rotas a jirones son para ponerse a temer y temblar con solo preguntarse por quién doblan y seguirán doblando las campanas a sabiendas de que existen arsenales atómicos como último recurso.
La Europa estúpida y ninguneada
La guerra en Ucrania confirma que Europa no contaba con un sistema de seguridad colectivo, sino con una sensación de confiada seguridad conforme la OTAN seguiría conquistando territorios en el este del Continente sin que Rusia le parase los pies, como iba siendo desde las primeras ampliaciones en 1999 (Chequia, Hungría, Polonia) a las dos últimas, Montenegro (2017) y Macedonia (2020). Prepotencia e irresponsabilidad. Hasta se permitió el lujo de invitar a Ucrania a formar parte de la Alianza Atlántica con la certeza de que Moscú no tendría otra que aceptarlo de nuevo como un hecho consumado so pena de declarar la guerra, una opción que, pensaban, no se atrevería ante la superioridad occidental no solo militar, también económica, tecnológica, diplomática, cultural y tutti quanti. Con este planteamiento, la Europa atlantista no tuvo ni por qué tomar las riendas del inminente encontronazo con Rusia. Washington se encargó de todo: de negociar y decidir también por sus aliados, de dar plenas seguridades a Ucrania de que sería fuertemente respaldada si rechazaba las exigencias del Kremlin de que siguiera siendo un país neutral.

Al error de cálculo de no creer que Rusia cumpliría su palabra de apostar por la vía militar si fracasaban las negociaciones, se sumó, pues, la estupidez de la Unión Europea de no velar por sus propios intereses. Así que la presidenta Úrsula von der Leyen, lejos de negociar con Putin, envió a Josep Borrell para entrevistarse con Serguéi Lavrov y por si servía de algo, Emmanuel Macron viajó a Moscú, también como presidente de turno de la UE durante este semestre, para convencer a Putin de que cediese. El show montado por la interminable mesa en la que ambos mandatarios dialogaron a seis metros durante cinco horas fue un regalo para hacer memes y rechiflas. Aunque estuviese justificado por los protocolos sanitarios, la expresionista escena vino a simbolizar el ninguneo a que la Europa (de esta parte) estaba siendo sometida tanto por Rusia como por EEUU. Por sí misma, no decide nada. No sin la OTAN, es decir, no sin Washington dictando la última palabra. Fue lo que Putin vino a decirle a Macron y lo que Joe Biden se arrogó por descontado al soslayar los intereses específicos del conjunto de sus aliados europeos. Ni siquiera Alemania, muy perjudicada con este conflicto de gran envergadura con Rusia, tuvo protagonismo o voz propia. Su canciller acabó plegándose a las posturas más belicistas e intransigentes de Washington en cuanto Rusia invadió Ucrania. La claudicación de Berlín resalta el seguidismo de la Unión Europea. No menos revelador es que el último encuentro entre Ursula von der Leyen y Vladimir Putin date de enero de 2020 cuando coincidieron en Berlín con ocasión de la cumbre internacional sobre Libia. Es como para echarse a llorar viendo la irrelevancia que soporta en las relaciones con Rusia incluso la presidenta de la Comisión Europea.
Lo peor de explicar las causas de una agresión militar es que de un modo u otro acabas justificando al bárbaro que la perpetra. Es una aporía por cuanto que la avalas en parte con solo razonarla. Aun así hay que hacerlo siquiera para combatir a contrapelo la predominante propaganda de los medios de comunicación de referencia en Occidente.
Sigue en vigor la afirmación de Carl von Clausewitz de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. El Kremlin la está aplicando porque estaba decidido a presentar batalla para que Ucrania no ingresara en la OTAN. Le iba en ello su seguridad, pues de lo contrario tendría al poderío occidental desplegado en el Donbás a solo 300 kilómetros de Volvogrado (ex Stalingrado), en el río Volga, en la yugular de Rusia. Por ejemplo, los panzer alemanes habrían conseguido sin pegar un tiro, a través de la OTAN, lo que a Hitler le supuso la derrota. De aquí la temeridad de la Unión Europea de contribuir a poner a Moscú en el disparadero de invadir Ucrania, una nación en su mayor parte con fuertes lazos históricos, culturales, lingüísticos y económicos con Rusia y que el ultranacionalismo ucraniano, no una mayoría en el país, estaba dispuesto a pasarlos por alto. Solo cuando vio los tanques rusos a las puertas de Kiev, su presidente Volodímir Zelensky se avino a que Ucrania aceptaría la neutralidad entre los bloques. Se lo debería haber pensado antes; y no solo él, sin tener que comprobar con una guerra que las amenazas de Rusia iban en serio.

La fallida apuesta de que Rusia no se atrevería a invadir Ucrania ha supuesto que la Unión Europea entrase en la imparable espiral de contrarrestarla con sanciones, armas y dinero, lo cual le aboca a ser, ¡nada menos!, que cobeligerante contra una Rusia que no es fácil derrotarla, al tiempo que Occidente está determinado a ganar el envite siempre y cuando no tenga que poner sangre de sus ciudadanos (ej. retiradas, apresurada en Afganistán y escalonada en el Sahel).
El mal ya está hecho e irá a peor porque mes y medio después las sanciones contra Rusia siguen siendo ineficaces y encima son demasiado lesivas para los europeos, dadas las interdependencias y complementariedades entre sus economías avanzadas y la de su vecino ruso, un coloso con insustituibles materias primas a mano. La simpleza de los líderes de la Unión Europea, en especial de los alemanes, es otra miseria más de nuestro tiempo. Se echa de menos a Ángela Merkel, ella tan cerrada en banda a que Ucrania entrara en la OTAN.
Falta ahora sufrir las consecuencias tanto en el plano socioeconómico de cada europeo como de las que provoque el conflicto en el ámbito global, más en concreto en África y Oriente Medio si su empobrecimiento impele a los desheredados a refugiarse en la próspera Europa. Es lo que pasa cuando el Viejo Continente se ha quedado sin timón y va a remolque a estas alturas del conflicto sin contar con un puerto en caso de una arribada forzosa e ignorando la deriva de una de esas guerras que no se sabe cómo ni cuándo acabará.