LOS HECHOS
Como todo el mundo sabe, en todo buque de guerra el comandante es dios y el segundo de a bordo su profeta. De ahí que la dotación suela referirse a él como “el Altísimo”, “Su Esencia” (corrupción del vuecencia al que tienen derecho los almirantes), u otros apodos más o menos ingeniosos que denotan su majestad absoluta, evidentemente a sus espaldas (aunque Él lo ve todo. Lo escucha todo. Lo sabe todo).
Porque hay algo que a bordo todos tenemos muy claro: su poder es absoluto. Y no solo me refiero sobre dotación y trabajos. Con toda seguridad una palabra suya detendría el viento y calmaría las olas. Y si no lo hace es porque tan grande es su poder como su responsabilidad. Solo, en el puente, a nadie puede pedir consejo. Tal es su cara y su cruz.
Por eso no me pareció de recibo preguntarle que debía hacer con el fantasma.
Pero vayamos por partes. Yo no llevaba ni dos semanas como segundo comandante del destructor ESCAÑO. Corrección: no llevaba dos semanas como segundo comandante de nada. Mis galones de capitán de corbeta eran nuevos de trinca y la verdad, esta responsabilidad recién estrenada me cogía un poco a trasmano.
La teoría me la sabía: el segundo de a bordo viene a ser algo intermedio entre la madre y el jefe de personal del buque. Responsable de todos los asuntos de orden interno, debe descargar de preocupaciones al comandante para que pueda centrarse en el cumplimiento de la misión. Así pues, no cabía duda, el marrón era todo mío.
Durante el curso de jefe no me habían dicho nada de cómo tratar con apariciones sobrenaturales. Pero volvamos al tema. Yo ya había notado un cierto pitorreo entre los mandos más antiguos de la base. “Felicidades. Un destino de miedo, te llevas” u otras lindezas similares. La verdad, no presté demasiada atención a sus pullas, atribuyéndolas al típico cachondeito con que en este país solemos premiar a quien recibe un merecido ascenso.
Los problemas comenzaron nada más zarpar. Primero eran cosas pequeñas: la bandera había quedado mal doblada, tal que al izarla quedaba boca abajo, y menudencias de ese tipo, si puede llamarse así a ciscarse en el artículo 457 de las Sagradas Ordenanzas. Después se fueron haciendo de mayor calibre, nunca mejor dicho. Al saludar al cañón a un portaaviones americano alguien había sustituido la munición de fogueo por real, con lo que estuvimos a punto de tener un serio disgusto. Por mucho menos se había liado la del 98 en Cuba.
Aquello era completamente inaceptable.
Las primeras alteraciones las achaqué a la desidia, pero cuando la cosa fue subiendo de tono no pude sino pensar que se trataba de sabotajes. Y eso, en la España de los años cincuenta, no era para tomárselo a chacota. Se imponía incoar sin dilación ni excusa el procedimiento correspondiente.
LA INSTRUCCIÓN DEL PROCEDIMIENTO
No me sorprendió en absoluto el muro de silencio con el que se recibieron mis pesquisas. El que fuera culpable no iba a decir nada, y los que eran inocentes tampoco, por ser inocentes. Y si alguno algo había visto algo tampoco iba a decir nada, que en boca cerrada no entran moscas, y no era cosa de buscarse más problemas de los que nos da la vida. En fin, nada que viniera de nuevo a estas alturas.
Pero algo me sorprendía: no encontraba un patrón claro, lo que llaman móvil en las novelas de detectives. Me explico. Si era una persona sola la responsable de los desaguisados todos tendrían que tener algo en común. Ser todos de máquinas, pongamos, o de armamento o electricidad. Igualmente, si se tratara de un pequeño grupo. Pues no. El invisible atacante parecía disfrutar en que cada pirula no tuviera nada que ver con la anterior. Y no podía ser que todo el barco estuviera conchabado.
Mejor, ni pensarlo. Más valía que me dejara de tonterías, y empezara con lo que tenía que haber hecho desde un principio.
* * *
Si el capitán es el padre y el segundo de a bordo la madre, el suboficial más antiguo es tu hermano mayor. Es el que te enseña los trucos sucios sin que se note (aunque nada escapa a la mirada de Él), quien arregla las pequeñas cosillas del día a día sin necesidad de molestar a la escala de mando. El que sabe lo que se cuece en el puchero porque casi siempre es él quien remueve el cucharón.
– Venga, Mariano, larga. Que sé que sabes algo que yo no sé.
