¿Por qué fuimos marinos mercantes? Es una pregunta que nunca nos hacemos entre nosotros, ¡lo damos por supuesto! Aquí voy a responder por qué me hice yo.
Mi destino estaba marcado desde la infancia. Mi lectura de “Las mil y una noches” (Simbad el Marino); mis ensoñaciones viajeras a mundos desconocidos de sorpresas y aventuras; mis embelesados paseos por los muelles de Sevilla, viendo los barcos maniobrar y descargar; el ambiente sevillano de los años 50- 60, donde me sentía marginado y con ganas de escapar; esas fueron mis razones principales. Por eso terminé el primer volumen de mi autobiografía con estas palabras: “El tren salió poco a poco de la estación, me senté en mi sitio reservado, y pensé solo en una cosa. Me habían dicho que antes de llegar a Tarragona podría ver el mar desde el tren. ¡El mar, el mar!, por fin el sueño de mi vida se iba a hacer realidad” (ver nota al final del texto).
La llegada a Tarragona en 1963, donde cumplí los 12 años, introdujo otro elemento, ya decisivo: conocí en el instituto al que sería uno de mis mejores amigos: Rafael Cerdá López, tristemente fallecido en accidente de moto con solo 25 años en 1974. Él vivía en el Serrallo, el barrio marinero, y yo muy cerca del puerto, lugar donde me movía mejor que en ninguno, y su padre era maquinista de un remolcador. Juntos disfrutamos mucho de la natación y del buceo; íbamos nadando de la playa del Milagro a la Rabasada y vuelta, y comenzamos a introducirnos en el mundo de la pesca submarina, con innumerables sesiones en la escollera del faro, hoy destruida con feos bloques de hormigón. Consultábamos libros sobre como bucear, dar el golpe de riñón, los accesorios necesarios para ese deporte, etc. Al mismo tiempo, leíamos libros sobre navegantes solitarios y soñábamos con comprarnos un pequeño velero donde recorreríamos el Mediterráneo, yo de piloto y el de maquinista.

Antigua sede del Stella Maris de Barcelona
Con ese panorama, al terminar el bachillerato la elección estaba hecha: ¡seríamos marinos! La duda era, ¿militares o civiles? Una visita a la Comandancia Militar de Marina de Barcelona nos la despejó: la entrada a la Escuela Naval Militar de Marín era muy difícil, y exigía tener el preuniversitario, así que la EON de Barcelona quedó definitivamente escogida. Él iba un año adelantado, así que se matriculó primero, en la especialidad de Máquinas, mientras yo terminaba sexto de bachillerato. Cuando terminé, tenía el terreno preparado: toda la información del centro, e incluso el alojamiento listo: el Stella Maris, junto al Muelle del Reloj, lugar tranquilo, con marinos de paso y una espléndida sala de estudios con grandes ventanales al puerto.
POR LA ESCUELA OFICIAL DE NÁUTICA
Mi llegada a la EON, para cursar estudios de Puente, fue poco menos que traumática, incluso con la preparación de mi amigo. El edificio era por sí mismo impresionante, con un cierto aire neocolonial, y el conjunto de asignaturas en general era de lo más exótico. Las instalaciones, con aulas algo sobre- cargadas y dotadas con pupitres viejos y corridos no invitaban al bienestar, pero había cosas interesantes y nuevas para mí: un pequeño planetario, y un club en el puerto, dotado de bar restaurante y gimnasio, que incorporaba un pescante con un bote salvavidas, ballenera, o charanga, que se arriaba e izaba con ocasión de los ejercicios.

El autor, de proel, con Manolete al timón y Angelín en el centro. Gabaldón andaba por allí, en una balsa.
En cuanto a los profesores, formaban un plantel digno de nota. La mayoría eran marinos que habían navegado un tiempo, pero su capacidad didáctica era escasa, cuando no nula. Algunos intentaban esconder su incompetencia aludiendo a la “dureza” de sus asignaturas, y suspendiendo a troche y moche, lo que a sus escasas luces les hacía sentir importantes. Acompañaban tales lindezas con un trato autoritario, e incluso despectivo, hacia el estudiantado.
