Cobré conciencia por primera vez de la soledad marina cuando leí Náufrago voluntario, de Alain Bombard, en mi adolescencia. El valiente médico se proponía demostrar que es posible sobrevivir en el océano sólo de plancton, pescado y algo de agua de mar. Su solitaria travesía del Atlántico de 1952, en una pequeña zodiac a vela, fue la prueba. Lo que más me impresionó fue preguntarme como pudo sobrevivir durante dos meses a tanta soledad sin caer en la locura o el pánico.
Con 13 años intenté imaginarme lo que se siente. Careciendo de otros medios, me tumbaba boca abajo en un viejo colchón neumático y me alejaba todo lo que podía de la playa, usando los brazos como remos. Una vez allí, me detenía y escuchaba el gran silencio, viendo las mudas figuritas lejanas de los bañistas. Tocaba el agua y hacía pequeños ruidos en ella, que destacaban de la paz reinante a mi alrededor. Me parecía que era ese un mundo maravilloso, donde yo algún día podría transitar y disfrutar de aquella fabulosa tranquilidad. Tenía ya otros motivos para pensar en hacerme marino, pero creo que ese era el más íntimo, aparte de los grandes viajes que proyectaba, visitando muchos países lejanos.

Los 400 días de prácticas de mar y los años navegando como piloto me dieron una visión mucho más realista, pero no menos intensa. Una de las cosas que descubrí pronto entre mis colegas marinos es que a casi nadie le interesaba el mar en sí mismo, es decir, su contemplación. Los oficiales de puente no tienen más remedio que observarlo 8 horas diarias, pero en general lo hacen de modo instrumental, como el camionero observa la carretera, procurando evitar los peligros. Lo mismo sucede con el cielo pues, al menos en mi época, debías utilizarlo como medio para hallar la situación del buque. El resto de la tripulación rara vez se asomaba a cubierta.
Sospecho que evitaban cobrar conciencia de su situación. En alta mar la soledad es absoluta, y un buque, por grande que sea, no pasa de ser un diminuto cascarón en la inmensidad de horizontes amenazantes que te rodean. Esa soledad puede producir angustia, y se prefiere evitarla concentrándote en las actividades del día a día, y después a dormir todo lo que se pueda. Sí, se juega a veces al dominó o a las cartas, pero no mucho. Y sí, también se bebe, pero a menudo como ayuda para entregarse al sopor de las horas de descanso. El resto de entretenimientos, como las películas, no tienen mucho éxito. No es extraño que en los cruceros de turismo la tripulación luche por todos los medios con la angustia de la soledad del mar entre los pasajeros. Se trata de mantenerlos ocupados en grandes grupos, aunque sea con las actividades más ridículamente infantiles, pues muchos se asustan de su situación.
Alta mar es cuando no ves tierra por ningún sitio. Para rodearse totalmente de horizonte hay que subir al sobrepuente, o al menos ir hacia la proa, donde también se disfruta de más silencio, por estar más alejados de la máquina y las vibraciones que produce. Me gustaba mucho frecuentar ambos lugares, aunque confieso que por poco rato. La popa es también interesante, pues puedes disfrutar de la estela que se extiende sin cesar, alejándote y acercándote a la vez, con su carácter de camino, de camino sobre la mar, que nunca volverás a pisar.
La mar es muy variada, los colores y las texturas cambian sin cesar, y los vientos rara vez te permiten disfrutar de mar totalmente llana, lo que se llama calma chicha, que era siempre mi favorita. Aun así, la contemplación de la inmensidad marina es siempre inquietante: como vislumbrar un monstruo invisible que acecha día y noche, capaz de tragarse cualquier buque sin el menor esfuerzo. Recluido en el interior te sientes más a salvo, aunque sea de modo engañoso.

