Los movimientos de personas de un territorio a otro en busca de mejores condiciones de vida o huyendo de catástrofes naturales, de violencia y de guerra, es un fenómeno tan antiguo como la vida humana. La Historia nos muestra un continuo de desplazamientos de Norte a Sur, de Este a Oeste, y viceversa, muchas veces en forma de fluido tranquilo y otras en forma de hordas conquistadoras. Salvo las grandes masas de refugiados expulsados de sus hogares por las guerras, más cruentas cuanto más localizadas, que ocupan el espacio de alguna foto y a veces una información a tres columnas (o 15 segundos de televisión), el sufrimiento de las personas migrantes no suele ser noticia. Incluso el impacto de 60 cadáveres hallados en la caja de un camión abierto en el puerto de un país europeo, con africanos o asiáticos que pretendían entrar en la mitificada Europa, deja de ser noticia al cabo de dos días.
Sin embargo, a partir de 2015, con la difusión de imágenes conmovedoras de niños fallecidos en su camino hacia Europa (particularmente la extraordinaria fotografía de Alan Kurdi), la situación cambió y la migración por vía marítima se convirtió en pasto diario de la opinión pública europea. Alan Kurdi tenía 3 años, formaba parte de un grupo de treinta sirios que pretendían llegar a Grecia desde las costas turcas a bordo de un pequeño bote que naufragó al poco de zarpar. Con él murió su madre y su hermano Galip de cinco años. Era una historia nada excepcional. La guerra civil siria había provocado millones de refugiados, entre ellos centenares de miles de niños y de personas indefensas y vulnerables -mujeres embarazadas, ancianos y hombres y mujeres con alguna discapacidad- que terminaban su periplo en el horror del frío y el hambre en campos de internamiento. Y esa era sólo una guerra más, simultánea a las que asolan el cuerno de África y contemporánea con la crueldad sanguinaria de algunos Gobiernos y de los tifones, terremotos y tsunamis que provocan la estampida de quienes todo lo han perdido. Pero la foto de Alan Kurdi, tendido boca abajo en una playa, las olas rozándole los pies desnudos -repito una fotografía conmovedora ante la cual era imposible no ser golpeado por la piedad- se convirtió en un aldabonazo mediático. Se había inaugurado el tiempo de las noticias sobre los emigrantes por vía marítima.
EL VIEJO TIEMPO DE LAS PATERAS
La existencia de pequeñas embarcaciones, que alguien bautizó como pateras, aunque en unos casos eran botes, en otros lanchas o esquifes y en otros viejos pesqueros inservibles para faenar, pero aptos para un viaje de corta duración y mar en calma, llenos de gente que desde el norte de África intentaban alcanzar las costas españolas, las más cercanas, constituye una historia con muchísimos años de vida y de muerte. Algunas de estas embarcaciones, de las que desconocemos el número de ocupantes, naufragaron por impericia o mal tiempo. Hubo casos, descubiertos al cabo de muchos días, cuando alguien reparó en ese bote varado en una playa de Cádiz, Málaga o Almería, de los que se ignora cuantas personas iban a bordo y qué ha sido de ellas. Y por supuesto hubo un amplio abanico de experiencias policiales, en mar y en tierra, cuando la patera era interceptada y detenidos sus pasajeros por violar las leyes de inmigración.
En un Estado de Derecho, aún muy imperfecto, la inmigración ilegal constituye un problema y un dilema. Los inmigrantes no son delincuentes a los que se puede privar de libertad; todo el mundo comprende que su único delito es haberse saltado las medidas administrativas que imponen todos los países del mundo -sin excepción que yo conozca- para evitar la entrada de personas ajenas. Repatriarlas no resulta nada sencillo. Por lo general, los inmigrantes ilegales ocultan su identidad y su edad para evitar que los deporten. De los que se conoce de forma fehaciente su nacionalidad, hay que acordar con su país de origen que los readmitan y, claro está, todos los gastos de la repatriación corren a cuenta del Estado en el que los emigrantes han podido entrar. Esa compleja situación explica de una parte el escaso celo de las fuerzas policiales por asegurar el control de quienes ya están dentro; y por otra parte, la obsesión, bien visible en las vallas de Ceuta y Melilla o en el muro de Trump, por impedir que los potenciales inmigrantes pongan un pie en el país.
Desde la perspectiva marítima, la foto de Alan Kurdi abrió una nueva era en la migración por mar. Un empresario avispado y con pocos escrúpulos, que se dedicaba en Cataluña al salvamento de bañistas en las playas, atisbó un buen negocio, con beneficios para su ego y para su economía, en la explotación del impacto emocional que había causado la fotografía del niño sirio, a la que siguieron un alud de imágenes e historias, algunas muy viejas, que ahondaban y extendían las emociones. Había que evitar más niños muertos. Había que salvar sus vidas. De eso hizo el catalán Oscar Camps un negocio fácil y de pingües beneficios.
