Don Álvaro de Bazán y Guzmán, marqués de Santa Cruz, era un almirante tan pagado de sí mismo que no escatimó nada con tal de ensalzarse. Ni que tuviese que pagar un reino para tener contratados durante años en La Mancha a selectos artistas italianos. Los trajo. Se lo podía permitir para sin falsa modestia embellecer el interior, del sobrio exterior de su caserón palaciego, con escenas que destacasen el marino invicto que él fue de sus trece principales batallas navales. De las obras de arte y lujo móviles con que él y su segunda esposa llenaron con dispendio el palacio es normal que quede poco. El Museo Naval de Madrid lo ha compensado con sus fondos para evocar el atractivo que tuvo el edificio a finales del siglo XVI. Y, aunque poco, también lo revistió en su entorno con algún ancla y con artillería naval y otras de costa traídas de Cádiz.
El palacio renacentista hace también las veces de fastuoso auto monumento. Las dos grandes estatuas en que don Álvaro de Bazán aparece representando a Marte y a Neptuno, en los frontales de cada tramo lateral de la escalera principal, denotan su altiva o arrogante personalidad. También la estatua de Neptuno puede que le represente. Son tres notables esculturas resaltadas por el impresionante contorno de frescos manieristas con colores subidos de tono, con las alegorías y con las amaneradas escenas. Este estilo artístico propició que se pudiera ensalzar a los personajes más allá de lo que permite el realismo. Pura propaganda y dura campaña de imagen al modo del siglo XVI. Su éxito fue continental y don Álvaro de Bazán supo explotarlo sin inhibiciones. Y eso que sus cronistas le enaltecieron con virtudes colindantes con la modestia: “Con ningún género de gentes fue soberbio ni a nadie trató con desdén”. “Espíritu generoso”. Y hasta “murió como santo”, según reza en la placa a modo de lápida en la parroquia de Viso, donde estuvo enterrado muchos años.

En sus interminables frescos de vanagloria mete a toda su familia con sus nombres y al linaje de los Bazán que él retrotrae nada menos que a Alonso González de Bazán (882) y al valle navarro del Baztán. De aquí su escudo de armas ajedrezado con el cual motea el palacio para dejar constancia a perpetuidad de quien lo construyó. Si sus frescos están repletos de leyendas, ni tal mal que pinte una más con su presumido ancestro navarro. Don Álvaro pudo tener, al respecto, más imaginación que la superventas Dolores Redondo con su Trilogía del Baztán. No fuera ser que a su linaje de viejo abolengo lo confundiesen, por un aquel, con la reciente hidalguía de quienes participaron en la conquista de Baza (1489), “los Bazanes”, entre quienes figura su abuelo Álvaro de Bazán Quiñones.
Puesto a darse autobombo también comparte sus frescos con los grandes personajes de su época (Felipe II, Juan de Austria, el Papa Pío V, Andrea Doria, el Duque de Alba…) y se recrea con escenas bíblicas, mitológicas de dioses y legendarios símbolos de poder. Todo, de lo mejor, también en mármoles, en un yo, mí, me, conmigo que no hace referencia alguna ni al almirante Cristóbal Colón que había muerto medio siglo antes, tampoco a Juan Sebastián Elcano, fallecido el mismo año en que nació don Álvaro de Bazán. Y nada de Fernando de Magallanes u otros grandes marinos casi contemporáneos a las órdenes de Castilla. Debería pensar que para marinos, él, su hermano Alonso, sus amigos Andrea Doria y Antonio Colonna, almirante de los Estados Pontificios… y mucho, mucho después, todos los demás. ¡Qué carácter el de don Álvaro!, aunque gracias a ello nos podemos ensimismar en su palacio.

