Cuentan que un marino aborrecido de los barcos decidió alejarse del mar tierra adentro hasta donde nadie conociese qué eran los aparejos y material náutico que a propósito llevó consigo. Solo se paró a vivir allí donde le preguntaron qué eran esos objetos. A mitades del siglo XVI, dicho marino, de ser español, bien se habría quedado en Viso del Marqués, en La Mancha, tierra de secano sin ríos ni lagos, sin el actual embalse de la Fresneda. Viso está a 300 kilómetros del puerto fluvial de Sevilla y de Málaga y a bastante más de Cádiz y Cartagena. Pues bien, don Álvaro de Bazán Guzmán (1526-1588), el insigne e invicto almirante de la marina española no tuvo mejor ocurrencia que levantar allí un espectacular palacio, que por su factura y estilo correspondería a Génova, e incluso compite con algunos frescos manieristas del Vaticano. Asombroso de verdad.
De aquí los autobuses que llegan con atraídos visitantes a lo que, sin el palacio, podría estar en medio de la nada. También se explican los artículos publicados que loan sus maravillas. Son tan innumerables y excelentes que es ocioso intentar escribir otro más si, por ejemplo, Ramón Escobar Hervás tuvo la gentileza de colgar un reportaje en internet repleto de información y buenas fotografías (“Maravillas ocultas de España”, 03.12.2018). Mejor darle otro sesgo al narrar mi visita a Viso del Marqués, realizada un sábado de noviembre tras bucear durante unos días en el Archivo General de la Marina, para lo cual escribiré un artículo aparte.
Don Álvaro de Bazán era un andaluz de Granada, gozaba del heredado palacio paterno en dicha ciudad y del suyo propio en Génova y se podría haber conformado con acrecentar y acondicionar el caserón palaciego que su padre, también almirante, tenía en Viso al haber comprado la encomienda del mismo nombre a Carlos I (1539). Quería más. Muy entusiasmado con esa comarca debía estar el futuro primer marqués de Santa Cruz de Mudela, título concedido en 1569, con grandeza de España (1571), para levantar allí un deslumbrante palacio. Y no es que él estuviese jubilado o hubiese dejado el mar por otros motivos. ¡Qué va! Lo empezó en 1564 cuando su armada estaba en pleno fragor contra el turco, el francés y el inglés, más los piratas berberiscos y, ya puesto, también en las sierras contra los moriscos/sarracenos de las Alpujarras.

No se paró en barras para sufragar el palacio. Se fue deshaciendo de los dos que tenía, desinvirtió en otras posesiones y compró todo lujo y arte a que tuvo acceso durante la década que residió en Génova, base de las galeras imperiales en el Mediterráneo. Es complicado explicar por qué don Álvaro de Bazán erigió en Viso tan magnificente palacio. No sirve decir que dicha localidad estaba equidistante de los apostaderos de la Armada en la Península, de algún modo también de la entonces española Lisboa (600 km), y a 220 km. de la Corte. El palacio semeja todo menos un cuartel de la Armada, por lo que residir en Viso suponía no estar en ninguna parte en las que debería estar un almirante envuelto en mil batallas y con bases e intereses marítimos también en Italia, Países Bajos y América. Para salir del paso de la pregunta capciosa, los viseños han sido ingeniosos para contestar que don Álvaro se hizo allí el palacio “porque pudo y porque quiso”. Y a callar. Lo asombroso del caso es que esta localidad está marcada por decisiones, algunas notorias, de quienes las tomaron porque les dio la real gana. Ni hay que esperar a ver la primera de ellas a cuando se llegue a esta ciudad de más de dos mil habitantes.
La sorpresa salta ya a seis km. en el desvió de la carretera nacional que conduce a Viso. Allí arranca una comarcal de la que solo derivan vías locales y, sin embargo, sin venir a cuento aparece el mástil/palo de señales, el ancla con un tramo de cadena y dos proyectiles de gran calibre del minador/dragaminas MARTE (1938-1971). Inaudito. ¿Qué hacen allí? Están en Almuradiel, pero algo así solo puede estar relacionado con la caja de asombros que es Viso del Marqués, por aquello de que su palacio es patrimonio cultural de la Armada. Aun así, hay que retorcer mucho los motivos para justificar en la Mancha esa conspicua representación de gris naval dedicada a “todos los que sirvieron en el Minador MARTE”, auspiciada por la Milicia Naval Universitaria e inaugurada en 1973 por el ministro Barrera de Irimo con el peregrino argumento del “especial relieve del monumento tierra adentro, en el límite de Castilla y en plena llanura manchega, una encrucijada de caminos que van y vienen del mar”.

Y lo bien conservado que está, todavía se podría engalanar izando las banderas y bolas del código de señales, como lo estuvo y se ve en algunas fotos antiguas. No en vano este conjunto monumental, con su mástil sobre una creativa peana de hormigón, mantiene las cornamusas donde afirmar las drizas, y hasta preserva la luz de posición de proa. Sería espectacular hermosearla; a lo lejos aún daría más la alucinante impresión de que un barco navega por la ruta del Quijote.
Todavía estaba dándole vueltas al estrambótico mástil cuando un joven, con sus dos hijos pequeños a bordo, me invitó a subir al coche para dejarme en Viso. Venía desde Málaga a recoger dos perros de caza que había comprado en Puertollano. Esta afición/deporte podría ser una de las claves que expliquen el interés de don Álvaro de Bazán por residir en tierras manchegas. De hecho, justo llegar a El Pradillo (plaza central) de Viso me topé con una furgoneta grande repleta de jaulas con perros de caza. Esto hoy, con lo esquilmada que está la fauna cinegética. Pero, en tiempos del almirante, de caza mayor y menor, toda la que el primer marqués de Santa Cruz quisiera y pudiera cazar.
De sorpresa a sorprendente
En espera de los horarios de visita, entré a desayunar en el bar restaurante más cercano al palacio y a la parroquia. Y ¡Oh sorpresa! Ni que hubiese llegado a Bilbao. La dueña del establecimiento, vizcaína con raíces en el Viso, lo tiene decorado con la ikurriña, fotos de la Ría… y motivos vascos. Podría esperarse que hubiese puesto atractivas imágenes de Viso, por lo menos alguna del palacio, como hacen en la competencia (“Los Leones”, “Pinky”…). Pero no; ella pudo y quiso hacer la suya para mayor gloria de Bilbao en La Mancha. Es que son así, si ya de entrada nacen donde quieren.

