En 1986, la elección de Barcelona como sede de los Juegos Olímpicos de 1992 supuso la toma de decisiones políticas que crearon un modelo de ciudad volcado en el turismo. No se paró en barras a la hora de tirar abajo, incluso patrimonio marítimo, con tal de recrear espacios para el ocio, compras, espectáculos, museos, congresos y ferias, gastronomía, deporte, marinas, amarres para cruceros… Y fue todo tan ¡deprisa, deprisa! que hubo que espabilarse para tomar por última vez un aperitivo en los últimos chiringuitos/casetas que quedaban en la Barceloneta. En vísperas de los Juegos Olímpicos aún se servían allí aperitivos en mesas con sus cuatro patas ancladas en la arena. Fue el punto final de los aspectos más populares o plebeyos, con un toque cutre, que ofrecían las playas barcelonesas.
La posterior, mayor y creciente prestancia de la zona portuaria, con sus alrededores y playas, preludió que el mero turismo de sol y playa, de paseos y piscolabis, no sería el único ni el mejor cliente de dichas zonas. Se mejoraron tanto, resultaron tan atractivas, que, por ejemplo, Marina Port Vell, desde 1991 para yates de andar por casa, acabó en manos del turismo náutico de calidad, es decir, de quien tenía mayor valor añadido, el exclusivo para ricos. Desembarcó así un sector de lujo que poco tenía que ver con los clubes privados de natación y deportes náuticos, incluso clasistas, que coexistían en el puerto desde hacía más de un siglo con el ocio abierto a todos los públicos.

La privatización elitista del Port Vell creó dos tipos de viejo puerto: el popular de toda la vida y el exclusivo. El primero se quedó con las playas y las zonas de paseos, restauración y compras (Colón, Rambla de Mar, Maremágnum, muelle Bosch i Alsina, paseo Juan de Borbón …). Y el exclusivo fue deslindado por los privados controles de acceso y por las vallas paralelas a los supervivientes y rotundos noráis del desmantelado puerto comercial. La normativa para la protección de los buques y de las instalaciones portuarias (ISPS, 2002) fue la coartada perfecta para alejar a la gente lo más posible de las zonas del puerto reservadas a los ricos.
La novedad, lo sobresaliente, fue la reforma de la Marina Port Vell que hace una década puso la dársena más valorada de Barcelona en manos de One Ocean (2010), un club elitista perteneciente al grupo financiero londinense Salamanca Group, quien a su vez tenía sociedades instrumentales que impedían rastrear su capital. Para más enredo, los últimos en adquirir esta concesionada perla del Mediterráneo han sido un fondo catarí y otro luxemburgués. ¡Vete a saber!

El OneOcean Club es tan opaco como evidente su millonaria apuesta por Barcelona. La deficitaria Marina Port Vell ya no tendría problemas de caja. ¡Será por dinero! Vendió el alma al diablo a cambio de convertir en una zona exclusiva la que era solo restringida. La prueba está hoy en una esquina del Muelle Pescadores donde se oxidan el “Constancia”, buque leré para eventos, fiestas y afters; y parte del “Luz de Gas”, barco-pontón que hacía de restaurante/bar con el señuelo náutico de gozar de una terraza flotando en el puerto. Estuvieron en el mejor sitio de la Marina Port Vell, próximo a los que fueron los muelles Bajo Muralla y Depósito, hasta que corrieron el mismo destino que los “auténticos” chiringuitos de la Barceloneta. ¡Todos fuera! La exclusividad no se comparte ni permite libre acceso, ni ocios ni gastronomía de medio pelo.
En su lugar está el restaurante OneOcean, el colmo de lujo en el puerto, con un diseño estilo la Alhambra: un exterior discreto y un interior de exuberante elegancia. Para asentar sus reales, OneOcean puso seguratas y el Puerto colocó la valla formada por los interminables postes cilíndricos que fijan en los muelles el no pasarán a quienes no acrediten ser socios del Club o no tengan los preceptivos pases. De todos modos, los cascos de los propios superyates hacen de infranqueable muralla que resguarda la intimidad y la imprescindible circunspección de quienes viven a bordo.
Aquí no quedó todo. El lujo náutico con denominación OneOcean Club convirtió la Marina Port Vell en cabeza de playa para ir ocupando el puerto viejo y predominar en el puerto-ciudad de Barcelona. Los superyates atracan desde hace tiempo también en los muelles de Pescadores y de las Baleares esquinando todavía más a la menguante pesca profesional. Y si en apenas dos décadas se pasó de los yates de 25 metros a los superyates de 120 metros de eslora, de sopetón han llegado para quedase los megayates de hasta 160 metros. Para hacernos una idea, el nuevo yate de Rafael Nadal mide “sólo” 24 metros; el de Bernard Arnault, 101 metros; el de Roman Abramovich, 163 metros, y los hay de 20 metros más, cosa de jeques.