Esa nueva situación en Europa, con el voluntarismo solidario en plena efervescencia, armando barcos y poniendo recursos al servicio del rescate de los emigrantes que utilizaban el mar para llegar al sueño europeo, no pasó desapercibida para quienes desde las costas africanas se dedicaban a satisfacer la demanda de transporte de los emigrantes, empresas que hasta ese momento reparaban viejos esquifes comprados de ocasión, los ponían a son de mar con un patrón a sueldo y vendían el mayor número de plazas posibles a quienes podían pagar el precio desorbitado que exigían. Empresas que habían de actuar con enorme sigilo desde Marruecos, pues las fuerzas de seguridad del reino alauita las perseguían para extorsionarlas y estaban en continuo riesgo de ser desmanteladas y sus gestores detenidos; lo mismo pasaba en Túnez y en Argelia, aunque con matices e intensidad diversa. No se conocían casos desde Libia, donde la vieja dictadura de Muamar Gadafi, y la larga distancia hasta las costas europeas más cercanas, impedían o hacían muy costoso ese tráfico.
Pero desde finales de 2015, las empresas dedicadas al lucrativo tráfico de personas entendieron que el buenismo emocional que había explotado en Europa les facilitaba el negocio. Ya no había que acondicionar un barco con un patrón al frente para conducir a los emigrantes hasta un paraje desprotegido de las costas españolas. Era suficiente con meter a los pasajeros hacinados en una embarcación cualquiera y esperar que los recogieran los servicios oficiales de salvamento o esos barcos dizque solidarios que los desembarcaban sin problemas en puertos europeos. Habían logrado el sueño de toda empresa ilegal: transformar su actividad en un bien necesario, algo así como si los traficantes de drogas pasaran de delincuentes a benefactores. Los traficantes de personas que operan en el norte de África ya no embarcaban emigrantes ilegales, sino náufragos que debían ser rescatados obligatoriamente por cualquier barco que los avistara.
LAS MUERTES ALIMENTAN EL NEGOCIO
Ahora bien, esa conversión milagrosa -un fraude de ley en toda regla- tenía enormes riesgos. Para que un buque mercante, pesquero, de recreo o militar considerara una obligación socorrer a los ocupantes de la patera, ésta había de estar en peligro real e inminente de hundirse, pues en caso contrario su único deber era avisar a las autoridades del país más próximo de la existencia de una embarcación cargada de personas, claramente ilegal pues no cumplía requisito alguno de los muchos que ha de observar el transporte de pasajeros. De modo que la actividad de esas empresas tropezó con algunos percances: pateras que se hundían sin que nadie las viera provocando la muerte de todos o la mayoría de los pasajeros. No podemos descartar que algunos de esos accidentes fueran provocados inencionadamente a fin de alimentar el sentimentalismo de la opinión pública europea.
La nueva situación permitía además operar desde Libia, sin autoridad estable desde la muerte de Gaddafi en 2011, pues ahora ya no era necesario llegar a las costas europeas. La existencia de un grupo de organizaciones y empresas privadas dedicadas a recoger a los emigrantes hacía innecesario el largo viaje. Con el tiempo, los traficantes de personas afinaron su negocio. Utilizaban unas lanchas neumáticas de grandes dimensiones (los llamados gomones), construidas sin observar ningún requisito técnico y de seguridad, en la que embarcaban a cuantas personas caben bien apretadas. Les decían que en tan sólo unas horas serían transbordados a un barco seguro y bien pertrechado
EL NEGOCIO DE LOS SALVA-VIDAS
Por su parte, las organizaciones y empresas que recogen a los emigrantes del gomón para trasladarlos a un puerto europeo, también han afilado sus armas. Repiten hasta la saciedad que ellos salvan vidas, ellos rescatan náufragos en cumplimiento de la ley del mar; ellos, en fin, se sacrifican y luchan para evitar que el Mediterráneo se convierta en Mauthausen. Y el discurso les ha resultado muy rentable, pues han sacado subvenciones y donaciones de muchas personas y de no pocas instituciones, de forma que pueden cobrar sueldos muy por encima del mercado y consolidar proyectos empresariales paralelos. Pongamos que hablo del grupo Proactiva Open Arms que dirige el señor Camps.

Oscar Camps y su subvencionadora Ada Colau
¿Cómo acabará este fenómeno? Probablemente decaerá poco a poco hasta sumirse en el olvido. Los medios de comunicación apreciarán el creciente desinterés de la opinión pública, a la que nuevos sucesos, nuevas historias y nuevas noticias ocuparán su atención. Por supuesto, seguirán las migraciones hacia Europa durante los próximos años y los traficantes seguirán en su negocio, sea volviendo al régimen anterior (embarcaciones con patrón preparadas para llegar a las costas europeas); insistiendo en la modalidad actual (dejar a los emigrantes al pairo y avisar a los openarms para que los recojan), o innovando nuevas técnicas para transportar a Europa de forma ilegal a quienes puedan pagar el precio. El negocio, de uno y otro lado, debe continuar.