La mañana plomiza aconsejaba retrasar la visita al palacio del marqués de Santa Cruz por si luego escampaba algo y se pudiera admirar los frescos resaltados con más luz. Así que recalé para hacer tiempo en el Museo de Ciencias Naturales AVAN. Tampoco resultó lo esperado. Poca broma. Se supone que una pequeña ciudad tendría un comedido o ningún museo al respecto. Sin embargo, es una colección privada de gran mérito, sobre todo por los minerales y rocas expuestos en una sala con 60 grandes vitrinas y 50 paneles de infografía. Las otras salas no tienen tanto empaque, aunque las dedicadas a las 1.800 mariposas, a los fósiles marinos, a los corales y a las setas… son llamativas, y no menos la taxidermia de caza mayor, de águilas, serpientes… y de un protegido lince. Para mayor asombro, este museo se nutre del entusiasmo de unos viseños que en 1988 se remangaron sin ánimo de lucro para fomentar el interés y el estudio a favor de la conservación de la naturaleza.
Llama la atención que en tres décadas hayan logrado este relevante museo con solo donaciones. De radicar en Pradillo, sería bastante más visitado, pero está en la calle Real que desde finales del siglo XVIII ya no es lo que era: el Camino Real de obligado paso entre Castilla con Andalucía. Por una vez, el manido “porque pudo y porque quiso” jugó en contra de Viso. Carlos III trazó el nuevo Camino Real pasando por Despeñaperros, dejó así de lado a Viso del Marqués a favor de Almuradiel, un poblado de nueva creación embellecido solo con una iglesia neoclásica de buena factura. Si Viso tuviese hoy el triple de habitantes que llegó a tener hace 70 años, la calle Real sería hoy una concurrida vía comercial. No es el caso. Cuenta con el Museo de Ciencias Naturales, la Oficina de Turismo, la Biblioteca, algunos bares y tiendas, pero la heredada amplitud del Camino Real sirve, sobre todo, para que el vecindario aparque el coche sin problemas.

Una deslumbrante visita
Hubo que claudicar. No hubo más remedio que ver el palacio del Marqués de Santa Cruz en una mañana que amenazaba lluvia de un momento a otro. Aún con todo, los grupos de una treintena de visitantes se fueron llenando por encanto como si fuera tan fácil llegar allí. Ni el covid, ni el tiempo desapacible, ni la falta de guiris impidieron que el palacio se viese concurrido, incluso a tope cuando el grupo entraba en alguna relativamente pequeña estancia o cámara surtida de muebles, cuadros, armas, objetos… relacionados con la Marina. A fin de cuentas, el palacio es también museo, aunque con menos maquetas de barcos que antes para dejar espacio a los turistas, a tono con unas visitas que priman lo apacible. Empezando con el guía, quien a pesar de los años que lleva explicando lo mismo, su tono no decae, tampoco su interés por atender lo que le requieran. Narra cada espacio durante unos dos minutos, muy en especial los frescos, desdeñando algo el resto; y luego deja estar para que cada cual deambule a su modo, pregunte a demanda y se tome su tiempo para sacar las fotografías que quiera. Son aspectos que remarcan la armonía de la visita.
La sensación es que, a pesar de que la gira dura algo menos de una hora, es tiempo suficiente para disfrutar de todo sin agobios y hasta teniendo la oportunidad de quedarse transpuesto ante la continua maravilla que ofrecen 8.000 m2 de magistrales frescos, también en un día sin la deslumbrante luz que resalta las coloristas escenas que invaden todo. Casi todo, porque por el palacio han pasado las guerras de Sucesión, de la Independencia, la Civil y encima fue tambaleado por el terremoto de Lisboa (1755). Sin embargo, una cuidada restauración por parte de la Marina ha bastado para remozar su esplendor. Solo en el techo del Salón de Honor no se pudo hacer nada porque el terremoto desplomó todos los frescos que, es de suponer, escenificaban la batalla de Lepanto.

Evito explicar los motivos alegóricos y míticos que componen los temáticos frescos, en ocasiones presentados con la aparente profundidad que ofrecen los trampantojos simulando ventanas, columnas, cuadros… Está más que publicado por los expertos de arte y arquitectura. Por mi parte apuntaré los temas náuticos, como que en dicho Salón de Honor está la engrandecida maqueta del bergantín ISABEL II. Este fue el último velero puro de guerra que construyó la Armada española (El Ferrol, 1854) y se botó cuando los buques de vapor la habían dejado tan obsoleta que en 1861 se le dio de baja sin apenas entrar en servicio. De hecho, la última batalla naval estilo Trafalgar, a lo Gravina y Nelson, se libró en la guerra de Crimea (Sinope, 30.11.1853). El bergantín ISABEL II cerró, pues, el milenario periodo de veleros de guerra a los que España debe su grandeza.