Lo mejor del caso es que en las bóvedas de la escalera están representados los siete pecados capitales a evitar: la ira, la gula, la lujuria, la envidia, la pereza, la avaricia… y, claro, también figura la vanidad/soberbia, a pesar de que el conjunto palaciego es un monumental y descarado canto a ello por parte del almirante. Lo que le faltaba, y no fue cosa suya porque lo pasaron de la parroquia al palacio en el siglo XIX, es que su sarcófago, con los restos también de su familia, ha acabado justo debajo del altar de la capilla del palacio; un honor que en Yuste solo lo quiso a medias para sus restos Carlos I, al parecer sin lograrlo, antes de que fueran trasladados al Monasterio del Escorial.
Páginas de historia naval
El Palacio es tal loa del almirante que, por suerte, plasma su historial militar en numerosas partes de las bóvedas y, sobre todo, en los esplendorosos lienzos pintados en las paredes y parámetros representando sus destacadas conquistas navales. Sobresalen los enormes gráficos de su flota asediando los puertos hasta rendirlos. No contento con eso, narra algunas de sus principales victorias con leyendas nutridas de texto (ej. “Socorro de Ceuta y Tánger”). Además, las iconografías ofrecen numerosos planos de recalada y portulanos (Gibraltar, Venecia, Tánger, Mesina, Génova, Sagres…), así como los diversos tipos de naves (galeras, galeazas, galeotas, galeones, fragatas…), no sin detalles preciosistas gracias a la privilegiada fotogenia del Palacio.
Por si fuera poco, esos frescos plasman también el cambio histórico, en la innovación de los barcos y de las tácticas navales, que se dio en vida del marqués de Santa Cruz. Siendo un adolescente marino con cargo (1542), en la Armada predominaba la galera con su multitud de remeros (galeotes/chusma) y todavía este tipo de nave fue decisivo en la batalla de Lepanto (1571), a pesar de que allí participaron también eficaces y artillados veleros sin remos.
En la mayoría de las escenas navales aparecen más los remos que las nubes blancas de los fogonazos disparados por los barcos. Pero ya hay frescos en los que la artillería naval define el fragor de la batalla. El cambio se consolidó con la Gran Armada (La Invencible) que en Lisboa don Álvaro de Bazán preparó durante dos años sin culminarla (1586-88). Ya no contaba con galeras, pues aparte de las aguas bravas en que deberían navegar en el Mar del Norte, para entonces quedaban muy expuestas a la artillería naval enemiga. La cuestión de prepararse para otro tipo de combate debió estar detrás de los retrasos y de las consiguientes desavenencias que el almirante y Felipe II tuvieron muy a última hora.

El rey se desesperó porque don Álvaro de Bazán tardó unos dos años en tener lista la flota para invadir Inglaterra: Muchos tercios en los Países Bajos esperando demasiado tiempo para embarcarse en una flota que nunca llegaba; además las demoras permitían a la armada inglesa prepararse mejor para contraatacar sin sorpresas. Pudo suceder que el almirante invicto, el de Lepanto, se hubiese quedado desfasado. Aunque el palacio no se terminó hasta principios del siglo XVII, los largos preparativos de la Gran Armada no aparecen, creo, en ningún fresco, ni en la Sala Portugal. No era cuestión de mentar este posible baldón.
Lo que sí pervivió de las tácticas militares del Almirante es la importancia que siempre le dio a lo que hoy serían la infantería de marina y la invasión masiva de tropas en la costa, ilustrado en algunos de los frescos, y antecedentes de los desembarcos de Alhucemas (1925) y de Normandía (1944). Supo valerse de contar a bordo con los tercios para lanzar operaciones anfibias o para combatir cuerpo a cuerpo tras abordar las naves enemigas. A fin y al cabo, el momento decisivo en Lepanto fue una especie de batalla terrestre librada sobre las cubiertas de las naves atrancadas por los múltiples abordajes. No volvió a ocurrir en las batallas navales. La galera “Loba”, que comandó Álvaro de Bazán en Lepanto, marca el principio del fin de una época antes de que la potente artillería de los buques de línea se impusiera a la brutal maniobrabilidad del remo y del hoy peliculero abordaje.
Dos Vírgenes patronas
Visitar el palacio supone ir a cada paso ojeando con dilección las páginas de un ilustrado libro de historia naval mezcladas con otras de mitos, dioses, ninfas y leyendas. Se comprende que el resto de los elementos del museo (cuadros, armas, fogones, muebles, tapiz…) quede en segundo plano. La atención queda tan enganchada a los frescos y al propio edificio renacentista (patio, escalera, galería de dos plantas con sus arcos y bóvedas, cámaras, Salón de Honor…) que el visitante tiende a orillar el resto para no distraerse de lo que le resulta más asombroso y bello. Es inevitable que ante tantos elementos de interés uno se sienta incapaz de asimilar buena parte de ellos sin antes discernir o pasar de largo de muchos.

