Si una sociedad quiere ser respetada debe comenzar por respetarse a si misma y, para respetarse, debe conocerse bien. Aquella máxima, creo recordar que atribuïda a Sócrates, de conócete a tí mismo, es también aplicable a las colectividades humanas de todo tipo y por supuesto a los países. En el caso de éstos, ello implica entre otros factores conocer su realidad social actual… y pretérita; en otras palabras, conocer bien su historia.
¡Conocer la historia, una tarea ardua! Requiere estudiar textos, a menudo poco amenos, tanto los escritos ahora mismo como los que proceden de siglos anteriores. Y, además, resulta indispensable viajar en el tiempo, situarse en el contexto de cada momento, ponerse los anteojos adecuados para que las cosas y los hechos pasados no resulten distorsionados por la visión que en la actualidad tenemos de las cosas que vemos y de los hechos que estamos viviendo. Algo que los investigadores solventes saben sobradamente y algo que los populistas, “cuñados” de diverso pelaje y periodistas sensacionalistas ignoran o desdeñan.
William Ewart Gladstone (1809-1898) es uno de los estadistas británicos que, tanto en su época como hasta nuestros días, ha recibido un mayor reconocimiento. Estudió en el exclusivo colegio de Eton y en la universidad de Oxford. Fue primer ministro liberal durante el reinado de la reina Victoria en cuatro ocasiones, catorce años en total. Se sabia y se sabe que su padre, Sir John Gladstone, amasó una gran fortuna en las Antillas británicas con sus plantaciones trabajadas inicialmente por esclavos africanos. Cuando la esclavitud fue abolida, contrató trabajadores “libres” procedentes de la India, a los que nunca pagó los salarios estipulados en sus contratos.
¿Alguien, en la Gran Bretaña, se ha mostrado partidario de execrar la memoria de William Ewart Gladstone, en base a unos antecedentes familiares que él no podia ignorar? ¿Se ha propuesto que se retire su estatua que junto con la de su gran rival, el conservador Benjamin Disraeli, flanquean la puerta de entrada de la Cámara de los Comunes? Que yo sepa, nadie lo ha hecho.
Tres de los cuatro primeros presidentes de los Estados Unidos: Washington, Jefferson y Madison, fueron propietarios de plantaciones y de esclavos. En su tiempo, ello no tenía nada de particular y, en consecuencia, ese lamentable dato de sus biografías se relativiza mucho a la hora de valorar sus figuras como políticos. Y ello, como en el caso de Gladstone, es así porque se examinan los hechos, como indicábamos más arriba, con los anteojos adecuados.
Pero si hace años se popularizó un eslogan turístico, Spain is different, ahora podemos también afirmar que Catalunya és diferent. Esta afirmación viene al hilo del reportaje emitido hace unas semanas por TV3 bajo el título de “Negrers” y que aborda, con brocha gorda, demagogia a manta y generalizaciones absurdamente injustas, la cuestión de los comerciantes, navieros y marinos catalanes que, durante el siglo XIX y hasta 1875, real o presuntamente, hicieron fortuna con el ilegal tráfico de esclavos africanos a Cuba. Una cuestión que, si queremos respetarnos a nosotros mismos como país y que los demás nos respeten como solicitábamos al principio, merece y debe ser tratada con el mayor rigor y los mínimos prejuicios políticos posibles.
Pero, por ahora, no hay nada de eso. Ahora, fruto de la peculiar corrección política impuesta por los sectores políticos de los que son exponentes insignes estadistas locales como la señora Ada Colau o la señora Eulàlia Reguant, lo que se estila es la brocha gorda o, como se dice en catalán, el broc gros del porrón de la condena indiscriminada y con carácter retroactivo de todo lo que tenga alguna relación con la perversa burguesía y, como consecuencia al parecer ineluctable, la autoflagelación colectiva. ¡Y luego nos lamentamos que los demás no nos respeten, “nos tengan manía”!.
En “Negrers” se empieza mostrando un mapa de Cuba con una media docena de nombres de presuntos traficantes catalanes de esclavos en La Habana, Matanzas y Santiago de Cuba. Más adelante, en el transcurso del reportaje, se citan tres o cuatro nombres más. También se muestra un mapa de África con otros siete u ocho nombres de catalanes que se afirma estuvieron al frente de las “factorías” donde se agrupaban los esclavos para su posterior embarque hacia América.