El paradigma de ese tipo de profesor era Cesáreo Díaz, que daba Teoría del Buque. El primer día de clase avisaba de que hacían falta varios años para aprobar, así que distribuía los pupitres según la antigüedad: los que llevaban tres o más años repitiendo se sentaban en la primera fila, estando el más veterano (Ibáñez) sentado a su diestra (lloró copiosamente el día que aprobó). Él no era marino, sino que venía de fatorías, y sus explicaciones eran pobres e incompletas. Los problemas de los exámenes eran largos y complejos, pero no realmente difíciles: mecánica elemental aplicada al buque. Lo más pesado era aprenderse de memoria largas páginas de teoría inútil.
Otra firma similar era el Tropo (Hernández Yzal), que daba Economía Marítima. Trataba, con escaso éxito por su pinta agarbanzada, de amilanar al personal. Al menos su materia era útil, pues conllevaba el conocimiento de las zonas marítimas principales, con sus puertos y sus hinterlands (palabro que le encantaba repetir una y otra vez), cuya situación geográfica había que aprender de memoria. Su libro era plúmbeo, como su forma de hablar, y seguramente lleno de refritos.
Don Ángel Urrutia formaba con los anteriores un buen trío. Era el director de la escuela, y tenía publicado un libro, “Astronomía Náutica y Navegación”, bastante útil. Sin embargo, entre el libro y las clases, bastante pobres, era insuficiente para dominar bien la práctica de los largos cálculos de posición en los exámenes; por ejemplo, dadas las alturas de tres estrellas hallar el punto en que se cruzan las respectivas rectas. Me fue muy bien haber hecho el bachillerato de ciencias, porque en quinto estudiamos a fondo los logaritmos. Tenía una curiosa manera de tomar la lección: llamaba siempre al mismo a la pizarra, durante días y a veces semanas. Si te tocaba, y a mí me tocó, estabas listo.
El más simpático era el Zapatones (Morral), que solía llegar a clase con la nariz roja, debido a sus frecuentes visitas al bar, por la discreta puerta lateral, a apurar chiquito tras chiquito de whisky. Daba Maniobra y Estiba, una de las pocas materias realmente aprovechables, especialmente porque lo explicaba todo desde su práctica marinera de muchos años.
No puedo glosarlos a todos, pero deseo mencionar la asignatura de Meteorología, impartida por el Cut face (Conesa), llamado así por llevar la cicatriz de un largo navajazo que la cruzaba una mejilla, producto de una pelea de bar de putas, según la rumorología. Había un libro farragoso, del cual me gustaba, no sé por qué, la demostración matemática de las transformaciones adiabáticas. El caso es que hicimos entre los cuatro amigos mencionados un trabajo sobre “Cohetes meteorológicos”, que me tocó a mí exponer en clase. Ello nos obligó a utilizar bibliotecas y otros recursos en equipo, lo cual contribuyó a estrechar nuestros lazos de camaradería y amistad.
Termino con el más simpático de todos: el médico que daba Higiene Naval. Iba muy elegantemente vestido y repeinado, y se ufanaba, no sé si con razón, de tener mucho mundo. Nos dejaba atónitos y estupefactos aludiendo a la necesidad de practicar ocasionalmente algún cateterismo uretral ante una urgencia en alta mar, o algún entablillamiento si fuese requerido. Hablaba con total franqueza de las putas, y nos daba consejos de cómo proceder en los burdeles, sin tocar jamás las toallitas que nos ofrecieran, lavarnos bien, usar condones, etc.
LAS LADILLAS DE ROUCO
Lo mejor de todo era el bar de la escuela. Allí nos veíamos cada día a la hora del almuerzo, yo siempre mi bocadillo de anchoas, o bien de tortilla, con la cañita de rigor. Comentábamos sobre todo temas de los profesores, de las salidas a tomar vinos con chicas que hacíamos por el barrio cerca de Correos, de las casas de comidas que visitábamos (La Poste, O Nabo de Lugo, etc.), y también de música: ¡había que comentar el último single de los Beatles!
