La muerte de Andrés Bru Puñet (28.09.1856) desató las hostilidades familiares porque Antonio López fue nombrado consultor testamentario con plenos poderes para gestionar la herencia y, hasta cierto punto, la vida de la familia Bru-Lassús. Él no recibió nada, salvo responsabilidades al ser nombrado consultor, y albacea junto con su suegra. El problema vino porque, al menos, Francisco Bru estaba convencido de que su cuñado había aprovechado la muerte de su padre para saquearles todavía más la fortuna familiar, la cual debería ser, decía, muy superior a lo plasmado en el testamento e inventariado días después en la vivienda de Barcelona. Todo esto lo denunció, sin dar nombres ni datos ni fechas, nada, en “Fortunas Improvisadas” (1857), libelo que ya comenté.
Casi tres décadas después, publicó las mismas acusaciones, esta vez aportando nombres y cifras. Vuelve a mentir, tanto que falsifica la vida de Antonio López hasta el absurdo. Le presenta en 1856 ávido de dinero porque en Barcelona había perdido en especulaciones fallidas todo lo ganado en Cuba más otros 100.000 duros prestados por su yerno Andrés Bru Puñet. Por si esto fuera poco, dice que su cuñado se había enseñoreado de la familia política mangoneando la voluntad de su padre, apocando a su madre y fiscalizando a sus hijos.
En un abrir y cerrar de ojos aquella buena pieza [López] se había hecho cargo de nuestra manera de vivir, nos pescó a los chicos nuestros defectillos lo cual bien poco le costaba, vio la indulgencia que nos mostraba nuestra madre, y enseguida: `¡Fuego contra todos!´ Acusó a mi madre de indulgencia, de falta de voluntad para corregirnos (…) Mi padre le creyó… y cambió de trato. Mostrábase severo [con los hijos]… llegó a quitar a mi madre la administración doméstica por consejo de aquel monstruo.
No cuadra nada. Ni las fabulosas cantidades perdidas por López tras dejar Cuba ni el ninguneo sin cuartel a que sometió al conjunto de los Bru-Lassús. El problema está en cómo rebatir tanta mentira.
Los primeros años de Antonio López en Barcelona están sin documentar. Se ignora en qué año se asentó en la Ciudad Condal y el número de viajes que hizo después a Cuba. Sabemos que en agosto de 1853 su sociedad provisionó 100.000 duros para hacer frente en Santiago de Cuba a la compra de las fincas Bell, que al siguiente noviembre naufragó su vapor, el GENERAL ARMERO y que en julio de 1855 prestó 50.000 pesetas a una fundición barcelonesa donde tenía intereses José Amell, un socio y amigo desde los años en Santiago de Cuba.
Faltan pruebas para confrontar acusaciones sin pruebas, valga la redundancia, pero es así. No queda otra que revelar las flaquezas y contradicciones en que incurre la disparatada narración de Francisco Bru. Según éste, Antonio López se instaló en casa de los suegros, lo cual contribuiría a que él se inmiscuyese en los asuntos de su familia política. No hay certeza de ello. Antes de la muerte de su suegro, es posible que López estuviese mucho tiempo en Cuba y viajando entre Barcelona y la Isla. Y es probable que los López-Bru prefirieran tener un hogar propio cuando en mayo de 1853 nació su cuarto hijo en una vivienda de las manzanas Vidal-Quadras, vecina a la de sus suegros, que vivían en la calle Llauder y a la de sus parientes Baradat, colindante en la calle Cristina. No queda claro. También pudo ser que Luisa Bru, con sus cuatro hijos tan pequeños, viviese con sus padres porque su marido Antonio estuviera fuera de Barcelona por asuntos de negocios. De lo hijos deL matrimonio Bru-Lassus, solo sabemos que la adolescente Caridad viviría con sus padres y Francisco estudiaba en Madrid desde 1854 a 1858.
