Digamos de buen principio, para espantar cualquier duda, que la novela de Juan Díaz Cano, ganadora del XXIII Premio Nostromo, “Riquelme. El círculo infinito” (Editorial Juventud. Barcelona, 2020), es una obra magnífica, trepidante, que sostiene la atención y el interés del lector hasta la última línea. Una novela destinada al éxito porque su autor no ha hecho un ejercicio onanista con las palabras, la sintaxis y los rincones de la trama, una práctica de la que no pocos escribidores abusan hasta aburrir al lector. Juan Díaz ha construido una obra literaria desde la cruda realidad, con pocos afeites, sin adornos y apenas maquillaje; un retrato subjetivo, naturalmente, pero fiel y lúcido, que no esconde las sombras -las tinieblas, muchas veces- del sector marítimo español, eso que los croupiers del negocio llaman el shipping.
Escrita a base de diálogos, con pocas descripciones y excursos morales, “Riquelme” fluye como las mejores novelas negras de los grandes maestros: Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Patricia Highsmith, James M. Cain, Ross McDonald, Manuel Vázquez Montalbán o Henning Mankell, por citar los que me vienen a la memoria. Como ellos, Juan Díaz Cano recurre a la técnica de las escenas cinematográficas, con planos cortos y primeros planos, que llevan al lector a una sensación de cierta angustia en un ambiente de engaños, codicia, maldad y cobardía, es decir el shipping en España. Esa atmósfera creada por la carpintería de la novela y el buen manejo de las palabras, se ve empañada, no sólo en las primeras páginas, aunque en ellas de forma más intensa, por el abuso de adjetivos, un defecto propio de los escritores noveles y de los tiempos modernos, sin editores dignos de tal nombre.
Aunque el título de la novela apunte como protagonista a Arturo Riquelme, un inspector de policía ojeroso, moreno, de buena presencia, prematuramente avejentado, a quien tras dos años de castigo en trabajos rutinarios y de poca monta le encargan la investigación de un asesinato, en realidad el personaje alrededor del cual gira la novela es Roberto Villanueva, un naviero que hizo fortuna con la crisis de los años ochenta en plena época de corrupción socialista, según el comisario Rodríguez, jefe de Riquelme; o un hombre llamado a cambiar el mundo, a decir de su madre. Villanueva es el icono, el instrumento que le sirve al escritor para resumir en una persona la corrupción de los logreros (llamarles empresarios sería hacerles un favor), que se metieron a cazadores de pelotazos y subvenciones aprovechando que el Madrid de los años 1980 era el mejor lugar para hacerse rico, en opinión relamida del ministro de Economía del Partido Socialista, Carlos Solchaga. Años esos, afirma Manuel Jaramillo, un jefe de máquinas que trabajó con Villanueva, que resultaron turbulentos para la marina mercante española bajo una serie de gobiernos socialistas que, apoyados por los sindicatos, se aseguraron de herirla de muerte. Jaramillo se exhibe como un personaje capaz de hablar de las siglas comunistas del Sindicato Libre de la Marina Mercante, un nombre y unas siglas que más bien tenían el aroma de los sindicatos patronales de los años veinte. Algo conozco del SLMM, cuya historia, hasta 1985, fue objeto de mi tesis doctoral, y puedo afirmar que no estuvo en esos años controlado por el Partido Comunista ni apoyó a los Gobiernos socialistas de Felipe González. El personaje manejado por Juan Díaz se limita a repetir la cantinela que difundió la UGT y el PSOE con el propósito de desacreditarlo y a la vez justificar sus maniobras de apoyo y complicidad con los empresarios del tipo de Roberto Villanueva.
Alrededor de Riquelme, y sobre todo alrededor de Roberto Villanueva, pululan una constelación de personajes que desafían al lector a adivinar a la persona real que esconden, o en quienes se ha inspirado Juan Díaz Cano. El juez Galán, ávido de fama y venganza; el exdirector general de Marina Mercante, Ismael Wolf, convaleciente de un ictus, que proporcionaba al armador corrupto los contactos políticos que se agenció en el tiempo que ocupó el cargo; Pablo Javier Aragón y Pedro López, periodistas utilizados para desvelar la estafa de la venta de los astilleros Barreras, de Vigo, y la concesión fraudulenta de tres terminales portuarias al ritmo que convenía al juez Galán; Muñiz, Palacios, Navas, Pérez y demás consejeros y directivos de la compañía que presidía el asesinado Villanueva, mangantes hipócritas y sin escrúpulos, dedicados al saqueo del dinero público; Argote y Lapeña, dos abogados madrileños. No faltan figuras femeninas, Concepción Sanz, Sonia y Cristina; ni el consagrado por el Vaticano, Enzo Pellegrini, encargado de contratar a los sicarios albaneses para cuantos asesinatos demandaran los intereses de la Iglesia y de sus socios. Para complementar la historia, el autor introduce una compañía internacional, la Georgia Pearl Overseas, un fondo buitre con sede en Nueva York cuya ganancia surge del pillaje a que los directivos someten a la naviera. Nada tienen que hacer, sólo darles una cuerda para que ellos solos ahorquen a la empresa e ingresen sus mordidas en algún paraíso fiscal.
Hay en la novela dos historias y un guiño que deben ser destacados. La primera historia, que se reitera varias veces, tiene que ver con la venta fraudulenta de los astilleros Barreras en 1997, un hecho que el autor estudió a fondo para la redacción de su tesis doctoral sobre la marina mercante española durante los años 1868-1995. La segunda, otro fraude monumental, fue la liquidación de la marina mercante española por medio de la SGB (Sociedad de Gestión de Buques, a la que Juan Díaz llama en la novela Sociedad de Administración de Buques, SAB), que malvendió la flota a sociedades pantalla, que luego desaparecían mientras los barcos volvían a la vida con otra bandera y la propiedad de Roberto Villanueva, compinches y amigos. El guiño nos lo regala el autor al aparecer como personaje en la novela (un cameo al mejor estilo Hitchcock), presidente de la Liga Naval y autor de una crónica bien documentada de los avatares de la marina mercante española.
Ese conocimiento de la Historia constituye la base de la novela, que se ofrece como un fresco muy completo de los convolutos, comisiones, estafas y negocios sucios que explican la caída a los infiernos de la marina mercante y, en parte, de la economía española en general.
El título de la novela incluye, junto a Riquelme, una frase pesimista, “El círculo infinito”, que sin embargo el autor rompe al final de la obra cuando son detenidos un exministro, un secretario de Estado, dos directores generales y tres altos ejecutivos de la primera empresa naviera del país. Esa es la ventaja de la ficción, el creador puede introducir sus preferencias aunque éstas sean ilusorias. Tras ese final optimista, como si quisiera dar a esas detenciones visos de veracidad, Juan Díaz coloca un epílogo de dos páginas que recoge las vidas de los personajes después del tiempo de la novela, un recurso que utilizan los documentales para remachar su autenticidad.
Acabo e insisto: una interesante, vertiginosa y espléndida novela.
NOTICIAS RELACIONADAS
Una novela policíaca sobre el asesinato de un naviero gana el Premio Nostrromo
Juan Díaz Cano, ganador del XIII Premio ‘Nostromo, la aventura marítima’