Los acaudalados de Cataluña (Sol Daurella, Grifols, Andic, Serra, Carulla, Godia…) poco translucen en super yates. Al revés que Francesc Cambó que tenía el “Catalonia”, más bien los alquilan por un tiempo, tal como hizo en 1883 el segundo marqués de Comillas, quien en el yate británico “Vanadis” realizó un crucero con Jacinto Verdaguer y algunos más, desde Barcelona a Mallorca, sur de España y norte de África. El perfil bajo de la burguesía catalana se reflejaría también en su menor ostentación en yates que los ricos madrileños.
Que los megayates apuesten por el Port Vell y por los astilleros MB-92 es una señal inequívoca de que Barcelona se ha convertido en el Mediterráneo en el puerto preferido de los magnates. El dinero quiere calidad y aquí la tienen. Cuentan además con nuevas Marinas de gran calado, la última, la Marina Vela. Sus amarres no se limitan a un tramo entre noráis donde atracar. Cuentan con servicios de diversa índole para que no les falte de nada durante sus estadías, como especifica Imagina, la agencia oficial de OneOcean.

La Barcelona del lujo náutico ha dejado por la popa incluso a Montecarlo, Génova… tanto más porque su viejo puerto y aledaños están excepcionalmente abrazados por una seductora ciudad de 1,6 millones de habitantes cargada de atractivos y por unas cuidadas playas abiertas al deporte y surtidas de esparcimiento y gastronomía. No hay quien dé más por menos que Barcelona. La oferta de este enorme complejo (cluster) náutico se complementa, entre otros, con el hotel Vela, al sur de la playa San Sebastián, y sobre todo con los astilleros Marina Barcelona 92 (MB-92) dedicados a la reparación y mantenimiento de cualquier tipo y tamaño de yates.
Lo que no hace tantos años era solo una industria para pequeños yates nacionales, hoy se ocupa hasta de los majestuosos megayates extranjeros, propiedad de magnates y jeques. Incluso ha anulado toda una dársena para, gracias a unos pivotes y plataformas elevadoras, poder ocupar en total unos 30.000 m2. de superficie seca dedicada a tal industria. Sucede que los super yates se construyen sobre todo en Alemania y Holanda, y los megacruceros, en Francia (Sant Nazaire), pero Barcelona es el principal puerto base de la mayoría de ellos en el Mediterráneo. Y esto ha sucedido casi de una década para otra.
Diez años después de que Boluda cerrara el astillero tradicional para barcos mercantes (Nuevo Vulcano), hete aquí que el astillero para yates supera en eslora y desplazamiento (peso) al que se modernizó en 1903 con un dique flotante para buques de 3.000 toneladas.
Suponemos que en el puerto casi no hay industrias. No es así. Los astilleros MB-92 son una industria a todo plan, por blancos que sean tanto los yates como sus recubrimientos protectores, por más que no veamos actuar a sus 1.200 trabajadores de plantilla o externizados, por más que los adinerados dueños y sus gestores pasen desapercibidos en la discreción y el anonimato.
Todo sin problemas. Los ricos se pueden permitir pagar para reducir la contaminación casi a cero, o eso se dice, mediante un sofisticado sistema en el astillero que controla los desagües y demás salidas de deshechos al exterior. Sin duda, MB-92, también en manos de inversores extranjeros, confirma que Barcelona es y será el puerto base del yaterío más espectacular que pueda verse en el Mediterráneo. Y ya puestos, los accionistas de MB-92 (Squircle Capital) son los mismos que promocionan las viviendas con el m2 más caro de Cataluña, en la reformada casa de las cejas (Plaza Francesc Macià, 10). Si las marinas son de hecho zonas residenciales, por qué no replicarlas en tierra con viviendas de lujo en el centro de Barcelona. Al final, se trata de lo mismo, de aprovechar las privilegiadas condiciones que tiene la ciudad para el ocio elitista y para las residencias de lujo, estén a flote o donde pisa el buey.
Línea de transgresión
La perla del Mediterráneo es una fuente de gozo y fortuna por más que sean criticables ciertos aspectos, como la rampante privatización elitista del sus dársenas y muelles. Va de sobrada, pues, pegas aparte, nunca los barceloneses y turistas han tenido ocasión de disfrutar tanto de su viejo puerto, de sus barrios costeros y de sus playas. Y siempre a más, con la inmensa prolongación para el ocio y el turismo que supusieron las zonas de la Villa Olímpica (1992) y del Fórum de las Culturas (2004). Siendo determinante el éxito de las Olimpiadas que hizo de escaparate mundial para la atracción de forasteros.