Lo increíble es que, tras llegar a Barcelona, Antonio López perdiese en un santiamén todo lo ganado en Cuba. Más insólito aún, que su yerno le prestase 100.000 duros y los volviera a perder. Esta última suma da vértigo porque sería muy superior al monto en efectivo que manejaba Andrés Bru. No la tenía disponible, ni de lejos, y tampoco iba a arriesgar tanto alguien como él que diversificadas inversiones en miles de duros, salvo la comandita de 20.000 duros que por entonces colocó en manos de López para las fincas Bell. En total, según Pancho, su padre habría fiado por entonces 120.000 duros a su yerno. Imposible, ni en sueños.

Los hechos y cifras que narra Pancho son descabellados. ¿Cómo le devolvió López el adelanto a su suegro, y si no lo hizo por qué no lo reflejó en el testamento? En todo caso, con ese precedente fallido nunca nombraría a Antonio López consultor testamentario. Habría perdido toda confianza en él. Otra prueba de que Francisco Bru miente es que dichas fortunas, dice, las perdió López en Bolsa:
Habíanse lanzado López y Satrústegui a toda suerte de operaciones en la plaza [Bolsa] de Barcelona, pero como López trabajaba con su audacia y temeridad acostumbrada y Satrústegui no podía aportarle como en Cuba, el contingente de gramática parda, López que en efecto quería triplicar y quintuplicar su capital en un abrir y cerrar de ojos, y que todo lo creía claro y fácil, empezó a sufrir una serie de desastres que mermaron sus caudales. Como quiso desquitarse en un dos por tres volvió a probar fortuna con la misma temeridad y arrojo y acabó de perder lo que le quedaba en brevísimo tiempo (…) y le pidió [a Andrés Bru] un adelanto de 100.000 duros (…) volvió a jugar, y habiendo perdido otra vez, quedó totalmente arruinado.
Este párrafo es imaginario. Ni Pancho, ni nadie hasta ahora, ha dado una cifra fiable, siquiera aproximada, del dinero que Antonio López sacó de Cuba para instalarse en Barcelona. También se ignora qué hizo Antonio López con esa fortuna hasta qué fundó su naviera en 1857 e invirtió fuerte, con Agustín Robert, en ferrocarriles en 1859. Un buen empresario no deja su capital inactivo durante años y menos cuando Barcelona ofrecía tantas oportunidades. Hay, pues, otro lustro ciego en los negocios del marqués de Comillas. Lo increible es que López se arruinase en Bolsa (Barcelona no tenía una como tal, sino tres o cuatro puntos en que se invertía en renta variable).
Antonio López se distinguió por gestionar el dinero de otros, no en poner el suyo al albur de los demás, y menos en arriesgadas operaciones bursátiles. Repito, dos de sus señas de identidad fueron: sumar dinero ajeno al suyo para impulsar sus propias iniciativas empresariales; y gestionar con extremada prudencia los riesgos. Justo lo contrario que jugar enloquecido en Bolsa, perder y pedir prestado a su suegro para volver a perderlo todo hasta arruinarse.
Cabría la anomalía de que entre 1853 a 1857, López colocase el grueso de su fortuna en renta variable a través de la banca, incluso en el extranjero, aparte de intentar sin éxito promover dos sociedades de seguros (Barcelona, La Habana). Resulta inverosimil que en la Ciudad Condal perdiese en renta variable unos 200.000 duros, más, menos, da igual. Es decir, cinco veces más de lo que él puso para fundar la naviera en 1857. Demasiado dinero sin que Pancho cite, al menos, en qué valores apostó (deuda, bonos, empresas). Alguien que comete tales batacazos en bolsa nunca habría fundado una década después en Barcelona el Crédito Mercantil gracias a la confianza que él despertaba entre los inversionistas más relevantes de la ciudad.
Y de arruinarse, ni desvalijando la herencia de su suegro hubiese podido fundar la naviera e invertir con Agustín Robert otro tanto en ferrocarriles. Tampoco en 1855, antes del presunto saqueo, López habría tenido fondos para colocar 50.000 pesetas en una empresa participada por su amigo José Amell. La conclusión es que este pasaje del libro es una sarta de mentiras previa a su gran mentira: que su cuñado Antonio no tuvo más remedio que robar la fortuna de su familia política para cimentar sus imparables éxitos empresariales.
