Al primer oficial del carguero MARIO ALBERTO, dizque multipurpose aunque en realidad el barco no servía para nada, le gustaba contar historias incluso cuando jugaban a las cartas o al dominó. Habían pillado un flete ruinoso entre Liverpool y Bilbao, el último viaje antes de que la Sociedad de Liquidación de Buques (SLB) lo incluyera en un paquete de 34 barcos (¿o 35?) y vendiera el lote a precio de pelotazo a una sociedad desconocida que operaba con bancos herméticos desde un paraíso fiscal.
El nombre de MARIO ALBERTO fue una ocurrencia del dueño, arrastrado por la necia vanidad a bautizar sus buques con el nombre de los hijos, primos y hermanos favoritos. Mario Alberto era uno de ellos. De la SLB decían que era un tinglado para gestionar los barcos cuyos propietarios, que no armadores, habían ordenado la construcción sin poner una sola peseta. Todo y más lo ponía el crédito oficial, empeñado en dar trabajo a los astilleros nacionales. Que el buque no sirviera para competir en el mercado de fletes era lo de menos, lo importante era trincar el dinero, trampear como se pudiera el año de carencia (siempre caería algo, por lo civil o por lo militar, en esos doce meses) y luego olvidarse del crédito y del barco. En cuanto al banco, si te he visto no me acuerdo. Negocio de tramperos, especuladores, lameculos y otras especies dañinas que sirven a la clase política vestidos de caballeros: trajes a medida y corbatas hermés. A las huestes de Felipe González, depurados ya los elementos no idóneos, les pirraban esos caballeros, especialmente los que no sabían (o fingían no saber) de qué iba la política en la España de 1988.
No nos desviemos. Una noche de cartas desastrosas, el primer oficial, para aliviar la frustración, o para distraer a quienes los estaban apalizando en el juego, contó la historia de la candongueira que se dedicaba en los ratos libres a delatar a los compañeros de su marido que no le caían bien. Estaban en un país de esos con ostentosas dictaduras militares que se llenan la boca de democracia y libertad mientras tienen a las gentes prisioneras de una retórica entre Lenin y San Pablo, palabras que encandilan. Su marido, embarcado de capitán en un barco de la compañía nacional, o sea de los jerarcas del régimen, ejercía de creyente de las versiones oficiales y palmero de los dirigentes. Un capitán que siempre encontraba una justificación, daba igual que no fuera creíble ni siquiera razonable, para excusar las mentiras, los asesinatos, la corrupción y las fechorías de los militares chusqueros que detentaban el poder. Condenaba con vehemencia, y a menudo, a quienes osaban criticar al régimen, una dictadura totalitaria, es verdad, pero para el pueblo, para la democracia, para la liberación, para la justicia, para el medio ambiente y todo eso, y bla, bla, bla. Por supuesto, condenaba a los candongueiros que se aprovechaban del caos económico del país, un caos creado por los medios de comunicación hostiles, añadía, en realidad el país iba bien, aunque a veces los jerarcas admitían algunos errores provocados por la presión del imperialismo, la prensa hostil y la gente sin entusiasmo, cosas así, nunca por errores propios.
Era típico del primer oficial andarse por las ramas y meterse en vericuetos que él creía que ayudaban a la comprensión de la historia, pero que muchas veces sólo retrasaban la parte sustancial, la que interesaba a los oyentes. ¿Y de la candongueira qué?, le preguntaba entonces el segundo de máquinas, un joven de Burela, aliado de la suerte con los naipes, que escuchaba admirado los relatos del primer oficial y que ansiaba llegar al final.
Bueno -suspiraba entonces el narrador, mirando compungido las cartas que, una vez más, le habían tocado- pues el capitán virtuoso que alardeaba de lealtad a los principios de aquella dictadura cochambrosa, se ponía de perfil y fingía no ver cómo su mujer se dedicaba al comercio ilegal, a la candonga, y conseguía en el mercado negro whisky y vinos en teoría inexistentes en el país, piedras preciosas, conchas de gran valor, pieles de animales prohibidos y artesanía de calidad que luego enviaba a Bilbao, su residencia, con la complicidad de un funcionario servil, encantado de hacerle un favor a la señora. La candongueira llegó a ser una verdadera institución en el mercado negro, mientras el patético marido elogiaba y defendía la podredumbre política.

Pero lo peor no era eso. Lo peor era que la candongueira pretendía que las cosas se hicieran siempre a su gusto y era de gatillo fácil. Había puesto el ojo en un marino a quien no perdonaba que era más listo, más alto y más culto que su marido, y que encima engañaba a las mujeres, ella lo sabía. A su sonrisa torcida añadió su vena de fémina solidaria, una coartada moral simplona, a su alcance, y llamó por teléfono a quien suponía pareja del marino, una abogada prestigiosa con bufete propio, para chivarle que su novio se había liado con una nativa, una guarra que vete a saber. Y cuando se reintegraron en el país, tras unas vacaciones en España, la candongueira delatora entregó a los comisarios de la dictadura una colección de fotos y papeles que probaban, o eso creía, aunque su ignorancia no le permitía distinguir bien los conceptos, que el marino era un izquierdista disidente, un imperialista y un reaccionario, quiero decir, un desagradecido desafecto al régimen. Había que echarlo del país, castigarlo con dureza.
– ¿Y qué?, preguntó entonces el segundo de máquinas tras cobrarse las cuarenta en oros y esperar con prudencia que el primer oficial se rehiciera del palo.
– Pues el final ya lo sabéis, o lo podéis imaginar -dijo al fin el primer oficial. Arruinado el país, la dictadura se convirtió al poco tiempo, con los mismos polimilis al frente, en un país converso, ahora con elecciones y libre empresa. Y la candongueira delatora acabó mal, el rencor le agrió la vida. Ahí lo dejo, me voy a dormir que mañana a las cuatro entro de guardia.
– ¿Y al marino delatado le pasó algo?, insistió el segundo maquinista mientras recogía las ganancias de la partida.
– No creo -respondió el primer oficial, antes de abandonar la cámara. Puede que acabaran echándolo del país. Lo último que supe de él es que, tras dejar los barcos, montó una empresa de cablear con fibra de vidrio y vive como un rajá en un chalet de cinco estrellas de Estepona.