La excepción serían la capilla y el jardín del palacio. Propician una parada y la atención queda retenida. Este último no es ni sombra de lo que supuestamente fue, tanto por su tamaño como por los elementos que contiene. Salvo la fuente renacentista, dentellada por los avatares, nada parece allí primigenio. Resultan, sin embargo, muy llamativas las esculturas funerarias en actitud orante del heredero del primer marqués de Santa Cruz: Álvaro de Bazán Benavides, y de María de Figueroa, esposa de éste, ambas en mármol blanco, como sus respectivos escudos de armas, que contrastan a la perfección con sus hornacinas grises. Están allí porque no tendrían mejor sitio en donde colocarlas al desamortizarse y desaparecer el convento de Viso en que estaban. Dada la calidad de este conjunto monumental asombra que siga a la intemperie. Nos excede el patrimonio artístico. Otro aspecto para reseñar es la modesta hornacina que contiene la profanada talla de una virgen que la habían arrojado en un pozo y fue rescatada en 1951.
Al contrario del jardín, el recinto de la capilla da la impresión de que sigue tal cual a como la aprobó don Álvaro de Bazán. Es pequeña y acogedora conforme en España era común en las casas palaciegas y, luego, en las mansiones burguesas. El retablo lo preside Santiago Matamoros porque el marqués era desde niño caballero de la Orden de Santiago, lo que también revela las cruces de esta Orden colocadas a lo ancho y largo del palacio. La calidad de los estucos y la delicadeza de los frescos de la capilla resaltan más si cabe en el techo dedicado a “Dios Padre y los Ángeles con los instrumentos de la Pasión”.

El grácil sarcófago del Marqués debajo del ara del altar ya está comentado. Y como no podía faltar en la capilla del almirante, figura la advocación a la patrona de los marinos. Pero hay dos imágenes. Está la Virgen del Carmen expuesta en una humilde y apagada talla que me resultó extraña porque no es la que estamos acostumbrados a ver la gente de mar: sentada o de pie, pero esplendorosa. Además, a sus pies solo tiene religiosos de la Orden Carmelita y carece de referencias marineras. Esa alicaída y descontextualizada imagen del Carmen es incoherente en un palacio patrimonio cultural de la Marina. Hasta podría estar de más en esa capilla porque la Virgen del Carmen no fue proclamada oficial y definitivamente como patrona de los marinos españoles hasta 1901, sin menoscabo de otros patrones, sean advocaciones locales o no tanto (San Telmo). Como que la partitura y letra de la Salve Marinera dedicada a Ella es un fragmento tal cual de la zarzuela “El molinero de Subiza” (compositor Cristóbal Oudrid, letrista Luis de Aguilaz, 1870) que se hizo tan popular entre los marinos que se adoptó como himno su “Salve, estrella de los mares”. Nada que ver con el Eternal Father, strong to save de los marinos de lengua inglesa compuesto a tal fin, con cadencia de balances, pero sin la espontaneidad del himno español que propició la marinería.

Más conforme con el palacio y don Álvaro de Bazán es la otra talla: la Virgen del Rosario, “La Galeona”, que esta sí que era patrona de los galeones, siguió siéndolo largo tiempo y aún tiene predicamento en la marina española (capitana general de la Armada), en La Naval de Filipinas… Fue a la que se encomendó el almirante andaluz, al extremo de llevársela de la iglesia de Santo Domingo de Granada para que le protegiese en su galera la “Loba”, aunque la devolvió sana y salva al volver de la batalla, siendo hoy denominada “la Virgen de Lepanto”. Está claro que la expuesta en el palacio es otra, una hermosa pieza barroca bastante posterior y sin el tamaño al natural de la talla de Granada. Al menos su advocación se corresponde con la época del primer marqués de Santa Cruz.
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