Con igual finalidad miente sobre las aviesas intenciones de Antonio López respecto a su familia política. No es razonable que Antonio López abusara de sus suegros. Su ascendencia sobre la familia Bru-Lassús iría pareja con la mutua amistad de años, las buenas formas, el respeto a los mayores y la convivencia con sus cuñados. Pero qué opinión puede esperarse de las relaciones de López con ellos por parte de quien le retrata con la siguiente retahíla de improperios:

¿No visteis pintado en aquella cara toda la ruindad de semejante monstruo? ¿No conocisteis en aquel rostro innoble, en aquel tipo fullero, toda la brutalidad y toda la fogosa, despótica, brutal y ordinaria absorbencia de que era capaz? Aquella frente cínica, aquellos ojitos astutos y vibrantes, aquella nariz vergonzosamente arremangada, aquella barba cerrada, era el tipo más marcado de criminal que la naturaleza puede haber conformado.
Esto es un calco del retrato antisemita que en la Europa de finales del siglo XIX representaba al judío avaro y plasma la carencia de mejores argumentos. Francisco Bru se descalifica solo, y descalifica a quienes creen sus acusaciones. Para su suegro, Antonio López era el reverso de ese retrato. Su mejor opción si desconfiaba de que su mujer e hijos fueran capaces de administrar su herencia a pesar de que los tres varones eran adultos, de entre 21 y 28 años, y que de sus dos hijas, Luisa estuviese casada y la pequeña tuviese 16 años. Porque si López se hubiese comportado en casa de los suegros la mitad de la mitad, de la mitad de la mitad… de cómo lo califica Pancho, su padre nunca le hubiese nombrado consultor en el testamento y, menos todavía, con cláusulas abusivas para que ninguno se desmandase.
Debía estar convencido de que para gestionar la herencia su yerno Antonio era más adecuado. ¿Qué otra alternativa tenía? Se sabe que en 1856 su hijo Francisco estudiaba Leyes en Madrid, y no es seguro que los otros dos varones viviesen en Barcelona. Ramón acabó, no se sabe cuándo, decantándose por hacer su vida en Cuba, si es que por entonces no estaba allí. Y el mayor, Andrés, con 28 años carecía de una profesión definida a tenor de cómo gestionó lo heredado en 1864 y del perfil que le trazó Pancho: “Falta de carácter y mundo.” Según éste, alguno de sus hermanos estuvo junto a su padre enfermo grave, aunque no le da relevancia para dejar todo el protagonismo del desenlace a su cuñado Antonio. A Francisco Bru le interesaba publicar que sus padres se las viesen solos y a solas con él, sin parientes ni amigos, lo que facilitaría su versión malvada de que fueron víctimas propiciatorias del yerno.
Tras estar domeñado Andrés Bru en la trama novelada por Pancho, este sube de tono contra su cuñado. Narra que cuando López y Satrústegui se arruinaron y pensaban a regresar a Cuba para rehacer sus fortunas, a su padre se le detectó cáncer de garganta.
[López dice] `Nada, Satrústegui, no hay que apurarse. A Cuba otra vez, aunque nuestras hazañas son allí muy conocidas´ (…) Ocultaron a mi padre la verdad … y comenzaron a hacer preparativos de marcha (…) Pero un suceso inesperado [enfermedad de Andrés Bru] detuvo el viaje.
Pancho recurre al cáncer de garganta detectado a su padre para acusar con ignominia a López. Le atribuye la decisión de tratar con homeopatía a su suegro, en vez de con medicina galénica (convencional), para así precipitar su muerte. También le responsabiliza del traslado del convaleciente desde su casa de Barcelona a la de Sarriá (zona alta y a las afuera de la ciudad) en las horas más calurosas de un día de agosto, dando a entender las malas intenciones de López. Sin embargo, un análisis de los hechos rebate estas acusaciones. Si el enfermo estaba muy grave no merecía la pena encarnizarse con el tratamiento convencional (cirugía) propuesto, según Francisco Bru, por el afamado míster Roberts, médico inglés. La otra opción era recurrir a las curas del homeópata catalán Juan Sanhelly Metges (1821-1900), quien durante esos años tenía mucho predicamento en Barcelona.
