Preparada la trama con la enfermedad de su padre, Francisco Bru desvela el verdadero propósito de escribir “La verdadera vida de Antonio López y López”. Nada de trata de esclavos, ¡Qué va!, Para él lo importante del libro es que López y Satrústegui se hicieron con la herencia familiar y la de una tía adinerada tramando planes perversos, más propios de una conspiración gansteril.
En efecto, tan dueño era mi cuñado de nuestra casa, que al llevarse a mi padre, cogió las llaves de la caja [de caudales] y se las metió en el bolsillo con el mayor desparpajo diciendo: `Señor Bru, guardo eso, por si acaso hay que sacar algo.´ Y mi padre le contestó: `Bien hecho, López, porque yo no estoy para nada.´ Así quedamos todos instalados en Sarriá, dejando cerrada nuestra casa de Barcelona.´
A partir de allí, según Pancho, empezaron las maquinaciones de su cuñado, quien, tras hacerse también con las llaves de la casa, examinó con Satrústegui la caja “viéndola repleta de caudales. Mi padre no tenía nada en los Bancos. Toda su fortuna consistía en metálico, papel y fincas … de Santiago de Cuba.” Y según le convenía, López conservó algunos documentos, quemando otros, de acuerdo con Satrústegui, antes de cerrar la caja y marchar. Además, según Francisco Bru, López aprovechó para sus planes la “amistad muy íntima” que tenía con el notario Miquelerena, de “reputación muy especial en la Audiencia, donde se decía de él que servía para ciertos actos también muy especiales”.
El malvado cuñado, el notario corrupto y el moribundo desasistido dieron ocasión para amañar el testamento, según escribe Pancho, quien añade que nadie supo de lo que se tramó al redactar, leer y firmar las últimas voluntades de su padre en el lecho de muerte, pero que el resultado fue que López dictó a su suegro el testamento con la complicidad del notario.
¡La noticia nos cayó como una bomba! ¡Testamento! sin haber prevenido a su esposa, ni hablado de tal cosa delante de nadie, que nosotros supiéramos (…) ¿Qué nueva infamia acababa de cometer el negro de Cuba, el estafador de la casa Bell y el perseguidor de mis hermanos? Ahora vas a ver lector.
No fue así. Su madre hizo el testamento al tiempo que su marido y nombró albaceas a éste y a Antonio López. Además, los dos testigos son los mismos en ambos testamentos. No se sostiene que su esposo no le previniese del suyo cuando lo hacían a la vez, con los mismos testigos y bajo el mismo techo de la “casa que habito llamada de Cardeñas.” (en Sarria). Y ¿Desde cuándo los padres deben informar a sus hijos de que van a hacer testamento? Carece de sentido la acusación de que A. López y el notario actuaron al respecto con opacidad y alevosía.
No tuvo esa percepción la viuda si continúo confiando en el mismo notario. Al poco de morir su marido, ella recurre a Miquelarena para hacer tres escrituras: nombrar a Gayón, pariente de López, apoderado en Santiago de Cuba; inventariar las pertenencias de su marido en las casas de Barcelona y Sarriá; y más tarde dar plenos poderes a su yerno Antonio para gestionar la herencia familiar en Cuba.
El odio de Pancho Bru pretende arrojar opacidad a un testamento que ya de por sí tiene disposiciones polémicas porque su padre deja la plena gestión y el reparto de la herencia al parecer de Antonio López. Son ciertos, sin embargo, los extractos que trascribe del testamento: Su viuda no podía tomar ninguna decisión respecto a la herencia sin permiso de su yerno López; si algún hijo no estuviera conforme con el testamento sólo recibiría la legítima; y lo mismo le pasaría a quien “no guardase buena conducta a juicio del consultor que tengo señalado a mi esposa”. No contento con atar en corto a sus hijos, Andrés Bru Puñet amarra la viudedad de su esposa, pues perdería el usufructo de la herencia si volvía a casarse, aunque a cambio recibiría 4.000 duros.
Al testar, Andrés se comportó con su esposa, de 55 años y con dos hijos vivos de su anterior matrimonio, según la costumbre de entonces. Le respetó las capitulaciones matrimoniales, como la dote… También le aseguró el sustento concediéndole alguna partida y el usufructo de sus bienes, aunque condicionándolo a que no se volviera a casar. ¿Raro, esto último?, así podía ser con las viudas la dadivosidad de sus maridos. Estaban casados en régimen de separación de bienes, tan propio entre catalanes, y no de hermandad.
Para entender este testamento hay que ponerse en los zapatos del moribundo. Con cinco hijos mayores, los varones aún sin asentarse, con una esposa ajena a los negocios, con una fortuna compleja y dispersa… había que poner un gestor con plenos poderes al frente de la herencia so pena de pérdidas patrimoniales y de enfrentamientos familiares. ¡Quién mejor para todo ello que su admirado Antonio López!, su yerno de confianza, un empresario bregado en finanzas en cuyas manos había obtenido beneficios en su casa comercial de Santiago de Cuba. Y para evitar que alguien ajeno a la familia, por casarse con la viuda, interfiriera en la gestión de la herencia, Andrés Bru Puñet declara que su mujer perdería el usufructo si optaba por terceras nupcias. Tiene sentido y más cuando en el testamento deja entrever que Antonio López gozaba de predominio en las finanzas familiares de los Bru-Lassús, porque incluso había avalado una deuda de 2.500 duros del hijo Ramón Bru Lassús. La tutela económica de A. López sobre patrimonio de Andrés Bru podría venir de tiempo atrás.