– Don Víctor, yo le juro por mis muertos… -el buen Mariano sudaba como un pollo. Subteniente que ya montaba guardia cuando yo aún llevaba pañales, nunca había visto al hombretón tan apurado.
– Mariano, sé que sabes algo. Y tú sabes que yo lo sé. Y yo se que tú sabes que lo sé. Y tú sabes que yo se que tú sabes que lo sé –me pareció que me estaba liando un poco. Esa no era forma de intimidar a nadie-. Vale. Paso que no quieras ser un chivato acusica, pero o cantas o te vas al comandante.
– ¡No será usted capaz! –los ojos del viejo suboficial se abrieron como platos ante tamaña amenaza-. Esta bien. Si así ha de ser….
DE QUE LA GENTE DE MAR NO ES TAN SUPERSTICIOSA A VECES COMO SE PIENSA
– ¿Que hay un qué a bordo? –ahora me tocaba a mi poner cara de pez.
– ¡Shhh! –chistó el subteniente, tomándome de la manga-. ¡Que nadie se entere! ¡Sería peor el remedio que la enfermedad!
Me arrastró de la manga hasta un rincón apartado. La palabra secreto en un buque de cien metros de eslora en el que conviven ciento cincuenta almas solo existe a nivel de diccionario. Miró a babor y estribor antes de decidirse a hablar.
– Como sabe usted –comenzó nervioso el subteniente, secándose el rostro con el mugriento pañuelo que empleaba para repasar la grasa del cañón- este buque sirvió durante la guerra en el bando de los rojos.
– ¿Y bien? –respondí algo amostazado-. Yo mismo me vi obligado a mandar un submarino republicano durante los primeros meses de la guerra.
– Ya, mi segundo –suspiró el suboficial-. Pero usted está vivo.
* * *
– La madre que te parió –no pude evitar concluir cuando terminó de hablar.
– Mi segundo, tampoco es cosa de mentarme los muertos –se puso repentinamente serio el viejo suboficial.
– Disculpa, Mariano. Era una forma de hablar. Es que el tema tiene su guasa. A ver si te he entendido: Que tenemos un fantasma a bordo. Vamos, que somos como un castillo escocés, pero en más húmedo.
* * *
Aquella noche, de guardia en el puente alto, no podía evitar mirar de vez en cuando por encima del hombro. A ver, yo soy un tipo racional y moderno, con educación científica. Pero en la mar viajas mucho y mucho ves. No era tan inverosímil, o dicho de otra forma, cosas más raras habían visto estos ojos.
La historia del barco era bien sabida. A punto de terminar la guerra civil, en marzo del 39, la flota roja partió hacia Bizerta, en Túnez, para pedir asilo político. Los trataron como cerdos. Los metieron en un campo de concentración, como criminales. Los buques quedaron ahí, con dotaciones reducidas. Más tarde serían entregados a nuestro Gobierno. Los vencedores siempre son legítimos.
¿Y los hombres? Algunos volvieron a España, para ser encarcelados. Otros quedaron en Francia. Algunos de ellos lucharon contra los nazis, y después acabaron muriendo en la Legión Extranjera, en Dien Bien Phu, por una bandera que los había despreciado.
Podían haber sido rojos, pero algunos habían sido rojos valientes. Soldados de una España derrotada, pero de España. Durante los primeros meses de la guerra, yo había estado en zona roja. Aprendí ahí que incluso los vencidos tienen héroes, aunque no salgan en la Historia.
Por ejemplo, el bibliotecario de a bordo.
* * *
Su nombre se ha perdido. A pesar de mis averiguaciones en los archivos del Ministerio sólo pude saber que era un viejo escribiente, cabo al inicio de la guerra, tras muchos años de servicio. Quizás era consciente de su propia debilidad, o no se consideraba un líder. Quizás pensó que la pluma es más poderosa que la espada, quizás no sabía luchar de otra forma. Lo cierto es que tan pronto como se levantó la flota montó, motu proprio, una escuela a bordo.
Empezó por enseñar a leer y escribir a los analfabetos de a bordo, siguió con las cuatro reglas, y terminó con nociones de Historia y Economía a partir de unos ajados libros de la Escuela Moderna de Ferrer y Guardia. A esas alturas, los del comité quisieron darle un capón, pues la tropa estaba haciendo demasiadas preguntas e incluso alguno comenzaba a pensar. Pero tenía que ser un hombre valiente, o al menos testarudo. Así que colgó las horas de clase en el tablón de anuncios del rancho de tropa.