En el reportaje se entrevista a cuatro historiadores y diversos periodistas, éstos por lo general muy jóvenes. Entre los historiadores, los más beligerantes son el profesor Martín Rodrigo y el alemán Michael Zeuske. Este último llega a afirmar, paseando por la Rambla con el presentador del programa –de origen africano, para añadirle más dramatismo- que “Todo esto que vemos está construido con sangre humana, sobre las espaldas de los esclavos negros”, aunque luego rebaja tal grosera generalización al admitir que el influjo en la revolución industrial catalana de los capitales fruto de la trata de esclavos puede haber llegado a ser, como mucho, del 30%. Algo que los datos académicos contrastados de que se dispone acreditarían también respecto a los procesos de industrialización decimonónicos en Asturias y el País Vasco.
Al profesor Zeuske cabría señalarle que si hubiese visitado Barcelona con anterioridad a los fastos olímpicos de 1992 desde su Alemania Oriental natal, hubiera visto los mismos suntuosos edificios de origen burgués pero que, paralelamente, los únicos edificios de una cierta entidad o monumentos de mérito que habría podido contemplar y cuya construcción hubiese sido financiada por el Gobierno de España en los últimos 500 años eran el gobierno civil (ex aduana) de la plaza Palau, los escasos restos de la Ciutadella y la cárcel Modelo.
También afirma este profesor germano que la trata de esclavos involucró a unos 1.400 barcos de vela catalanes, con sus correspondientes capitanes, pilotos y tripulantes, muchos miles de personas que –segun él- se enriquecieron con la trata. Hace un siglo, el que fue director de la Escuela de Náutica de Barcelona, Josep Ricart y Giralt, toda una eminencia en la materia, publicó el libro “La edad de oro de la marina velera catalana”, donde relaciona todas y cada una de las fragatas, corbetas, polacras, bergantines y goletas de más de 20 toneladas construidas en Catalunya en el siglo XIX. Son exactamente 734 buques. ¿De dónde saca el señor Zeuske los 666 restantes?. Por otra parte, sabemos que la inmensa mayoría de esos 734 veleros se construyeron para exportar los productos catalanes a América (singularmente a Cuba) y para importar el algodón que la floreciente industria textil precisaba, para tráficos perfectamente honorables. Ello era incompatible con el tráfico negrero. Un barco que hubiese embarcado en un sólo viaje 400 o 600 seres humanos hacinados en sus bodegas quedaba tan contaminado que no podía ya ser dedicado en lo sucesivo a cualquier otro tipo de transporte. Según numerosos testigos, un barco negrero se podía oler a millas de distancia.
¿Que hubo barcos negreros catalanes? Sin duda alguna, pero no tantos como se nos quiere hacer creer. Si los miles de marinos de la costa catalana a los que señala con el dedo el señor Zeuske se hubiesen enriquecido, hoy El Masnou, Torredembarra, Sitges, Arenys, Blanes o Palamós, rivalizarían en inmuebles suntuosos con Mónaco o Biarritz. Hay allí algunos, por supuesto, pero bastantes menos que en Cádiz, Asturias, Bizkaia o Cantabria, por no hablar de Nantes, La Rochelle, Burdeos o la campiña inglesa. La marina velera catalana, en su máximo momento de pujanza sólo representó un 25% de la flota mercante velera española. Sólo del Masnou salieron a la mar varios centenares de capitanes y pilotos. La inmensa mayoría, por no decir casi todos, se dedicó a tráficos y navegaciones honrados. La única mancha negra de la cual hay certeza es el tristemente famoso Joan Maristany (alias “Taro”) cuyas fechorías en el Pacífico ha relatado quien escribe estas líneas en la novela “Ojos que miran al cielo”.

Resulta interesante leer los informes anuales que el delegado británico en el Tribunal Mixto de Sierra Leona para la represión de la trata envió a Londres entre 1839 y 1848, accesibles en Internet. Según dichos informes, durante esos diez años fueron interceptados por la Royal Navy alrededor de 200 barcos negreros. Aunque muchos de ellos carecían de documentación ni bandera para evitar ser identificados, los británicos no tenían gran dificultad, por el tipo de construcción, por la procedencia de los tripulantes u otros indicios, en deducir su nacionalidad real e incluso su origen concreto, su puerto de matrícula. Sólo una cuarta parte de los buques interceptados serían de propiedad española y, de ellos, sólo se menciona un barco de Barcelona y otro de Mataró. No olvidemos que se estima que la Royal Navy sólo apresaba uno de cada tres barcos negreros pero, vista la estadística de dichos informes, no hay por qué pensar que los capitanes españoles eran más listos, a la hora de evadir el bloqueo inglés, que los norteamericanos, brasileños o portugueses. En dichos informes, además, se menciona a los dirigentes de las “factorías” en África Occidental. No aparece ningún nombre catalán (aunque los hubo, como Francesc Canela, Bonaventura Vidal, Domènec Mustich, Cristòfol Roig o Pere Sala, quizá por pertenecer a otras épocas) pero sí aparecen insistentemente los de los dos negreros españoles más relevantes de toda la centuria: el malagueño Pedro Blanco Fernández de Trava y el alavés Julián Zulueta (alcalde de La Habana y “factotum” del esclavismo cubano), junto a los franceses Theodore Canot y Louis Lamaigniere. En el informe del año 1844, el comisionado inglés señala:
Parecería que el comercio de esclavos cubano, que bajo la honorable administración del Capitán General don Jerónimo Valdés casi había sido aniquilado, se ha vuelto a incrementar en grado lamentable debido, sin duda y en gran medida, a la protección y apoyo a los traficantes de esclavos del menos escrupuloso Capitán General Leopoldo O’Donnell
¿Va a retirar el Ayuntamiento de Madridel nombre de este famoso espadón decimonónico del callejero de la capital? Sería de ilusos esperarlo, al menos hoy por hoy.
