Tal vez por el acoso de la nostalgia, creciente con los años, o por la necesidad de viajar bien acompañado, o vete a saber por qué, a Paco se le ocurrió proponer un encuentro, un viaje, al grupo de viejos marinos que intercambian en whatsapp saludos, videos eróticos, recuerdos y feroces críticas al Gobierno. La idea fue prosperando. Antonio ofrecía su casa en Sotogrande y su conocimiento de las mejores cocinas entre Málaga y Algeciras; Rafael sugería Peal de Becerro y Cazorla como destino obligado para contemplar olivares inmensos y una gastronomía de primera calidad; José Luis, ahora en Málaga, contaba que la ciudad resplandecía de cultura y belleza, no debíamos perder la ocasión de disfrutarla. Desde Barcelona, Alfredo, o Jaime, recomendaban incluir a Granada en el itinerario.
Así, con pueblos y ciudades que surgían de la memoria y de la ubicación de los interesados se fue construyendo el viaje al sur de seis marinos jubilados y dos más que acogerían a los viajeros en sus lugares de residencia, José Luis en Málaga y Rafael en Peal de Becerro. Cuatro saldrían de Barcelona a Murcia en tren y en coche; Antonio saldría de Sotogrande y se encontrarían con Paco en la santa Murcia la tarde del día 2 de noviembre de 2021.
El vínculo que une al grupo, algunos de cuyos miembros no se conocían personalmente, pasa por la profesión compartida, buques mareados, puertos, ciclones y lupanares en puertos exóticos; y pasa también por la Escuela de Náutica de Barcelona en la que todos estudiaron y de la que todos recuerdan, de forma asombrosa, detalles de las asignaturas que cursaron y de los profesores que las impartieron.
La añoranza de aquellos tiempos, los años sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado lo impregna todo. Navegar de piloto o capitán, de oficial de máquinas o de radiotelegrafista había constituido una inmensa satisfacción, un desafío vital superado con éxito, una escuela que los había preparado para el esfuerzo continuo de vivir con dignidad. Comparten con el escritor Joseph Conrad esa percepción del marino y del navegante: la mar no sólo curte la piel, sobre todo cincela el cerebro para dominar el miedo y plantarse ante los problemas y desgracias con la determinación del náufrago. Los temporales, como la vida misma, se superan con paciencia, temple y conocimiento.
POR QUÉ SE QUEDARON EN TIERRA
¿Cómo fue que dejaron de navegar? ¿Por qué abandonaron la profesión? A los marinos se les suele preguntar por qué escogieron esa carrera tan dura y compleja, pero raramente se les cuestiona sobre las causas que les condujeron a una vida en tierra. Y sin embargo, esa sea quizás la pregunta necesaria para, más allá de la retórica al uso, descubrir la grandeza de dar tumbos por el mar, transportar personas y mercancías entre los límites del océano, y asumir la vida errante y solitaria del marino. Navegar exige prescindir de la vida familiar y del entorno social en el que hemos nacido. Navegar requiere una voluntad firme de traspasar el horizonte y desafiar las olas enfurecidas sin tierra a la vista donde refugiarse. Navegar, en fin, es trabajo de galeotes y de héroes. La mar es mucho más dura que la tierra. Por eso los buques, abanderados ahora en paraísos fiscales, están tripulados por gentes procedentes de los países pobres del mundo. Apenas quedan tripulantes con pasaporte europeo, norteamericano, árabe o japonés. Quienes han nacido en la pobreza de la India, de Filipinas, de Senegal o de Honduras aguantan lo que sea, demandan poco o nada y son conscientes de que ese trabajo resulta el mejor de los posibles.
El desarrollo económico de España tras el éxito del plan de estabilización, 1959, confirmado durante los gobiernos constitucionales de los años ochenta y noventa del pasado siglo, llevaron a muchos marinos a pensar en el matrimonio, los hijos, el pueblo y la vida estabilizada en tierra. Rafael no tuvo problemas para medrar en una consignataria; Paco inició varios negocios, la mayoría con enormes beneficios; Juanjo se colocó como jefe de mantenimiento de una importante industria, con sueldo más que suficiente para mantener un magnífico velero de 12 metros; Antonio trabajó para la naviera ZIM, israelí, mandó barco y aprendió los entresijos y la manera de crear empresas rentables; Alfredo estudió Derecho y el azar le marcó una provechosa carrera en la rama fiscal y mercantil; Jaime se colocó, tras un embarque problemático, en una empresa portuaria, pero pronto se montó sus propios negocios: comercio de máquinas y piezas para la industria del petróleo, talleres industriales y fincas de vid y de olivos; y Juan buscó acomodo en la Administración, en el periodismo y en la universidad.

Fueron marinos, conocieron los días gloriosos de Ibarra, de Aznar y de Trasatlántica, los estertores de los buques oceánicos de pasaje; navegaron por el Pacífico, atravesaron muchas veces el Atlántico con buques cargados de todo tipo de pasajeros y mercancías (grano, zapatos, licores, petróleo, maquinaria, mineral…), sortearon el canal de la Mancha en días de intenso tráfico y barajaron las costas de África y las islas del Índico con apenas algún episodio venéreo solucionado con la penicilina del botiquín a bordo. Grandes aventuras, días inolvidables. Pero los humanos somos animales terrestres, territoriales. El mar resulta inabarcable, venturoso, insolente y sin raíces. ¡La tierra, la tierra es el destino!
COMPARTIERON HISTORIAS
El viaje se planteó como un festín permanente, una Grande Bouffe (la película de Ferreri, de 1973) sin señoras por medio, la edad de los viajeros, entre 70 y 77 años, no lo permitía, o al menos lo hacía difícil. Pero comieron como hurones hambrientos reconvertidos en gourmets: un festín en el Club Cordillera, Murcia; un banquete de platos infinitos en Casa Esteban, Peal de Becerro; un almuerzo de exquisiteces inacabables en Marbella; una cena de tapeo caprichoso en Málaga; y ágapes mañana y tarde en los sitios más encumbrados de Sotogrande.
¿Resultó, al fin, un viaje gastronómico? Podría decirse así, pero no fue una excursión de comilonas. Fue un viaje a la memoria, un regalo a la nostalgia y un homenaje al pasado marinero que todos atesoran. Comieron bien y descansaron en buenos hoteles, por supuesto, pero sobre todo compartieron historias y se sintieron arropados como cuando eran jóvenes y contemplaban el azul infinito desde los alerones de los buques donde estaban enrolados.
También les dio tiempo de jugar al mus un par de tardes, igual que si estuvieran fondeados en una rada encalmada con la seguridad de que no podrían entrar en puerto hasta la próxima semana.
Ya están preparando un nuevo viaje, a Galicia esta vez.