Los temporales son cosa aparte; ahí sí que se siente miedo, por más que uno se sepa a bordo de un buque grande y seguro. El viento ruge y las olas se estrellan contra todo lo que sobresale, a menudo barriendo parcial o totalmente la cubierta. Apenas puedes tenerte en pie sin agarrarte a algo, y los pantocazos estremecen toda la estructura del buque, haciéndote percibir vibraciones de onda larga que se transmiten de proa a popa, como si amenazaran la aparente solidez acostumbrada. La experiencia, sin embargo, te permite habituarte incluso a ellos, al menos en cierto grado, refugiándote en una especie de seguridad inconsciente que te facilita el mantenimiento de las rutinas. Prefieres no pensar en lo solos que estáis montados en esa cáscara de nuez, y hacer como si no pasara nada.
Incluso un buque de 80 mil toneladas totalmente cargado se siente juguete de un buen temporal, o incluso de una buena mar tendida, heredera de aquel. Esa fue mi experiencia al doblar el cabo de Buena Esperanza. Para mi sorpresa, el buque era en buen grado juguete de las enormes ondas que lo hacían bailar, suavemente, al son de ocultos ritmos abismales.
Nunca tuve un naufragio, aunque me contaron algunos en primera persona. En uno de ellos hubo que abandonar el buque, cerca de la costa de la India, no recuerdo la razón, y embarcarse en los botes salvavidas, en los que tuvieron que adentrarse en un río y navegar por él durante varios días, casi sin comida. Al final los rescataron, pero la experiencia sin duda te debe marcar de por vida. En estos momentos, de tantas migraciones desesperadas por mar, estamos asistiendo a la muerte de miles de personas que naufragan casi sin ayuda, padeciendo sufrimientos inauditos.
La soledad se une pues al sentimiento de fragilidad, de vulnerabilidad, que en conjunto pueden hacer bastante daño, mentalmente hablando, aunque sea a largo plazo. En uno de los buques donde navegué me contaron que en la anterior campaña echaron en falta a un tripulante, al no presentarse a su guardia. Finalmente, alguien descubrió en la popa sus zapatillas, junto a un paquete de tabaco y un mechero: se había arrojado al mar de noche. En otro barco sucedió que un tripulante se comenzó a comportar de modo incomprensible, hablando con la salida de aire de los camarotes, donde decía oír voces. Lo encerraron hasta llegar a puerto, pues temían alguna locura.
El alcohol es un recurso muy usado, pero puede agravar casi cualquier situación hasta hacerla incontrolable. Yo mismo he asistido varias veces a maniobras en las que algún oficial no pudo cumplir con su tarea por hallarse totalmente borracho. O al caso en que tienes que mandar a dormir nada menos que a un timonel, por exhibir síntomas de similar estado. Incluso hay ocasiones en las que alguien se encierra en su camarote varios días, en una especie de borrachera continuada. Una vez un práctico italiano nos contó que, al desatracar un buque nórdico, tuvo que ordenar poca máquina al salir de la bocana, y disponer el piloto automático hacia alta mar, desembarcando sin ver a nadie: todos estaban tan borrachos que no podían tenerse en pie.

Navegué con un telegrafista joven, un chico sensible, tímido y algo asustadizo, que cayó de lleno en la bebida, hasta convertirse en alcohólico. Bebía solo ginebra, creo que en grandes cantidades. El pedido que hacía de entrepot se le acababa irremisiblemente antes de que llegara el momento del próximo. Al parecer no deseaba hacer un pedido demasiado grande, quizá confiando en que al tener menos se lo racionaría mejor: vano intento. El caso es que el pobre iba por los camarotes: “¿te queda algo de ginebra?”. No le valía otra cosa, así que lo pasaba mal. En la mesa de la cámara de oficiales, a la hora de las comidas, lo pasaba aún peor si cabe: casi no podía comer nada. Daba solo un par de cucharadas a la sopa, o ingería unas briznas de carne o pescado, y dejaba el resto. Estaba muy delgado y su piel había adquirido un tono muy pálido, ligeramente verdoso. El mal incluso afectaba a su trabajo: entregaba los textos de los telegramas con una letra temblorosa, a menudo mal redactados. Todos le apreciábamos, pero puede que fuera ya un caso perdido. No sé qué fue de él, pero no creo que nada bueno. Un ejemplo más del poder destructivo de la soledad en la mar.
Las juergas en puerto son un síntoma del embrutecimiento generalizado. Todo se resume entonces en esta tríada: comida, bebida y sexo, es decir, en los “placeres textiles”, como dijo una vez un colega con el típico gracejo del marino. Y claro que se puede comprender: apetece mucho divertirse justo de ese modo tras una larga singladura. Ves una chica guapa por la calle y se te cae la baba; te dan ganas de pararte y abordarla sin más. Pero es difícil, no hay tiempo para ligar, cortejar, hacer regalitos, etc., así que caes en el bar de putas, generalmente tras una buena comilona. Una vez allí, se bebe de lo lindo, se tontea, se alterna y algunos pican. Conocí un capitán que era famoso por sostener que, en lugar de tirar el dinero en bares de putas, lo mejor era cerrar uno y quedarse dentro con la cuadrilla: decía que salía más barato. Ignoro si el hecho de que fuera catalán puede contribuir a entender mejor su teoría. Otro del que me hablaron practicaba una variedad del “cierre”. Al parecer se sentaba al piano, con un puro en el culo, y acto seguido les alegraba la vida a los presentes con bonitas canciones bailables, hora tras hora.