Hoy el turismo de la perla del Mediterráneo es heterogéneo y para todos los bolsillos, incluido los recién llegados con gran lujo del allende asiático, árabe, ruso y americano. Salvo por el inesperado batacazo del covid-19, el turismo supone el 15% del PIB de la ciudad, casi el doble que Madrid, y porcentualmente algo menos que Londres y París. En el Mediterráneo, solo Venecia le gana en visitantes, no en la fortuna de tener unos 30 millones de pernoctaciones turísticas al año (2019).
Barcelona fue engolfada por la marea humana atraída sobre todo por sus zonas costeras gracias a los vuelos baratos, cruceros populares, comidas para llevar, hostales y pisos turísticos a barullo (Airbnb), ferias y congresos, amén de los viajes de negocios, los estudiantes Erasmus y los inmigrantes, con o sin papeles, que acuden a Barcelona por ser una buena opción para abrirse camino gracias también al turismo. Total, el sector turístico aportaría el 50% de la economía de las zonas portuarias y barrios aledaños a las playas desde que el invierno no lastra el sector tanto como solía, solo el 40%.
Se formó esta gozosa Isla del Tesoro porque los poderes públicos contribuyeron a que la ciudad-puerto se convirtiese en una zona abierta al turismo sin restricciones. Les valía todo. Modelo Barcelona, el lifestyle barcelonés. Desde el mochilero corto de recursos al magnate con megayate, desde quien duerme en la playa San Sebastián a quien reserva cerca de la arena una habitación en el hotel Vela, desde quien aplaude con elegancia en El Liceo a quien se sumerge predispuesto en un botellón (fiesta de borrachera). Es lo que pasa cuando se ceba la bomba del turismo para que no pare la fiesta ni decaiga el andante allegro de la capital mediterránea del ocio y, menos todavía, su ocio nocturno con el coctel de fiesta, flirteo, juventud y alcohol.

