Durante el presente año, se ha iniciado la conmemoración de la expedición marítima que, inicialmente capitaneada por el portugués Fernando Magallanes, culminó el marino de Getaria Juan Sebastián Elcano. Los actos de esta efeméride se celebrarán a lo largo de dos años, hasta 2021.
Sin embargo, resulta mucho menos conocido el hecho de que aquel histórico y accidentado viaje tuvo una segunda parte, no menos pródiga en épica: la de la flota que el emperador Carlos envió en 1525 de nuevo con destino a las islas Molucas y en la cual Elcano, segundo comandante y piloto mayor de dicha expedición perdió la vida.
Es bien sabido que Elcano regresó a Sevilla en 1521 con la única nao superviviente, la Victoria, de las cinco que habían salido del mismo puerto en 1519. Lo hizo habiendo completado la primera circunnavegación y con el barco cargado de clavo de olor. Ello redundó en que, a pesar de la pérdida de los otros cuatro buques, la expedición, que no era otra cosa sino una mera expedición mercantil, se saldase con un sustancioso beneficio económico para los inversores que la habían financiado, Carlos I en primer lugar.
Animado por este precedente y tras unas fracasadas negociaciones con Portugal, desarrolladas primero en Vitoria y luego en Badajoz, para tratar de delimitar las zonas de influencia que correspondían a cada reino en función del Tratado de Tordesillas de 1494, el monarca español decide la ocupación de las islas Molucas y sus inmensas riquezas de las codiciadas especias. Para ello, dispone el envío de una flota de siete barcos —cifra muy respetable para la época— con unas precisas instrucciones en cuanto a la toma de posesión de aquellos territorios y el inmediato inicio del tráfico de especiería (clavo, pimienta, canela y nuez moscada) hacia la Casa de Contratación que de forma específica se establece para ello en La Coruña.
Por consiguiente, esta expedición, a diferencia de la anterior, no tiene ya un carácter únicamente mercantil. Los barcos van profusamente artillados y la mayoría de los 450 hombres que la componen son gente de armas, ya que se prevé encontrar oposición por parte de los efectivos portugueses instalados en algunas de las islas en disputa. Quizás por ello, Juan Sebastián Elcano es relegado al puesto de segundo comandante y piloto mayor. Para el mando supremo, con rango de Capitán General, Carlos I nombra a García Jofre de Loaysa, de limitada experiencia marinera, pero nada menos que comendador de la Orden de San Juan de Jerusalén, hoy conocida como Orden de Malta.
UNA FLOTA DE SEIS NAVES
La flota, compuesta por las naos Santa María de la Victoria, Sancti Spiritus, San Gabriel, Anunciada, Santa María del Parral y San Lesmes, así como el patache Santiago, zarpa de La Coruña la víspera del día de Santiago de 1525. Tras escalar en la Gomera para un último aprovisionamiento antes de cruzar el Atlántico, a mediados de agosto pone rumbo al Cono Sur americano, estableciendo como punto de reunión —en caso de que los barcos fuesen dispersados por cualquier causa— la bahía de Todos los Santos (Brasil) en primer lugar o, alternativamente, la boca del río de Santa Cruz (en la actual costa de Argentina), que Elcano conocía ya de la anterior expedición.
Cinco de los barcos llegaron a este segundo lugar el 12 de enero de 1526. Faltaba la Santa María de la Victoria, nave capitana con García de Loaysa a bordo, así como la San Gabriel. Tras una infructuosa espera, Elcano, ahora al mando, decidió poner proa al estrecho de Magallanes, con la esperanza de encontrar allí a los dos barcos restantes. En el extremo oriental del Estrecho, el Cabo de las Oncemil Vírgenes, el mal tiempo se desencadenó de forma violenta. La nao de Elcano, la Sancti Spiritus, embarrancó en unos arrecifes y acabó hundiéndose, mientras que los otros barcos se vieron forzados a arrojar al mar cañones y pertrechos para salvarse. Parte de los náufragos del buque perdido pudieron ir siendo recogidos paulatinamente, Elcano entre ellos. La buena noticia, en pleno desastre, fue la aparición de las dos naos que faltaban, la capitana y la San Gabriel, con lo cual el comendador Loaysa recuperó el puesto de mando. A pesar de las pésimas condiciones de tiempo, en pleno verano austral, la flota decide adentrarse en el Estrecho.