Había destinos legendariamente ideales, como ciertos puertos brasileños. Yo nunca tuve la suerte de tocar ninguno, pero se contaban maravillas de la belleza y el calor de las chicas, y del modo en que acogían a los marinos. Lo mismo oí decir de los puertos polacos, donde algunos se ennoviaban rápidamente, arrollados por la dulzura de las chicas locales. Los barcos rusos llevaban mujeres a bordo. En Canarias veíamos muchos, y algunas de las mujeres, generalmente rubias, se dejaban ver un poco desde los muelles. Nos imaginábamos cosas terriblemente envidiables de la vida a bordo de aquellos barcos. Curiosamente, los rusos que veíamos por tierra iban vestidos todos igual: un grueso pantalón gris y una camisa blanca de manga larga. Iban generalmente cargados de paraguas y mantas, lo cual nos sumía en el desconcierto. Hoy ya hay mujeres en muchos barcos europeos, incluyendo los españoles, así que es de suponer que la vida a bordo será indudablemente más llevadera, signifique esto lo que se quiera.
La amargura, o algo parecido, llevaba a algunos a quedarse a bordo en puerto: habían perdido ya la curiosidad, lo cual disfrazaban con excusas peregrinas. En el caso de los puertos cubanos, en los años 70 pude comprobar que muchos no bajaban a tierra. Los más mayores lo justificaban dejándose llevar por prejuicios largamente mantenidos. Que si no merecía la pena, que si no había nada que hacer ni que comprar, ni siquiera putas, etc. Y si se te ocurría defender un poco la sociedad cubana de la época, señalando su espléndida sanidad y su sistema educativo, envidia de toda América, incluyendo EEUU y Canadá, te respondían que ya era así antes de la revolución, quedándose tan anchos con tan pedestre argumento. Lo más sorprendente es que se negaban a comprobarlo por ellos mismos. Es una muestra de la profunda naturaleza del prejuicio: no remite, por muchas pruebas palpables en contra que se acumulen.
En mi caso, aproveché los diversos viajes a Cuba para redactar un largo reportaje, recogiendo mucha documentación impresa y realizando numerosas entrevistas a la gente. Desgraciadamente mi trabajo quedó inédito durante muchos años, hasta hace bien poco. Leer, escribir y estudiar fueron mi tabla de salvación de la soledad. Embarcaba con una gran maleta de libros y, cuando los terminaba de leer, los enviaba a casa desde el siguiente puerto, donde si podía adquiría un cargamento similar. Asimismo, los estudios universitarios me mantenían ocupado, a menudo debiendo redactar trabajos que suplían mi ausencia de las clases. En una ocasión traduje un libro del inglés solo por el placer de practicar. Las rutinas intelectuales, los horarios fijos, y similares, son una vacuna contra el embrutecimiento.

En fin, la vida del marino es dura, sí, pero si sabes aprovecharla puede ofrecer cosas que compensan, e incluso pueden enriquecerte como persona. ¿Hay algo más bello que un amanecer en alta mar? Cuando haces la guardia de 4 a 8 tienes ocasión de disfrutar de muchos amaneceres, que a menudo son espléndidos, y siempre cambiantes. Asimismo, las estrellas y sus constelaciones frecuentemente ofrecen un espectáculo que es imposible disfrutar en tierra. En ocasiones puedes vislumbrar con bastante claridad incluso la Vía Láctea. La claridad y la distinción con la que se pueden observar los cuerpos celestes es a veces incluso sobrecogedora, y te hacen sentir partícipe de un universo algo más amigable que el que a veces te puede rodear, pues conoces algo de sus entresijos, que te generan expectativas rara vez decepcionantes.
Y ello sin olvidar la fauna que en ocasiones se puede observar. Haciendo las prácticas, y debido a mi costumbre de pasar ratos en la proa, pude a veces disfrutar de la compañía de bandadas de delfines. Algo incomprensiblemente se pegan al buque, como si lo quisieran guiar en la inmensidad marina, para que no se pierda, adaptando su velocidad a la del barco, como alegres de tener la compañía de los amigos humanos, que al final son primos hermanos mamíferos. En un par de ocasiones pude también observar pequeñas ballenas, con sus chorros verticales ruidosos y espectaculares, al soltar la respiración contenida al sumergirse. Asimismo, los peces voladores se ven con frecuencia en aguas cálidas. El modo en que alargan sus saltos moviendo sus aletas, devenidas alas, les permite realizar travesías aéreas de bastantes decenas de metros, a veces evitando las olas, para poder avanzar más, quien sabe con qué propósito. Aunque no alcanzan mucha altura, no es raro que algunos caigan en cubierta, sobre todo en buques muy cargados, con poco francobordo.
En realidad la navegación en un buque mercante, si te organizas, puede ser bastante gratificante, sobre todo si no se trata de viajes demasiado largos, con buen tiempo, y si el ambiente es pacífico. La tranquilidad a bordo es una semilla de inspiración. El célebre artista holandés Escher, el de los mundos imposibles, embarcaba por gusto en mercantes, donde trabajaba duramente haciendo bocetos, que después le servían para nuevas obras. Echo de menos aquellas horas de plácida lectura y escritura en un cómodo y tranquilo camarote, con horarios fijos de comidas, rodeado de mar por todos sitios. Confío en que antes de morir pueda hacer algún viajecito en un mercante como pasajero, para despedirme y retomar aquellas sensaciones, que recuerdo con algo de nostalgia.