Había alumnos que solo visitaban el bar; renunciaban a aprobar las asignaturas, que exigían mucho estudio, y aunque se matriculaban año tras año, se dedicaban a divertirse. Entre ellos estaba Rouco, un alto y guapo chico gallego, que se rumoreaba vivía en un burdel, acogido por una puta amiga. En una ocasión, sentado Rouco a una mesa con otros compañeros menos corridos, surgió el tema de la ladillas, molestos piojos de la zona genital. Un novato preguntó qué eran las ladillas; Rouco, ni corto ni perezoso, se introdujo la mano por la cintura hasta alcanzar el pubis, la extrajo cerrada, y la abrió de golpe en la mesa, respondiendo: “¡esto son ladillas, coño!”
Con Manolete la conversación favorita era el boxeo: su conocimiento de la técnica insuperable del gran Nino Benvenutti era legendario, y nos dejaba boquiabiertos al levantarse e imitar el movimiento exacto del giro de su gancho de izquierda, que dejaba al pobre adversario irremisiblemente tirado en la lona. A algunos nos animó a practicar el boxeo en el gimnasio del club. Lo hacíamos bien protegidos por casco de boxeador, guantes bastante blandos y el correspondiente bocado entre los dientes. Aun así, los sopapos en la mandíbula te dejaban casi incapacitado durante días para masticar los correosos bistecs que nos servían donde comíamos. Combatir con un tal Lucas, un grandullón, era temible; si te atizaba te dejaba frito. Con el propio Manolete yo solía entrenar bastante. Con mi superior envergadura le machacaba con mi izquierda la oreja derecha para mantenerlo a distancia, hasta que un día se hartó, me buscó un hueco en la guardia y me arreó un derechazo en la frente que de poco me tira de espaldas.
Una anécdota divertida tuvo lugar con el ping-pong, ya que teníamos una buena mesa en el gimnasio. Un simpático compañero, Jacinto Lleal, ya fallecido, organizó y ganó el campeonato de la escuela. Yo no podía participar porque aún tenía asuntos de faldas en Tarragona y solía irme los fines de semana. Aun así, tuve al atrevimiento de desafiar su trono de campeón invicto. El aceptó y se organizó el encuentro. La sala del gimnasio estaba repleta, había bastante expectación: nadie apostaba un duro por mí. Sin embargo, él tuvo un mal día y yo uno muy bueno, así que le gané, aunque por muy poco. Mi prestigio en la escuela ganó varios enteros.
Los cuatro amigos terminamos los dos primeros cursos sin retrasos, así que nos separamos para hacer los 400 días de prácticas de navegación, unos coincidiendo y otros sueltos, como fue mi caso. En el curso de pilotos nos volvimos a encontrar, pero eso es ya otra historia.
¿Qué ha sido de aquella escuela, donde tan buenos ratos pasamos, y que nos preparó, al menos decentemente, para navegar? Pues un completo desastre. Por un lado, los adelantos técnicos (GPS y demás) hacen innecesaria la navegación astronómica; en aquellos tiempos tener a bordo Loran o Decca era ya el máximum. Por otro, la precarización del trabajo de los marinos mercantes, con su casi completa extranjerización, nutrido de oficiales venidos de países asiáticos y africanos, dispuestos a trabajar más horas por menos dinero. Finalmente, los cambios en los planes de estudio han convertido la carrera en una más, dentro de una universidad politécnica, haciendo casi desaparecer las materias que le daban ese aire marinero tan atractivo para aventureros, e incorporando Matemáticas, Física, etc., totalmente innecesarias para navegar. Incluso me dicen que los que hacen la carrera no llegan a navegar, sino que la usan como etapa para otros recorridos académicos.
Hará unos quince años, paseando por la vistosa Plaza de Palacio me decidí a visitar de nuevo la escuela, ahora devenida, pretenciosamente, Facultad de Náutica. Todo parecía igual, hasta que entré en el bar: estaba lleno de casi chiquillos y chiquillas (¡mujeres, por fin!), tomando refrescos de frutas y hablando de cosas de ellos, sin ambiente marinero alguno. Para colmo, el club del puerto ha desaparecido. Todo ello me hace sentir mal, como un viejo dinosaurio que ha logrado sobrevivir a la extinción de su especie, que nunca volverá. Solo nos queda la nostalgia de aquellos tiempos y los contactos que aún mantenemos con los pocos dinosaurios que aun pululan por ahí.
NOTA DEL EDITOR. En una calle de Sevilla», KDP, 2020 (https://www.amazon.es/dp/B08B