El daño colateral de tanta complacencia con los desbarajustes del turismo ya está hecho. Supone pagar un peaje prohibitivo para mantener y contraponer el desmadre de quienes vienen a pasarlo bien frente a quienes reclaman sus derechos a una convivencia pacífica. Era el conflicto que faltaba para reforzar la sempiterna línea de transgresión trazada por la conjunción de mar y tierra. Allí donde haya costas y puertos, se laminan o trasgreden las leyes y costumbres, desde el contrabando al atuendo y al desorden moral. Incluso la política lingüística de la Generalitat se incumple en los crecientes negocios náuticos rotulados solo en inglés.
La ilegalidad campa, hasta cierto punto, a sus anchas (robos, botellones, inmundicia, abusos, prostitución), cunde la falta de papeles (permisos) en los pisos turísticos, en los puestos de trabajo, en los manteros, en los bici-taxis… de una economía tan informal como sumergida y a la desesperada que solo puede darse a lo grande allí por donde pase la línea de transgresión. Lo mismo vale para las diversas formas de incivismo en los paseos próximos al viejo puerto (ej. indecoro, patinetes a su bola), de todo aquello que sin llegar a ser una falta contribuye al malestar de la vida cotidiana.
Lo que vulnere el turismo de calidad suele quedar circunscrito a sus zonas exclusivas (ej. excesos en sus yates) o habría que referenciarlo, si es caso, al dinero de sus fondos de reptiles y caimanes en los paraísos fiscales. Lo que pasa del portalón para adentro es una incógnita, más allá de los tópicos: tripulantes esmerándose en la limpieza impoluta del yate y en poner caras complacientes a quienes embarcaron para pasarlo de lujo con fiestas, experiencias y descansos de ensueño. El yate del protagonista Di Caprio en la película “El lobo de Wall Street” refuerza los estereotipos de drogas y desmadres, si bien la realidad es versátil y menos peliculera. Se supone que las fiestas a bordo serán de similar tono que las que celebran sus anfitriones en las mansiones.
El contrapunto del turismo de calidad, en el sentido de que gasta mucho y molesta poco, es el turismo low cost, parte del cual disfruta de las vacaciones también a costa del bienestar de los vecinos y de saltarse las normas. Esto ha acabado siendo un problema porque muchos barceloneses se sumaron a tamaña farra tras probar los beneficios sin consecuencias que tal proceder reporta a los guiris. Empezó en la Barceloneta y en las playas, luego se fue extendiendo al Paseo del Born… y a las plazas del barrio de Gracia, proclives a reuniones y fiestas sin horarios ni bajos decibelios. Se corre el riesgo de que Barcelona se vuelva adicta al botellón y a las borracheras de ambiente para incordio de quienes les toca aguantar sin que el Ayuntamiento les tome en serio.
El turismo ha contribuido a la festivalización impropia de Barcelona, la del todo vale para pasarlo bien, subproducto de una capital del ocio propicia al incivismo, más aún si los políticos se saltan las leyes (corrupción, líderes encarcelados) y los policías son deslegitimados y agredidos. No planea el “Síndrome de Venecia” (Andreas Pichler, 2012) por el que los ciudadanos abandonan la ciudad por culpa del turismo masivo, pero hay zonas que los barceloneses evitan para esquivar el torbellino turístico. Es el caso de las Ramblas, patente en las decenas de nacionalidades afectadas por el atentado terrorista de 2017.

El cambio a un turismo de masas ha sido tan rápido que solo a partir de principios de siglo generó rechazo en las zonas más tensionadas, las cercanas al viejo puerto. No sólo a causa del incivismo y del agobio de sentirse desubicado en una ciudad en cierto modo ocupada, también porque aumentaron los precios de los alquileres (ej. más de mil euros por 28 m2 en la Barceloneta) o porque los pisos turísticos desorganizan la convivencia en la comunidad de vecinos. Además, a tenor de los guiris aumentó la inmigración, lo que también ha contribuido a desdibujar la identidad de los barrios cercanos al puerto. A la Barceloneta se le sigue calificando de barrio marinero y de pescadores, a modo de reclamo turístico, lo cual encubre la amalgama transcultural y étnica en la que coexisten la afincada gente del barrio con guiris e inmigrantes.
Y ni tan mal ha ido, gracias a que con anterioridad en esas mismas calles aprendieron a convivir los residentes del barrio con los inmigrantes del resto de España y con los visitantes y marinos extranjeros. Ese largo aprendizaje explicaría la predominante armonía que en tales barrios mantienen sus residentes estables a pesar de que sus capas populares siguen encajando los golpes de una profunda y larga crisis. Razón de más para tomarse en serio sus protestas contra los pisos turísticos y sus movilizaciones contra el incivismo, pues avisan que las transgresiones están perjudicando la identidad y la convivencia de la Barceloneta y otros barrios “festivaleros”. Una cosa es acomodarse e ir asimilando lo nuevo, y otra que haya que soportar a diario abusos a costa de un turismo fuera de control que da réditos otros.