Una vez reivindicado, en nuestro modesto parecer, el papel del grueso de los marinos mercantes, veamos el caso de los catalanes radicados en Cuba. Durante el medio siglo posterior al Real Decreto de 1778, que abrió las colonias americanas a todos los puertos españoles, emigraron a las Antillas españolas unos ocho mil catalanes, básicamente hombres. El mayor flujo migratorio ocurrió en el bienio 1827/28 a causa de la crisis económica y agrícola en el Principado y a ellos cabría añadir los que, originalmente instalados en México, se refugiaron en Cuba tras la independencia del país azteca. En 1898, en el momento de la independencia cubana, eran seis mil. En conjunto no era una cifra significativa respecto al total de población cubana de origen europeo –un máximo del 15,6% en 1860- pero pronto lo sería en el ámbito comercial, industrial y cultural. En este contexto, un poco más de una docena de nombres, ni que fuesen varias docenas, no permite hablar de Una Catalunya botxí d’altres pobles (Una Cataluña verdugo de otros pueblos), como se hace en el reportaje que comentamos. Como ha escrito el profesor Joan M. Ferrán Oliva: De todo hay en la viña del Señor y, entre los miles de personas que se establecieron en Cuba las hay de todo tipo: muchas pasaron por la vida sin pena ni gloria; otras merecen la beatificación; algunas, la absolución y no faltan las que acabaron en el sumidero de la Historia. Afortunadamente, no hay demasiadas de éstas últimas.
Un clérigo francés instalado en Cuba escribió: “Los catalanes llegan pobres, comienzan en una tienda de seis a ocho pies cuadrados; viven de galletas y levantan por su paciencia, industria y economía una fortuna”. A esto cabría añadir el testimonio de una aristócrata cubana, la condesa de Merlin: “No hay pueblo en La Habana: no hay más que amos y esclavos. Los primeros se dividen en dos clases: la nobleza propietaria y la clase media comerciante. Ésta se compone en su mayor parte de catalanes que, llegados sin patrimonio a la isla, acaban por hacer grandes fortunas, comienzan a prosperar por su industria y economía, y acaban por apoderarse de los más hermosos patrimonios hereditarios, por el alto interés a que prestan su dinero”. En nuestros días, es frecuente la frase “Voy al paki de la esquina a por cervezas”; en la Cuba del siglo XIX era “Voy al catalán de la esquina a por velas y harina”
El intelectual cubano de aquella época, José Antonio Saco López Cisneros, escribió una “Memoria sobre la vagancia en Cuba” que resultó premiada por la Sociedad Patriótica de la Habana en 1831. Según este escrito, los juegos de azar, las apuestas de todo tipo y las loterías, acompañados por una alergia al trabajo, hacían terribles estragos entre la sociedad blanca cubana. Los hidalgos criollos, no sólo reputaban que el trabajo era un desdoro para su alcurnia, sino que se jugaban sus peculios y bienes a los naipes o riñas de gallos. En este contexto, no es de extrañar que bastantes plantaciones e ingenios, acabasen en manos de los frugales inmigrantes catalanes. Y naturalmente, con estas plantaciones e ingenios, los esclavos que allí trabajaban.