A falta de mejor aula enseñaba en el muelle. Sentado en un noray explicaba, entre servicio y servicio, las andanzas de un tal Quijote. Primero enviaron un grupo de la guardia roja a pegarle una paliza, por antirrevolucionario, pero al día siguiente estaba ahí otra vez. Quisieron volver, pero cada vez había más marineros interesados en saber si el Cid se picaba por fin a esa Jimena, o como calcular cuantas manzanas da un campo de cien metros de lado si plantas un árbol con dos ramas cada tres metros. Intentaron freírlo a servicios, a ver si se cansaba. Pero cuando tenía dos minutos estaba ahí de nuevo.
Finalmente, sus andanzas llegaron a oídos de un jefe inteligente que ordenó se le dejara en paz. Dijo algo así como que para luchar, además de pan, agua y balas, hace falta poesía. Los mamporreros del comité no le entendieron, pero órdenes son órdenes, así que en invierno o verano, con lluvia o sol, las lecciones continuaron.
Pero finalmente pasó lo que tenía que pasar, es decir, que unos ganaron y otros perdieron. Y el maestro estaba entre los perdedores. No fue culpa suya, por supuesto. Cuestión de suerte, en este caso mala. La última clase trató sobre un tal Espartaco y unos pocos, que pasaron de rendirse contra unos muchos. A veces, dijo cerrando el libro, no por vencer se tiene más razón. Aunque dios esté con los batallones más fuertes, a veces también se equivoca.
Vinieron los sarracenos
Y nos molieron a palos.
Que dios protege a los malos
Cuando son más que los buenos.
A partir de ahí, se perdía toda noticia del escribiente. No se puede culpar de ello a nadie. Eran días de sálvese quien pueda, de mirar por uno. Pena que después no serían días, sino años, pero en fin. Lo cierto es que cuando el buque fue devuelto al nuevo Gobierno encontraron en uno de los sollados la biblioteca que había reunido.
Pero nada más se supo del viejo marinero. Hasta que empezaron a pasar cosas.
PREGUNTANDO A DIOS Y AL DIABLO
Y nada más se supo hasta que se supo. Que también es mala suerte que me tocara a mí.
En fin, no era cosa de llorar sobre la leche derramada. Había que ponerse con el tema. Pero sin el apoyo de las Reales Ordenanzas –aunque sea difícil de creer, el tema de apariciones sobrenaturales no aparece- la verdad, me sentía como se dice vulgarmente desnudo. En pelotas. Con el culo al aire. Tenía que buscar ayuda de un profesional.
El Pater Hostias –no era su verdadero nombre, pero todo el mundo le llamaba así- había estado quince años en la legión, en guerras en África y España, de modo que era un hombre eminentemente práctico. No era dogmático ni en lo humano ni en lo divino. Había terminado arrinconado en esta base por poco celoso a la hora de denunciar rojos. Siempre decía que si dios quería juzgarlos que fuera y los pillase, que él estaba muy ocupado con otras cosas, por ejemplo el hambre de la gente. Si alguien podía poner sensatez en el tema, era él.
– Hombre, Víctor, verás –dijo dubitativo-. Yo podría hacerte un exorcismo sin muchos problemas. Pero no sé si sería pasarse un poco. Vale, lo del desvío de las tuberías de alta presión al retrete fue de mal gusto, pero hasta ahora nada ha pasado de ser una gamberrada. Como se me vaya la mano envío a esa pobre alma pecadora de cabeza a los infiernos, y la verdad, me parece que no es para tanto.
– Pues podríamos preguntarle al contralmirante que le pareció cuando se derivó la corriente del generador a la cubierta –repuse amoscado-. El día de la visita del vicecónsul.
– Que sí, que sí –sonreía encontrando no se que gracia al tema-. Solo quería decirte que quizás primero podríamos intentarlo a las buenas. ¿Has pensando en hablar con el otro bando?
– ¿Qué quiere decir? –entrecerré los ojos.
* * *
Cuando el pater me dio la dirección de la bruja había pensado, no sé, en un caldero con una pata de sapo colgando y una revieja de nariz ganchuda y pelos revueltos, o algo así. El caldero estaba –tuvo la amabilidad de enseñarme el cómodo piso, cocina moderna y funcional incluida-, pero lo que se cocía era un caldo que olía de rechupete. Con un elegante vestido, la señora podría haber pasado por una secretaria de alto nivel.
