La novela “Un día volveré” (Juan Marsé, 1982) trata de las derrotas personales y colectivas no superadas, de la necesidad de rehacer la vida sin despertar el odio ni “tener el dedo en el gatillo de la memoria” para ajustar cuentas. Sus páginas nos pasean por el corazón de Gracia durante la posguerra, un barrio de Barcelona mitificado por popular y contestatario, pero en realidad poblado por vencedores y vencidos. Es el ambiente idóneo para que Marsé nos lea la incompatibilidad de venganza y justicia cuando se desea la reconciliación general y personal.
Esta obra, por tratar de la memoria y de la reconciliación, nos sirve para hacer algunas consideraciones previas sobre los sesgados programas de la memoria del Ayuntamiento de Barcelona, que por revancha ideológica han echado abajo la estatua de Antonio López. No es casualidad que quienes aprobaron quitarla del espacio público se creen perdedores de la Guerra Civil española y contrarios a los valores que representa el marqués de Comillas. Porque está claro que antes o después, con el mismo nombre u otro, de alguna manera llega el “Un día volveré” de los vencidos o, en su caso, de quienes se consideraron víctimas de los ricos y poderosos. El tema es con qué personalidad e intenciones retornan estos al escenario político si ejercen el poder con sus recuerdos sin cicatrizar. Juan Marsé nos previene de los riesgos que ello comporta iluminando las fallas que puede presentar la memoria resentida cuando se usa para la confrontación.
“Con las ruinas de la memoria, la suya y la de los demás”. “Sucia memoria”. “La memoria… distorsionada por la fantasía y los ideales de juventud”. “Su activa memoria llena de costurones”. “Esto pasa por trabajar con la memoria, abuelo. Ya es la segunda vez que te equivocas”. “El hocico de la memoria le jugaba malas pasadas”.
El protagonista de la novela, Jan Julivert Mon, antiguo libertario/pistolero, vuelve a Gracia en 1959, derrotado por la guerra y por trece años de cárcel, para rehacer su vida sin adjurar de sus ideas, pero sin ánimo de revancha:
En efecto, qué sentido tenía [su pistola enterrada], después de tantos años, qué sentido podía haber allí salvo la tronchada raíz de la revancha, la herrumbe de nuestra propia violencia juvenil. En el caso improbable de que Jan Julivert hubiese ocultado el arma bajo el rosal con la ciega determinación de volver a empuñarla un día, lo cierto es que cuando llegó este día decidió no tocarla, y él sabría por qué. (…) No podíamos entenderlo entonces, pero él había sobrepasado la edad en que un hombre deja de sentir el deseo de ajustar cuentas con nadie, salvo tal vez consigo mismo.
Los líderes de Barcelona en Común han utilizado el Ayuntamiento para lo contrario que Jan Julivert. Lejos de hacer una revisión crítica de quienes se consideran herederos (las izquierdas libertarias de los años treinta del siglo XX), apretaron el gatillo de la memoria para tomarse la revancha. No se cuestionaron los excesos cometidos por sus ascendientes en los prolegómenos ni durante la tragedia del 36. Al contrario, aquella época libertaria la sirven sazonada con enaltecedores aniversarios y exposiciones, aunque al verlos deje un regusto, acorde a la denuncia de Marsé, a que “nos están cocinando a todos la olla podrida del olvido.” Porque ni siquiera recuerdan las checas, ni “El silencio de las campanas” (Salvador Aragonés, Carlos Pujol, 2007) de una persecución religiosa relativamente tan atroz como la soviética. No reconocen esos herrumbrosos delitos, al contrario que hicieron los herederos sociológicos de franquismo, quienes, con mayoría absoluta en 2011, no echaron abajo la Ley de la Memoria Histórica, de 2007, que cargaba todas las culpas sobre “su” bando: un modo de reconocer la alícuota parte de responsabilidad que tuvo el franquismo, y callaron. Esto es meterse en política, inevitablemente, porque la caída de Antonio López tiene un frontal y un trasfondo que no se puede obviar porque “es una decisión política”, y así me lo comunicó el Ayuntamiento.