Pero las desventuras y contratiempos no habían hecho sino acabar de empezar. A partir de ese momento, la historia de la expedición guarda un cierto paralelismo con la de Magallanes de seis años antes. Es una historia de disensiones, motines y deserciones. Primero, es la Anunciada la que abandona la expedición para poner rumbo al Este; nunca más se sabrá nada de ella. Después, desertará la San Gabriel, que se dirige al Brasil y, tras varias vicisitudes, logra regresar a Galicia en mayo, sin apenas víveres y con sólo 27 tripulantes españoles y algunos indios reclutados en Brasil con vida.
EL TRÁGICO DESTINO DE LOS BUQUES
También en mayo, los cuatro buques que todavía componen la flota llegan al cabo Deseado, extremo occidental del Estrecho de Magallanes, tras una penosa travesía de casi dos meses. La capitana y mayor nao, la Victoria, está tan dañada que mantenerla en estado de navegar aparece como una labor casi imposible. El océano Pacífico no hace honor a su nombre y recibe a los maltrechos buques con violentos temporales que los dispersan. El pequeño patache Santiago, considerando su capitán que no está en condiciones de proseguir viaje a las Molucas, toma rumbo Norte por su cuenta y acaba recalando en las costas mejicanas. La flota de García Jofre de Loaysa queda ya reducida a tres barcos dispersos, pero que navegan obstinadamente hacia el Oeste en cumplimiento de la misión que les había sido encomendada por el rey. De la San Lesmes nunca más se volverán a tener noticias ciertas; se especula si naufragó en las Tuamotu, en Tahití o si fue a perderse en las costas australianas. La Santa María del Parral logra llegar a las Célebes, ya muy cerca de las Molucas, pero allí su tripulación se amotina, asesinando a su capitán y la nao acaba en Cebú, donde los marineros españoles son hechos prisioneros por los indígenas.
El único buque superviviente es, por lo tanto, la nao capitana, con el codaste y la quilla muy dañados. Logra la proeza de llegar a su destino —las codiciadas Molucas— a finales de octubre de 1526. A bordo lleva a 145 tripulantes (salieron 450 de La Coruña quince meses antes). García Jofre de Loaísa y Juan Sebastián Elcano no están ya entre ellos, al haber perecido entre julio y agosto, víctimas del escorbuto, con apenas una semana de diferencia. Como también ha muerto el jefe que les sucedió, Alonso de Salazar. Dos capitanes se disputan ásperamente el mando y uno de ellos acabará pasándose a los portugueses en los posteriores enfrentamientos con éstos.
En una de las islas de las Molucas, de nombre Tidore, los expedicionarios logran ser bien recibidos por el jefe local y construyen una precaria fortificación, ya que empiezan a ser hostilizados por los lusitanos establecidos firmemente en Ternate, otra de las islas del archipiélago. La lucha se prolongará durante tres años, con unos y otros apoyándose en sendos caciques locales, hasta que los últimos resistentes españoles se ven forzados a la rendición. Curiosamente, ignoran que, mientras se matan entre sí, los reyes de España y Portugal, ahora también cuñados, han llegado a un acuerdo mediante el cual Carlos I renuncia a sus hipotéticos derechos sobre las Molucas a cambio de 350.000 ducados de oro. Eso sí, el tratado firmado en Zaragoza en 1529 también estipula que el rey español puede deshacer en cualquier momento esta venta de derechos reintegrando la, para entonces enorme, suma de dinero recibido a cambio de los mismos.
A pesar de este acuerdo, los pocos supervivientes españoles de la expedición Loaysa, no logran regresar a España hasta nada menos que 1536, tras siete años de cautiverio en Extremo Oriente. Entre ellos, está un personaje que posteriormente logrará un gran renombre como cosmógrafo y resultará clave para la ocupación española del archipiélago de las Filipinas: Andrés de Urdaneta. Pero esto ya es otra historia.