Primero de todo me acompañó a una salita y nos sirvió café. Detrás de la bruja un mocito, vestido con uniforme del Fútbol Club Barcelona, me sonreía desde una foto. Tenía que ser su nieto. Lo que me faltaba: bruja y culé, hay que joderse.
Atendió amablemente mi explicación, sin interrumpirme. Al principio me sentía un poco incómodo, pero al ver la naturalidad con que aceptaba mi historia me fui soltando. Cuando terminé asintió pensativa.
– ¿Y por qué quiere usted echar a ese pobre hombre a patadas? –preguntó.
– Bueno, verá usted, en primer lugar es mi barco. A ver, no es mi barco, es del comandante. No, no es suyo realmente, es de la Armada. Pero como si lo fuera. Como si fuera mío, quiero decir. Como segundo de a bordo soy el responsable de la tripulación, y no toleraré injerencias en el mando.
– Pero me dice usted que a ese hombre se lo quitaron todo –respondió la bruja. Y no hablo sólo de cosas materiales. Cada día destruyen un poco su espíritu. Es normal que esté enfadado. ¿Ha pensado en pedirle perdón?
– ¡Por tomarme el pelo! –salté indignado-. ¡Por tomarse a pitorreo el honor de mi buque!
– Bueno –sonrió la mujer-. Al menos hable con él.
LA BIBLIOTECA
No habían tirado los libros viejos. Era curioso ver, al lado de la Historia de España, de Pemán, los trabajos de campo de Barandiarán.
Según el reglamento, todo barco a partir de cierto porte tenía que tener una pequeña biblioteca. Para el descanso de la marinería, se supone. Lo cierto es que los chavales no pasaban muy a menudo por aquí. Bueno, ni los chavales ni los oficiales.
Alguno pedía de vez en cuando la llave al cabo responsable, y nadie había reportado hasta el momento rumor de cadenas o cosas así, por lo que consideré seguro entrar sin más precauciones. El sollado no era muy grande, y las paredes estaban cubiertas de libros hasta el techo. Parecía que hubieras desembarcado. Que estuvieras muy lejos. Sí, era como viajar, y yo sé mucho de viajar. Pero de otra manera.
Cerré la puerta a mis espaldas. No sentía miedo, sino una curiosa paz. Era como si los libros me llamaran, como si me pidieran por favor que los leyera. Algunos, como chicas de vida alegre, me ofrecían aventuras sin final. Otros, más serios, con voz profunda y mesurada, sabiduría.
Recordaba mi infancia. En la biblioteca de la escuela.
De repente, sin saber cómo, estaba ahí. Llevaba un viejo uniforme de los tiempos de la República, muy pulcro, y un brazal rojo. Ninguna medalla. Era flaco, no muy alto, con el pelo que empezaba a clarear. Los libros callaron como alumnos ante el maestro. De la sección de aventuras salía alguna risita.
– Ahora soy yo el segundo de a bordo de este buque –me aclaré la voz. Dudaba. Cinco minutos atrás estaba decidido, sabía cual era mi deber. Ahora no lo tenía tan claro-. Tengo que hablar con usted de esta situación, que es intolerable. Y haga el favor de decirle a ese cuento de ahí que se comporte.
* * *
Lo sabe todo. Lo ve todo. Lo escucha todo. No se cómo se enteró, pero el señor comandante me hizo llamar al puente.
– Y bien, Víctor –el viejo lobo de mar sonreía, apoyado en la batayola-. Creo adivinar que ha tomado usted una sabia decisión en un tema importante.
– Pues hemos llegado a un acuerdo, mi comandante –sonreí yo también-. La verdad, según como se mire, aquel cabo tenía algo de razón. Y un bibliotecario, aunque no sea de este mundo, siempre es cosa buena de tener a bordo. De hecho, muchos bibliotecarios no son de este mundo.
– Al grano, Víctor. No se pierda en los detalles.
– Sí, mi comandante. He pensado que el cabo podría quedarse y… cuidar de los libros. A cambio se compromete a no hacer más trastadas. Le he explicado que nuestro honor quedaba un poco en entredicho. Que estábamos quedando en ridículo ante la flota. Fue parte de la dotación y su corazón sigue en este barco. Y también… también se ofrece a otra cosa. Verá. Si alguien entra en la biblioteca y quiere un libro determinado, le bastará cerrar los ojos, concentrarse, abrirlos y mirar fijamente a un estante.
– Y ahí está el libro que buscas –completó mi frase el marino.
– No señor –respondí-. Hay cualquier otro libro. Pero tiene usted su palabra de que será un buen libro.