Corría el año 1971. Dos amigos que habían compartido clase en la Escuela Oficial de Náutica de Barcelona decidieron embarcarse juntos en el PEDRO DE ALVARADO, aquel buque escuela que construyó la Empresa Nacional Elcano -el franquismo que ahora tanto denigran los bobos que no saben de qué hablan- con capacidad para 12 alumnos de puente y 12 de máquinas. Encontraron a bordo otro agregado, Fernando, un joven alto de pocas palabras, que había estudiado en Cádiz. Zarparon de Barcelona rumbo a Valencia, Málaga Y Sevilla. Sorprendentemente, no iba a bordo ningún alumno de máquinas.
En Málaga tuvieron un enfrentamiento con el primer oficial, un sujeto apesadumbrado por el resentimiento y las frustraciones que pretendió que los alumnos contaran la carga que entraba a bordo. Coincidió que los muchachos eran valientes y se negaron a obedecer, de modo que salieron a disfrutar la tarde y la noche en puerto. Zarparon de Málaga, tocaron Sevilla y finalmente salieron con destino al Canal de Panamá y el puerto de Buenaventura, en Colombia.
Los tres agregados se distribuyeron las guardias. Al que le tocó la guardia del primer oficial, de 4 a 8, salía cada día contando pestes de lo desagradable que era un sujeto amargado que parecía complacerse en mandar al alumno los trabajos más absurdos y más sucios: ordenar, limpiar, bruñir, clasificar… Nada que ver con la formación y la experiencia que en teoría debía recibir. Los muchachos decidieron proponerle al primero un acuerdo sencillo: dado que su guardia era muy exigente proponían turnarse cada semana a fin de distribuir el sacrificio entre los tres. Pero el trato no le pareció bien al primer oficial, que se puso hecho una fiera y les negó cualquier posibilidad de acuerdo, de forma que los muchachos no tuvieron otra posibilidad que negarse a montar guardia con él. Fueron convocados en el aula de los Alumnos de Náutica para una reunión con el capitán y el primer oficial. Allí descubrieron que el capitán, que permanecía encerrado en su camarote la mayor parte del tiempo, era alcohólico, una grave enfermedad.
– Al primer oficial hay que obedecerlo -ordenó con voz pastosa-. Si no trabajan no comen -sentenció entre risas, la mar de ufano por la ocurrencia.
Tan grotesca amenaza provocó que los alumnos se declararon inmediatamente en huelga. Hacía tres días que habían salido de Málaga y todavía quedaban unos 12 días para llegar a Colón, el puerto atlántico de entrada al canal de Panamá.
Mediante un subterfugio, los alumnos hicieron llegar a Elcano la situación a bordo. La empresa envió un inspector a Colón para resolver el problema. Un buen inspector. Tras hablar con los alumnos, les propuso reanudar el trabajo asegurándoles que no contarían carga si no era imprescindible y durante el menor tiempo posible. Los muchachos volvieron a sus guardias. En Balboa, en el lado del Pacífico del canal, el inspector regresó a Madrid. Tocaron Guayaquil, sin incidentes y amarraron en Valparaíso, donde los amigos de Barcelona, idealistas e ingenuos, decidieron quedarse en el Chile de Allende. Fernando, el tercer agregado, rehusó la oportunidad. Finalmente, sólo uno abandonó el buque; el otro desistió a última hora.
La marcha del alumno enfureció al primero, que decidió endurecer el trato con los dos que se quedaron a bordo. La respuesta de éstos fue declararse de nuevo en huelga. Así las cosas, el buque pasó por Puerto Caldera, llegó a Antofagasta, y luego atracó en Arica, en el extremo norte de Chile, a donde llegó, en avión y escoltado por un policía chileno, el alumno que había desertado, pues de deserción calificaba la Ley Penal y Disciplinaria de la Marina Mercante el desembarco irregular de un tripulante en puerto extranjero. El desertor les contó lo bien que se lo había pasado en Santiago de Chile, donde vivió las fiestas patrias chilenas de 1971, las mejores y las últimas en paz durante la presidencia de Salvador Allende. Y que decidió volver porque no veía claro eso de quedarse en un país extranjero. Informado de la situación a bordo, comunicó al capitán y al primero su decisión de solidarizarse con sus compañeros y declararse también en huelga.

Presidente Salvador Allende
En huelga recalaron en Callao. Los tres alumnos, muy compenetrados, descubrieron que tenían grandes afinidades, una en especial: querían cambiar el mundo, hacerlo mejor que sus padres. Ya he dicho que eran jóvenes, ilusos y con escasa experiencia. Y descubrieron también que los marineros y los oficiales de máquinas eran más solidarios y generosos que los oficiales de puente, en teoría sus compañeros más próximos. Los marineros les suministraban tabaco y whisky. Los maquinistas les dieron algo de dinero para que pudieran salir en puerto.
De Callao salieron con dirección a Santander cargados de harina de pescado. Llegaron a finales de octubre. En el muelle les esperaban varios coches de policía y unos cuantos uniformados de la Comandancia de Marina. También un coche negro con distintivo de la Armada. Se temieron lo peor, pero se limitaron a citarlos al día siguiente en la Comandancia. El comandante, escoltado por su segundo y dos secretarios les leyó la cartilla, les afeó su mala conducta y les dejó marchar, imponiéndoles la pena de perder los días de prácticas mientras habían estado enrolados. Una pena nada desdeñable, pero muy inferior a la que les podía haber caído: por el delito de sedición habrían perdido la carrera y ser condenados a pena de cárcel. Les salvó que el tercer hombre, el alumno alto y de pocas palabras, era hijo de un almirante, el ocupante del coche oficial de la Armada que les esperaba en el muelle. Algo que todo el mundo a bordo ignoraba. El almirante consiguió que su hijo, y de paso sus compañeros, salieran del embrollo sin mayores daños. Aunque lo que hicieron estuvo mal, hay que tener en cuenta que un capitán alcohólico y un primero amargado no habían sido precisamente un buen ejemplo. Lo mejor era dar carpetazo al asunto. La empresa ya sabría qué hacer con el capitán y el primero.
El final de la historia tuvo lugar dos meses después, cuando el desertor recibió en su domicilio, una carta de la Empresa Nacional Elcano reclamándole unas 54.000 pesetas -un dineral para la época- por la manutención y el transporte en barco desde Arica a Santander. El alumno puso el caso en manos del profesor de la Escuela de Náutica don Santiago Hernández Izal, abogado además de marino. Y nunca más se supo de la reclamación. Desde entonces, tampoco han sabido nada del hijo del almirante.