La Ley de Memoria Histórica propició que ocho años después BComún se creyesen vencedores morales al ocupar la Alcaldía, en plan justiciero, con su discriminatorio “hocico de la memoria” y su “olla podrida del olvido”. Era 2015. No quedando conspicuos símbolos del franquismo que aniquilar, pronto se apuntó a tiro fijo contra el marqués de Comillas, tanto más cuando los milicianos ya la habían derribado por las bravas en 1936.

BComún contaba con el 25% de los votos, suficientes para, en palabras de Marsé, erigirse en “centinela de una cota de la memoria que nadie le iba a disputar.” Ningún problema. Esa cima se mantendrá inexpugnable mientras desde allí también se defiendan los objetivos del nacionalismo catalán. Forman un tándem de suficiente poder y memorias compartidas como para revisar/retorcer a su antojo el pasado hasta forjar un presente favorable a sus intereses. Esta confluencia de BComún/PSC con los nacionalistas ha dado suficientes réditos políticos como para replicarla en el Gobierno Sánchez con el proyecto de la nueva ley de Memoria Histórica y el anunciado Comité de la Verdad. En Barcelona y Madrid el poder desentierra la pistola de la memoria para hacerla suya. De ganar las elecciones a esgrimir la memoria como arma de futuras victorias. Un ejemplo del uso político del pasado es la defenestración populista del marqués de Comillas.
La Ciudad Condal dicta el preámbulo para socavar las bases de la Transición retirando y suplantando símbolos del espacio público hasta desbrozar la senda de la victoria rupturista sobre media Cataluña, sobre media España. La caída de Antonio López en Barcelona va más allá del personaje, con él caen símbolos que le transcienden por cuanto aportaban pluralidad, respeto… convivencia integradora.
Sean o no justificados los cambios, todos en el nomenclátor caen del mismo lado, prueba de parcialidad, de revancha discriminatoria. Franco hizo lo mismo y era un dictador revanchista. No es comparable, claro. El símil solo viene al caso porque delata hasta qué punto estamos bajo un régimen democrático que se arroga el derecho de vulnerar aspectos básicos de una democracia en plenitud.
La piedra de toque fue la imagen de Antonio López, símbolo de una época de Cataluña marcada tanto por su élite engranada con España y la monarquía, como por sus fuertes diferencias/injusticias sociales que acarreó la primera revolución industrial en Barcelona. La suerte estaba echada para la estatua del marqués de Comillas. La campaña “Antonio debe caer” se lanzó a rebufo de nacionalistas e izquierdas rememorando 1714 y 1936, en realidad cualquier año y motivo, para afianzar su poder a costa de romper el abrazo que supuso la transición política. Para ello, renunciaron a reconciliarse consigo mismo, paso imprescindible para no seguir, parafraseando a Juan Marcé, “maleados por la misma intolerancia, la misma derrota.”
Jan Julivert Mon volvió a Gracia para reconciliarse, para convivir, para encarrillar su vida sin meterse con nadie ni en líos:
Mis ideas políticas, si te refieres a eso, no han cambiado. Ha cambiado mi relación personal con estas ideas; también mi trato con la gente ha cambiado con los años, y con la bebida, y no digamos con las mujeres… Sencillamente no creo que sirva de mucho matar un fantasma.
Estos planteamientos de Jan Julivert le fueron ajenos a la primera izquierda radical que en Barcelona ostentó poder desde 1939. BComún se propuso desde el primer momento doblegar al contrario negando en lo posible (bandera, rey) y criminalizando sus símbolos. Por consiguiente, el marqués de Comillas, entre otros, desaparecieron del espacio público y, sin pruebas ni procedimientos ni motivos claros, fueron llevados por el Ayuntamiento a su Gulag alternativo. Por “decisión política” se cargaron a Juan Antonio Samaranch, Juan Carlos I, almirante Cervera, Virrey Amat… Un largo suma y sigue que va para largo.
La estrategia del Ayuntamiento consiste en arrogarse el “nosotros”, el pueblo, los detentadores de la verdad, para sembrar el odio. Jan Julivert, que sabía mucho de eso porque lo ejerció durante años, ya no se dejó embaucar cuando sus antiguos compañeros le propusieron volver a las andadas de la acción directa para asesinar a un exjuez auditor franquista de quien Jan era en ese momento su guardaespaldas:

-[Lamban, maqui urbano] … ¿A nosotros que nos puede importar?
