Entre el 23 de mayo y el 14 de agosto de 1977 Emilio Banova realizó un viaje a diversos puertos de África occidental en un carguero con nombre de frío océano. Segundo de máquinas en una Sala de Máquinas donde todo parecía viejo, pero donde el trabajo era agradable, el primero y el jefe se reían a menudo cuando algo fallaba. Se reían cada día, al menos una o dos veces, ante el motor renqueante, el cuadro eléctrico ahumado, los auxiliares parcheados en mil batallas, las bombas que perdían y las instalaciones peladas. Hoy diríamos que eran personas positivas; entonces, Banova les veía un punto irresponsables, muy buenos profesionales, simpáticos, solidarios, pero indiferentes al sufrimiento de las máquinas.
Salieron de Barcelona hacia Marsella. Llovía a cántaros cuando llegaron, y zarparon hacia Génova jarreando. En Génova salió el sol y los de máquinas salieron de noche para encanallar un poco más la Vía Pré y olvidar la oscuridad grasienta. De madrugada, el buque partió rumbo a Livorno. Banova compró un vestido para su madre y unos bombones que compartiría con sus compañeros antes de que les sacaran de puerto y el capitán informara de que irían a Valencia y no a Barcelona. Banova quería votar, aunque fuera por correo, en las elecciones que habían de celebrarse en España el 15 de junio, las primeras de su vida, el estreno del sistema político que disfrutaban los países europeos con mejor nivel de vida, un gran acontecimiento. En Barcelona, Correos está cerca del puerto, en Valencia no sabía.
Además de las elecciones, el cambio también había llegado a la libertad sindical. Se acabaron los distantes jerarcas del sindicato vertical, que no era sindicato ni nada que pudiera llamarse vertical, era plano, tumbado, como dormido. En Barcelona había embarcado un agregado que dijeron que había sido uno de los primeros del sindicato libre, un sindicato que muchos tachaban de comunista, aunque Banova no supo entonces ni sabía ahora por qué. Pedían más vacaciones y mejores salarios. En Cádiz, un día subió a bordo un representante que reunió en la cámara a los tripulantes para que se afiliaran. A Banova, enrolado entonces de tercero de máquinas, le pareció un pardillo inocente, no un rojo temible. La propaganda del régimen utilizaba el trampantojo comunista para justificar sus errores y seguir mandando a capricho. No se apunto, claro, aunque la cosecha de afiliaciones no fue mala. Bueno, pues el agregado tuvo una discusión con el capitán, el jefe no dio más detalles, pero Emilio Banova notó en él cierta preocupación, como si temiera que la libertad sindical fuera a recortar su autoridad. Arregló lo del voto por correo, apostó por Suárez que le parecía serio y que sabía por dónde ir. No se fíaba de los otros.
De Valencia fueron a Safí, en Marruecos, donde coincidieron con otro barco español. Poco les faltó para montar un partido de futbol, que al final se torció por el poco entusiasmo de los del Puente. El agregado que decían algunos que era comunista ayudó mucho y Banova tuvo oportunidad de hablar con él y confirmar lo que sospechaba: era un idealista, un iluso, un capullo buenista, como dicen hoy, de esos crédulos que quieren ignorar las imperfecciones, las anomalías y los errores de la naturaleza humana.
De Safí partieron hacia Las Palmas. Y luego vuelta a navegar. Cuando llevaban cinco días hacia el sur, a velocidad de máquina artrítica, pescaron un dorado de 8 kilos. Tres días después, el 18 de junio de 1977, el buque recaló en Abidjan, Costa de Marfil. El agregado capullo tuvo una buena idea, colgar en las cámaras un diario con las noticias más relevantes oídas en la radio: quien había ganado las elecciones, la formación del nuevo gobierno, un buen gobierno, decían, y declaraciones de algunos ministros. Eran unos folios escritos a máquina con las noticias separadas por títulos. El segundo de Puente también estaba en lo del diario y le comentó a Emilio Banova que el agregado capullo era un buen tío y no le faltaba razón: los tiempos estaban cambiando y el capitán, el jefe y el primero, entre otros, todavía no se habían enterado. Como el segundo es un intelectual le explicó que los cambios siempre producen una fuerte resistencia social y el cambio de régimen en España estaba siendo muy rápido y profundo.
En Douala (Queens Dany, Frigate, Paradise, Beau Sejour… había donde escoger) Emilio Banova y el primero de máquinas se encamaron con dos hermosas hembras, un festín que les costó sendas purgaciones, sanadas con penicilina Kempi que les administraron el segundo de Puente y el agregado. ¿Valió la pena? Banova afirmaba muchos años despues que valió la pena, sí, pero debieron tomar alguna precaución. Consuelo de tontos, de los 28 tripulantes, 18 tuvieron que pasar por la enfermería a pincharse con el Kempi. Doula era Gomorra.
Tocaron también Matadi y Luanda, en Angola recién independizada de Portugal. Cinco días atracados en un puerto oscuro, sin grúas ni forklifts, esos vehículos para mover la carga en el muelle. Antes de marcharse, los portugueses tiraron al mar cuanto pudieron. Eso les contaron, aunque a bordo casi nadie lo creyó, al menos no del todo. El mal funcionamiento del puerto no se debía a la escasez de material, sino, sobre todo, a la falta de organización y dirección.
Ya de regreso a Las Palmas, después de pasar por Lobito y Moçamedes (rebautizado como Namibe), se organizaron a bordo un par de reuniones, llamadas asambleas, para elegir un representante del buque en la negociación del convenio colectivo. En la primera, el capitán, secundado por el jefe, el mayordomo, el camarero y algún otro despistado, proclamó que en su barco mandaba él y que no saldría ningún telegrama hacia la compañía ni hacia ningún sitio informando que el segundo de puente había sido elegido. En la segunda asamblea, después de hablar por radio con la naviera, el capitán suavizó la actitud y hasta le oyeron decir algo de derechos sindicales y todo eso. La tensión, explicaba Emilio por los bares de Corcubión, se desinfló. Simplemente no eran conscientes de que los tiempos habían cambiado y la democracia había venido sin que se dieran cuenta. Una pena que la máquina obligara a los oficiales de máquinas a trabajar día y noche para que siguiera funcionando. El segundo maquinista hubiera querido tener tiempo para hablar más con su homónimo de Puente, un tipo lúcido y templado, no como el capullo agregado que tenía el defecto de los incautos y se enfrentaba a quien no aceptaba sus opiniones.
Y así transcurrió aquel viaje del que siempre hablaba Emilio Banova porque al pasar los añós supo que allí vivió la transición entre el viejo régimen y el que se instauró una vez muerto Franco. Y en el que votó por primera vez (ya tenía 37 años), y ganó. Suarez, quiero decir.