Según Francisco Bru, la homeopatía era “la más se recomendaba por curaciones maravillosas que había hecho. López que no creía en homeopatías, ni en alopatías, y como saben todos los que le han oído hablar de eso, se burlaba de los médicos, apoyaba la homeopatía, ponderando también sus prodigiosos efectos.”
La esposa terminó por aceptar la homeopatía para tratar a su marido porque el otro recurso sabía que no curaba el cáncer. Al final, Antonio López eligió a Sanhelly para que cuidara del enfermo. Hasta aquí todo normal: divergencias familiares de cómo afrontar una situación dramática. Normal, si no fuera porque el doctor Roberts le habría advertido a Pancho que con la homeoterapia su padre “no sólo morirá infaliblemente entre los atroces dolores, sino que perecerá en brevísimo tiempo.”

En resumen, Francisco Bru era partidario de la medicina convencional y vio en la decisión de Antonio López por la homeopatía una maniobra para acelerar la muerte de su padre: “López quedó encargado de buscar nuevo médico y nos trajo al doctor Sanhelly persona entonces poco conocida”. Pues, no. Eso es mentira.
Este médico, pionero en Cataluña de la homeopatía estaba de moda en Barcelona. Doctorado en Madrid, había dejado la cirugía en el Hospital de Sant Pau para especializarse en Alemania en esta nueva rama de la medicina y para cuando trató a Andrés Bru había publicado dos libros sobre esta especialidad, participaba en los congresos internacionales de homeopatía y hacía varios años que tenía la consulta llena.
Hay que tener en cuenta que la homeopatía, hoy denostada, era por entonces un recurso novedoso que daba muchas esperanzas a quienes se sentían desahuciados por la medicina tradicional. López tomó una decisión racional al contratar a Juan Sanhelly Metges. ¡Quién sabe si también para animar al enfermo con esperanzas vanas a modo de mentira piadosa! Pero, claro, por más fama que tuviese y más que cobrase, el doctor Sanhelly no hacía milagros.
Antonio López también acertó al trasladar a su suegro a su casa de Sarriá. Era un lugar idóneo para sosegar a un enfermo grave. Pasaba a una zona menos calurosa y le alejaba del ajetreo, obras e insalubridad que reinaba en la Barcelona fabril y portuaria. Bien distinto es la acusación, por parte de F. Bru, de que el día del traslado no se hizo como estaba previsto con el frescor de las cinco de la madrugada, sino con el sol inclemente del mediodía porque Antonio López estaba ocupado en sus asuntos. Ni Pancho aporta pruebas ni se le puede rebatir, salvo por la nula credibilidad que adolece. Pasa lo igual con la descripción desfavorable que Pancho hace de su madre:
¡Calcúlese en qué estado de inflamación llegó mi padre a Sarriá! ¿Pero cómo la esposa no se opuso a semejante barbaridad, cuya intención secreta era evidente? me dirán. Porque López era el dueño ya de nuestra casa, y mi madre jamás tuvo carácter para luchar con un monstruo de aquella fuerza. Mi madre era una mujer de su casa, retirada, tímida, paciente y sin experiencia, no tenía otra arma de combate que las lágrimas y ya puede imaginarse el caso que López hacía de ella.
Este penoso episodio le sirve a F. Bru para echar pestes de su cuñado y excusar a su madre de los presuntos atropellos sufridos por parte del yerno. Y, sobre todo, le vale para explicar maliciosamente que López arrambló con la caja de caudales, títulos y documentos empresariales de Andrés Bru aprovechando para ello que el hogar familiar de Barcelona había quedado vacío.