Volviendo al reportaje “Negrers”, es preciso mencionar al profesor Martín Rodrigo, cuya fijación con los negreros catalanes, tanto reales como supuestos, es notoria. Como marino, me resulta curiosa su afirmación, en una entrevista, de que los capitanes actuaban de “jefes de seguridad” del armador en los veleros de la trata. ¡Hombre, eso es como decir que, en un quirófano, el cirujano es el director de la orquesta de anestesistas y enfermeras! Como el profesor Zeske, Rodrigo también establece una relación directa entre la trata y la revolución industrial catalana, aunque él mismo luego se contradiga cuando, al entrar en detalle caso por caso, resulte que la inmensa mayoría de los indianos ricos que regresaban de Cuba no invertían en industrias, sino en banca y en el siempre lucrativo negocio del ladrillo; o sea, en aquellos años, en la construcción de casas de vecinos en el naciente Eixample barcelonés. ¡Se comprende!; después de años trabajando o comerciando en Cuba y habiendo empezado allí desde cero, al regresar al terruño con los bolsillos llenos, a buen seguro apetecería más vivir de renta que arriesgar los capitales en crear empresas industriales de porvenir incierto.
Pero, claro, con este tipo discursos de Zeuske o Rodrigo el daño ya está hecho, dado que la burguesía y el emprendimiento catalanes han estado siempre en el punto de mira de ciertos sectores de la sociedad española. Corren por Youtube unos videos de un historiador aficionado donde se afirma que la industria textil catalana se creó con algodón cultivado en Cuba por esclavos, en haciendas de industriales catalanes y, por lo tanto, conseguido a módico precio en una especie de economía circular. Nada más falso. Jamás se cultivó algodón en Cuba en cantidades mínimamente apreciables. Lal falacia de ese aficionado, malintencionada o no, procede de que, para ahorrar en aranceles aduaneros, resultaba ventajoso importar el algodón norteamericano desde La Habana y luego reembarcarlo hacia España. Como también cierta prensa de Madrid, hace un tiempo, publicó como un gran notición que el tatarabuelo del president Artur Mas fue capitán negrero; ni siquiera el gran poeta Salvador Espriu se ha salvado de la hoguera purificadora. No obstante, resulta que entre quienes se enriquecieron de verdad con la trata de esclavos, figuran de forma muy conspicua muchos miembros de la rancia aristocracia mesetaria española, y la mismísima reina regente María Cristina de Borbón, viuda de Fernando VII, con su segundo marido el duque de Riansares. Pero eso no es notición, ni siquiera es noticia.
No se trata de argumentar contra ciertos prejuicios, en este caso antiburgueses y catalanófobos, en base al “¡Y tú, más!”, pero si de acotar los temas a sus límites más estrictos o, cuando menos, razonables.

En “Negrers”, por ejemplo, se menciona con cierta insistencia el nombre de Josep Xifré Casas, naturalmente como posible negrero. Un hombre, hijo y nieto de marinos, que emigró adolescente a Cuba en 1789 y se trasladó a Nueva York en 1823, o sea antes del gran auge del tráfico ilegal de esclavos africanos a la isla antillana, que se produjo entre 1825 y 1860. Se enriqueció, durante sus años en La Habana, al obtener la exclusiva de la exportación de cueros, pero el grueso de su inmensa fortuna se forjó mediante sus actividades bancarias y bursátiles en Nueva York. ¿Que, en ese ámbito, tuvo contactos o concedió créditos a esclavistas norteamericanos? Es muy posible, incluso probable, que tal cosa sucediese, ya que vivió en Estados Unidos en una época donde ello era plenamente legal. Regresó a España en 1831 e invirtió gran parte de su fortuna (una de las más grandes de Europa, se dijo entonces) en propiedades inmobiliarias y en la construcción del Canal de Suez por su amistad con Ferdinand de Lesseps, cónsul francés en Barcelona. Hizo construir el primer bloque de casas con agua corriente y gas de Barcelona, los porxos d’en Xifré (porches de Xifré) del paseo de Isabel II y la plaza Palau. Lo significativo del caso es el detalle de que las fachadas de esas casas están repletas de signos masónicos y teosóficos. Si Josep Xifré era un acendrado masón, como todo parece indicar, dicha condición es difícilmente compatible con la de traficante de esclavos, dado que los masones estuvieron siempre a la vanguardia del abolicionismo.
Para terminar con un detalle jocoso, quien escribe estas líneas recomendaría a los productores de “Negrers” que la próxima vez que emprendan el rodaje de otro reportaje destinen más presupuesto al vestuario. Resulta, como mínimo, insólito que el negrero de Sant Feliu de Guixols que aparece en las diversas dramatizaciones aparezca siempre con la misma levita, el mismo chaleco y la misma corbata año tras año, aunque se nos diga que en el interín se ha hecho millonario. Los catalanes tenemos fama de agarrados, pero, ¡caramba! nos compramos ropa de vez en cuando…