El testamento resulta razonable a pesar de las duras disposiciones que impedían a la viuda e hijos a decidir por su cuenta y riesgo. En todo caso, las últimas voluntades no son negociables y quien no estuviese conforme debería demostrar que el enfermo fue burlado, presionado o no estaba en su sano juicio para testar. No recurrieron el testamento, sino que Francisco Bru acusó públicamente a su cuñado de amañarlo para así rapiñar a la familia política (líbelo de 1857). Más tarde, ésta denunció a Antonio López por haber aprovechado su pleno predominio para gestionar la herencia a su favor. Francisco Bru llega incluso a acusarle de delitos muy graves, más propios del crimen organizado, pues implica hasta al notario:
Pocas horas después de la visita del notario Miquelerena, nos encontramos muerto a mi padre (…) Mientras nos agolpábamos en torno al cadáver, López nos dejó plantados, corrió a Barcelona con las llaves en el bolsillo, fue a buscar a Satrústegui y a Miquelerena y en compañía de los dos entró en nuestra casa de Barcelona, abrió la caja y llevó a cabo el saqueo general que tenía proyectado… y sólo dejó en la caja algún dinerillo, las escrituras y títulos de nuestras fincas y algunos papeles insignificantes. Así que del inventario resultaba que mi padre al morir dejaba muy poco (…) Paquetes de acciones al portador habían desaparecido, ni los libros que mi padre llevaba del movimiento de nuestra fortuna se habían encontrado.
Pancho miente ya en la primera frase. Andrés Bru murió cuatro días después de testar, no pocas horas después. Y otro tanto, dice Pancho, pasó con el testamento y la herencia de María Bru Puñet, viuda de Juan Baradat y hermana del difunto Andrés. Solo ve maquinaciones de su cuñado López para aprovecharse de esta adinerada anciana, cuya fortuna debía recaer en los cinco hijos de los Bru-Lassús y en otro pariente.
El nuevo relato contra López es similar al expuesto con ocasión de la muerte y legado de Andrés Bru. Acusa a López de volver a engañar y expoliar con métodos propios del hampa. Mejor obviar, por cansino, las incongruencias y mentiras manifiestas en que incurre el resentido Pancho, como que su tía tuviese escondidos en casa ¡nada menos que 42.000 duros!, de los cuales se apropiaron A. López y P. Satrústegui sacándolos a altas horas de la noche por la puerta del lavadero. Un relato irreal, incluso más largo que el relacionado con la muerte de Andrés Bru. ¿El final?, el mismo, el de siempre, un millón de duros:
Las haciendas y demás patrimonio de mi padre y de mi tía rehicieron a Antonio López, quien inmediatamente pudo disponer de un capital de cinco millones de pesetas. Así reparó todas las pérdidas que había tenido en Barcelona y volvió a encarrilarse en el negocio.
Todo ello sin pruebas, todo con cifras astronómicas de pérdidas y expolios, todo con métodos gansteriles. Y para completar el latrocinio, cuenta F. Bru más adelante, López viajó a Santiago de Cuba para vender las propiedades de su padre, pues una vez reconvertidas en dinero contante y sonante podía estafarles con más facilidad. Vuelve a mentir. Basa sus acusaciones en grandes embustes y en callar con gran descaro todo que desbarate su relato. Nada escribe del testamento de su madre, y no menciona los plenos poderes que ésta le dio a Antonio López el 24 de noviembre de 1856. Esta escritura es clara, extensa. No deja ningún cabo suelto para que su yerno López pueda administrar y gobernar el patrimonio en cualquier aspecto, incluso que lo “pueda vender y enajenar.”
La duda de leguleyo es hasta qué punto la madre -albacea y usufructuaria- podía dar plenos poderes a su yerno -albacea y consultor testamentario- para que actuase a su voluntad con la herencia que, en último término, pertenecía a sus cinco hijos. Lo mismo vale para Antonio López. Pudieron extralimitarse ambos si las ventas en Cuba no las concretaron antes con los cinco herederos. Es de suponer que López actúo si no con prepotencia, si con su tendencia al personalismo, aunque fuera en beneficio de todos. Súmese a ello los posibles recelos y viejas cuentas familiares: el conflicto estaba servido. Más aún cuando la madre se echó atrás poniéndose de lado de sus hijos y entró en escena como apoderado de todos ellos el nuevo yerno, pues para entonces Caridad se había casado con Rafael Masó Ruiz de Espejo. Acusaciones, pleitos, sentencias… Cada parte tenía sus razones.
López se atuvo a los dos testamentos y a los plenos poderes que le dio su suegra. Viajó a Cuba en la primavera de 1857 para vender los bienes heredados. Es decir, desinvirtió lo que tenía Andrés Bru en la Isla, tal como había hecho él con lo suyo cuando se afincó en Barcelona con todo lo ganado allí, salvo las fincas de Bell afectadas por pleitos. Si esta opción fue buena para él, por lo mismo debería serlo para la familia Bru-Lassús. Abusó de su mando en plaza, quizás, aunque acertó en la decisión. Vendió en Cuba lo grueso de dicha herencia poco antes de que a finales del verano de 1857 estallase una crisis económica de la que Santiago de Cuba nunca se recuperó del todo. Una sentencia de 1859, ya en España, dio por buenas las ventas realizadas en Cuba, si bien le obligó a que el monto obtenido quedase en manos de su suegra, quien a su vez lo dejó en custodia de un indiano amigo común, José Amell Bou.