Las navieras son empresas especiales. Lo escribió William Shakespeare en su extraordinaria historia del Merchant of Venice. El naviero posee barcos y riquezas, pero los barcos no están hechos más que de tablas y los marineros no son sino hombres; hay ratas de tierra y ratas de agua (…) Además, existe el peligro de las olas, de los vientos y de los arrecifes (traducción de Luis Astrana Marín, Ediciones Aguilar). Puede afirmarse que el armador es un empresario vocacional, no un simple negociante que persigue el beneficio por encima de todo, en cuyo caso preferirá la banca, la usura o los servicios básicos (agua, gas, electricidad…). Lo reitera en el presente Alejandro Aznar: Pocos negocios hay donde el riesgo, la volatilidad y la incertidumbre sean tan intrínsecos a los que enfrenta el armador (prólogo del libro conmemorativo del 150 aniversario de la entrada de la familia Aznar en el sector del transporte marítimo).
Empresas que compiten en el mercado global desde hace doscientos años, las navieras nacen, se desarrollan y mueren en igualdad de condiciones con el resto de personas jurídicas. Cada caso es distinto, claro está, aunque es posible detectar razones comunes que conducen a la ruina. La principal, la mala gestión, la incapacidad del armador (heredero, comprador o sucesor) para sostener una empresa competitiva que tantos riesgos afronta.
Veamos algunos casos relevantes. La Compañía Trasatlántica, que parecía indestructible a la muerte de Antonio López y López, el fundador, se fue desmoronándo año tras año en manos del segundo hijo del primer marqués de Comillas, Claudio López Bru, hombre de hondas convicciones religiosas, probablemente destinado a una carrera de púrpura vaticana si su hermano mayor no hubiera fallecido antes que su padre.
El caso de Naviera Aznar se atribuye por los historiadores y economistas que han estudiado su caída como un ejemplo de inversiones inoportunas en un momento de crisis y de cambios profundos. Barcos que se encargan cuando el futuro es particularmente incierto y se entregan años después, con dificultades para competir en la nueva situación.

Algo parecido sucedió con buena parte de las navieras españolas que desaparecieron en la decada de los años ochenta del siglo pasado. La marina mercante española se desplomó: pasó de más de ocho millones de toneladas de registro a menos de un millón, aunque esa historia quedaría coja si no añadieramos que el empeño de los Gobiernos españoles desde los años sesenta por defender la industria de construcción naval mediante la concesión insensata y desmedida de facilidades crediticias para quien quisiera montarselo como armador propició la entrada en el sector de oportunistas de diverso pelaje cuyo único afan era coger el dinero, encargar lo que fuera con forma de buque y abandonarlo después a los acreedores hipotecarios, una institución pública en la mayoría de casos. Esa coyuntura perjudicó seriamente a los verdaderos armadores, obligados a soportar, en el peor momento, una competencia suicida de los logreros que colonizaron el sector.

Hay un caso de los muchos que se dieron en esos años al que vale la pena dedicar más atención. Marasia, una naviera de gestión ejemplar, querida y admirada por el personal de flota y el personal de tierra, con líneas y tráficos internacionales que (casi) todos los marinos recuerdan. Su crisis coincidió con la entrada de Banca Catalana como socio mayoritario y el encargo en mal momento de dos buques nuevos. Por la primera coincidencia, se atribuye la ruina de Marasia a los pufos de Banca Catalana, que habría intentado convertir a la naviera en el peón marítimo de la “construcción nacional” predicada por el político y banquero Jordi Pujol. Otros, la mayoría, descreen de que esa fuera la causa y se decantan por endosar a la crisis de fletes, consecuencia en parte de la guerra arabe-israelí de 1973, la imposibilidad de pagar los créditos por los nuevos barcos, que a su vez mostraron escasa capacidad para seguir la estela del contenedor.
Bueno es recordar ahora que en aquellos años ochenta del pasado siglo, algunos dizque armadores, pero en realidad arribistas metidos en el sector al calor del dinero oficial algo más que gratis, lanzaron la especie de que la presión sindical era la causa principal de la quiebra de las navieras, una falacia absurda, un trampantojo que sin embargo compraron algunos voceros desde las instituciones del sector; y que también se tragaron no pocos marinos, entonces alérgicos a la democracia y al liberalismo político. Algunos de ellos se llenan hoy la boca con los argumentos del partido Podemos y sus satélites. La historia, escribió Marx, se repite en forma de farsa.