-[Jan] Cuando dices nosotros, ¿a quién te refieres?
Lamban le miró con aprensión.
-Pues todos, no sé… No vamos ahora a preocuparnos porque Raúl o quien sea le esté sacando los cuartos a este hijo de su madre. Klein [exjuez auditor] debe tener mucho dinero, por mí que lo desplumen y le den por el saco y le corten los huevos además, todo me parecerá poco.
A Jan le pareció que recitaba una lección aprendida; que el odio que expresaba no era más que una burda estratagema encaminada a despertar en él un eco del mismo odio…
Sería el caso de Antonio López. Se lanzó contra él una dura campaña por haber sido un odioso negrero y el correlato fue que había que quitar su estatua porque la ciudad no se merecía un tratante de esclavos en su espacio público. La coartada consiste en proyectar odio para recibir “un eco del mismo odio”. Y para tal fin imaginaron una memoria que ni era cierta ni se molestaron en conocer. Para lo primero habrían hecho falta pruebas concluyentes de que Antonio López se enriqueció en Cuba contrabandeando con personas esclavas; y no las tenían. En cuanto a lo segundo, investigar, suponía emplearse a fondo metiendo tiempo en viajes y archivos, cosa que no hicieron. ¡Total, para qué!, debió pensar el “desprogramador” de las memorias de Barcelona. Siempre ganaría por la mano a quienes defendiesen al marqués de Comillas. La revancha vence. También en la novela de Juan Marcé. Porque su mensaje positivo y posibilista tiene de contraportada la utopía y el fracaso, que ignoro por qué no se resaltan cuando se analiza o comenta “Un día volveré”.
Jan Julivert vuelve a casa con el deseo de reconciliarse consigo mismo, contribuyendo así a pacificar las mentes de la posguerra. Le fue imposible. El trabajo que encuentra es ser guardaespaldas de Klein, un exjuez auditor franquista que “se cansó de firmar sentencias de muerte y mandó fusilar a muchos de los nuestros en el Campo de la Bota”. La novela se sumerge así en la utopía de un ex pistolero libertario protegiendo a un ex juez que en dos años “liquidó él solito a más gente que toda la cabrona policía de Franco en diez años.”
Sus excompañeros pistoleros le proponen matar a Klein, y Jan no solo lo rechaza, sino que sigue de guardaespaldas como garantía de que ellos no le ejecutarán. Se equivocó. Los dos fueron acribillados. Se impuso el ajuste de cuentas con “el dedo en el gatillo de la memoria”. Un fracaso, que Juan Marcé resuelve para acabar la novela con un guiño a la esperanza de que, al menos, se reconciliarán quienes no vivieron la guerra.
Si ciertamente lo que él [Jan] propuso es que esa fantasmal pistola y los convulsos afanes que la empuñaron en su juventud acabaran aquí juntos, pudriéndose bajo tierra, en lo que a mí respecta podían seguir pudriéndose.
-Ya estoy, papá. [acaba de mear]
-Bien. Esconde la pistolita y vámonos.
Juan Marsé no se refiere como tal al pene del chaval. Es un recurso para expresar el imperativo lanzado a las nuevas generaciones por quienes vivieron la guerra: esconded bajo tierra hasta oxidarla la pistola de la revancha. El fracaso salta a la vista al cotejar la edad de quienes ajustan cuentas en Barcelona tirando abajo la imagen al marqués de Comillas y demás símbolos que odian.
La alcaldesa Ada Colau, nacida en 1974, vendría a ser no tanto una de las antagonistas de “Un día volveré”, sino de las que dan al traste con las esperanzas que suscribió Juan Marsé. Y también de 1974 es Xavier Domènech, el primero que propuso retirar la estatua de Antonio López en cuanto ocupó, en julio de 2015, el cargo de Comisionado de Estudios Estratégicos y Programas de la Memoria del Ayuntamiento. Recogen el testigo de odios de una época que no han vivido como si las nuevas generaciones fuesen enemigos hereditarios unas de otras. Una calamidad. Una fatalidad: un paso atrás y otro fuera respecto al día que volvieron Josep Tarradellas, Santiago Carrillo, La Pasionaria, Rafael Alberti…