Doce alumnos de náutica y tres de máquinas coincidimos en la turbonave PEDRO DE ALVARADO en febrero de 1971 para iniciar desde la Península un viaje a diversos puertos de África occidental. El buque era propiedad de la Empresa Nacional Elcano, pero operaba bajo la dirección comercial de la naviera Marasia. Fue un periplo inolvidable. Mi memoria, esa olla podrida a la que solía referirse el escritor Juan Marsé, me trae a la vista nombres y escenas vividas a bordo y en tierra, frases sueltas de los pilotos y del capitán, don Eloy Casaled Baquero, festejos a bordo, experiencias vividas en los puertos africanos y las imágenes de mis compañeros en diversas situaciones.
Entre los protagonistas, cuatro alumnos a quienes todavía recuerdo. Gabaldón y Hernández Lillo, pareja inseparable que con su ejemplo nos invitaban a estudiar inglés en los ratos libres y a aprovechar la fuerza del grupo para llenar el Diario de Navegación, que habíamos de presentar para el examen de piloto, con los cálculos astronómicos y de estabilidad y calados exigibles; de esa forma, cuando nos fuéramos a otros barcos no tendríamos que ocuparnos de esa obligación. Y Félix Martín y Eduardo Feijoo, con quienes compartí la guardia de 4 a 8 durante los dos meses de viaje. Gran protagonista también, el segundo oficial, Agustín Montori, entonces un joven inquieto, buen profesional, a cargo de la guardia de 4 a 8.
Logramos organizar una fiesta del paso del ecuador, con representación teatral incluida y certificados bautismales del dios Neptuno para cada uno de los neófitos. A mí me impusieron el nombre de Percebe. A Feijoo creo recordar que le pusieron Sardina y a Lillo o a Gabaldón, Boquerón.
En Cotonou nos fuimos todos de noche a la playa, a bañarnos desnudos; pero antes de meternos en el mar nos sentamos en corro a cantar una de las baladas de moda en aquel tiempo, “Tú serás mi baby”, que interpretaban a coro unos jovencitos de escasa estatura que se hacían llamar “Los Surf”, cuatro chicos y dos chicas. Pocas veces me he sentido unido a un grupo como me sentí aquella noche con los alumnos del PEDRO DE ALVARADO cantando a la luz de la luna “…por eso tú, tú serás mi baby, sólo tú mi baby, baby de mi amor…”.
Fondeados frente a la playa de Porto Amboim, que rememoro como un paraíso, estuvimos un buen rato dos agregados nadando entre una manada de tiburones de entre 1,5 y 2,5 metros, inconsciente temeridad que nos costó una merecida amonestación de don Eloy. Si mientras nadaba hubiera visto aquel conjunto de aletas que cortaban las aguas en silencio hubiera entrado en pánico, pero no las vi. Las más de las veces, el valor consiste en eso, en no ver el peligro. Por suerte, tampoco los tiburones tienen la vista muy fina. Cargamos desde botes y gabarras unas dos mil toneladas de café en sacos.

Playa de Porto Amboim
En Lobito estuvimos casi cuarenta y ocho horas viendo llover. El agua anegó la ciudad, pero con consecuencias muy distintas. La ciudad de edificios con firmes cimientos de hormigón y una red de alcantarillas con capacidad suficiente apenas sufrió desperfectos. Las calles estaban secas a las pocas horas. El extrarradio del núcleo urbano, chozas y construcciones precarias levantadas en calles de tierra, quedó maltrecha, con numerosos socavones llenos de agua donde chapoteaban los chiquillos de vientres hinchados.
Y las mujeres del oficio femenino más antiguo, singularmente atractivas en Abidjan, en Doula y en Luanda. Y, por qué no decirlo, a precios muy económicos, hasta el punto de que incluso los alumnos podían darse el gusto. Creo recordar a los terceros oficiales, Paco y Carlos, pinchando con penicilina, un día tras otro, a los alumnos infectados de gonorrea o blenorragia. Y el recuerdo más imborrable para aquella joven la mar de atractiva que subió a bordo a ganarse la vida y puso el listón lejos del alcance de los agregados. Cuatro de ellos, amigos procedentes de la Escuela de Náutica de Barcelona, decidieron reunir a escote el dinero que costaba el servicio proponiendo a la beldad que escogiera entre los cuatro el que había de gozar de sus favores. La chica tanteó los atributos de cada uno de ellos, como sopesándolos, y escogió al más delgado y bajito de los cuatro. Enorme frustración de los desechados, que todavía dudan de si la chica escogió a quien los tenía mejor puestos, o a quien consideró más fácil de trajinar. Como fuere, salieron del camarote dejando solos a la pareja. Por fortuna, algo pudieron disfrutar también, pues la cortina del portillo del camarote dejaba una ranura que permitía atisbar el vaivén de los cuerpos sudorosos.
Naturalmente, tampoco faltó la estafa que un taimado congolés endilgó a un grupo de agregados muy listillos, a quienes vendió unos diamantes robados en Katanga que resultaron ser simples cristales sin valor alguno. Los ilusos reunieron un arsenal de bienes (ropa, útiles de limpieza y dinero en efectivo) hasta llegar a la cuantía que el pícaro consideró suficiente.
Y así llegó el mes de abril y el buque se detuvo a descargar en Barcelona y en Valencia tras pasar por Livorno. Y la mayoría de los alumnos de aquel mítico viaje desembarcaron. Sé que todos guardamos en nuestro almario las peripecias únicas que habíamos vivido.
Nota. La imagen de portada corresponde a una acuarela obra de El Ilustrador de Barcos, Roberto Hernández