Detrás de cada marino hay no una sino cientos de historias. No todas son memorables y algunas mejor no contarlas, pero en general resultan episodios pedagógicos que nos enseñan algún recoveco, alguna arista o simplemente una característica del ser humano. Como el barco mercante es una institución total -una forma académica de decir que el barco es como una prisión o un convento de clausura-, o sea una comunidad reducida que comparte todo el tiempo, revolotean entre sus cubiertas y mamparos multitud de aventuras, experiencias y dramas de los tripulantes.
Creo recordar que la historia de Lorenzo Balmaseda me la contaron en el PINEDA, un buque curioso, con muchos años, pero no era viejo, todo funcionaba bien; pequeño pero lleno de secretos profesionales; y muy marinero a pesar de sus formas poco estéticas. Allí fui a parar de primer oficial de máquinas en aquella época donde era fácil encontrar embarque en bandera española, finales de los años setenta del pasado siglo. Y supongo que la oí por primera vez de alguien con quien jugaba al dominó cuando salía de la guardia de tarde, y que la completé en algún bar de copas, quizás una barra americana, donde los tripulantes ahogábamos la desesperación.
Lorenzo Balmaseda era un radiotelegrafista bien plantado, ciento ochenta centímetros repartidos en un cuerpo elegante, un rostro agradable, una voz bien timbrada y ademanes que revelaban buena crianza. Un tipo guapo, de esos que las mujeres se comen con la mirada y los tíos miramos con envidia.
Por razones nunca aclaradas, unos decían que era huérfano y otros que sus padres lo dieron en adopción, lo cierto es que creció rodeado de cariño y comodidades. Nunca le ocultaron que ellos no eran sus padres. Lorenzo les estaba eternamente agradecido, tanto que aceptó casarse con la hija, un año menor que él, enamorada desde que eran unos niños. La boda se celebró justo después de que acabara los estudios de Náutica en Cádiz.
– Fue entonces cuando el pendejo -contaba el primero de puente- se dio cuenta de que no sentía atracción ninguna por la joven; al contrario, el cuerpo de su esposa le daba asco. Horrorizado, sintiéndose basura, tomó la mala decisión de atender las súplicas y hacerle un hijo. Acertó el tiro, el muy cabrón. A los nueve meses nació su hijo. Para entonces, Lorenzo había desaparecido. Se marchó al día siguiente de la noche de bodas, escribió una carta llena de lágrimas a sus padres adoptivos, implorando perdón, misericordia, comprensión, y dejó a su esposa herida para siempre.
Lorenzo estuvo al principio en una pensión de Cádiz, emborrachándose y cogiendo con todas las mujeres que se le ponían a tiro. Luego embarcó como radiotelegrafista en barcos de Pinillos, de Marítima del Norte y de Naviera del Atlántico. Llevaba consigo el remordimiento atroz de su cobardía, a punto estuvo de caer en la locura, en todos los puertos salía a emborracharse y acababa en el catre más insospechado, a veces cama con dosel y otras camastro con chinches. Adelgazó más de lo aconsejable, se le cayó el pelo y tuvo problemas laborales en todos los barcos, hasta que un día le tocó el azar con su varita de fortuna.

Una mujer, claro. No se sabe cómo conoció a Marcela, aunque nada cuesta sospechar que la encontró mientras se emborrachaba en cualquier tugurio. Tampoco se conocen los detalles de cómo Marcela consiguió llevárselo a su casa y, sobre todo, como hizo para que se quedara con ella en los días siguientes. Tal vez estaba cansado de la vida pendenciera y el amor le llegó en el momento justo para germinar. Lo cierto es que de la noche a la mañana Lorenzo Balmaseda dejó de beber, mejoró su aspecto y se transformó en un compañero amable y generoso, siempre dispuesto a hacerte el favor. Nunca más tuvo problemas.
Marcela venía a verle a menudo cuando el buque tocaba puerto. No era una mujer de esas que quitan el hipo, en absoluto, era normalita, pero encantadora, eso sí; a su lado Lorenzo parecía el ser más indefenso del mundo, lo cual era paradójico, pues el porte del radiotelegrafista volvió a su antiguo esplendor. Cuentan que desde que se le cruzó el ángel de la guardia, o sea Marcela, Lorenzo nunca le fue infiel, bebía con moderación y rechazaba las proposiciones más tentadoras, con gran cabreo, por cierto, de quienes sólo podían esperar el favor de las mujeres despechadas por el radiotelegrafista.
Un día conocí a Lorenzo Balmaseda. Fue en el tiempo -escaso y lejano- en que accedí, craso error, a un puesto de inspector. Solía encontrar en los barcos españoles que visitaba viejos amigos con quienes había compartido embarque. Uno de ellos me presentó al radiotelegrafista. Estaba con una mujer guapa, casi despampanante, que llevaba un niño de la mano. Era su ex esposa y el niño era su hijo. Se había casado con Marcela y había conseguido -sin duda la influencia de la mujer amorosa- reconstruir con la madre de su hijo y con la familia una relación sin resentimiento. Todos se habían perdonado, o eso parecía. Lorenzo, desde luego, tenía una de esas sonrisas que nos salen cuando nos sentimos dichosos.