La retirada de la estatua del marqués de Comillas no fue porque sí, ni un hecho aislado para ajustar cuentas a un presunto negrero, sino otra consecuencia de lo desquiciada que Cataluña tiene la memoria después de ir trastornando su historial durante demasiado tiempo. La actual se cimentó a mitades del siglo XIX también sobre glorias y leyendas catalanes con las que recuperar la identidad, cultura y lengua propias, luego se la politizó para forjar una nación y hoy su memoria nacionalista apuesta fuerte por la independencia. Resultado: Cataluña carece en el centro de Barcelona de un monumento o personaje que le simbolice al conjunto de los catalanes. El erigido a Francesc Macià no sirve. Otro tanto sucede con el Día Nacional de Cataluña, Diada del 11 de septiembre; ya, tampoco. El desgarrador Procés lo ha echado a perder como celebración unitaria.
El legado común es hoy una Cataluña desvertebrada por introducir en su memoria eslabones míticos, otros falsos, y por deslucir, incluso retirar, algunos valiosos como Antonio López, destacado protagonista de las revoluciones industrial, cultural y burguesa. Quedan los acomodos simbólicos de Colón, Gaudí y el Barça como referentes de Barcelona, al menos de puertas para fuera, y ninguno incontestable en Cataluña desde que ondean dos banderas, se han politizado los idiomas y la descristianización se ha llevado por delante los referentes de Montserrat, Poblet y Canigó. La religión no es un hecho diferencial que recuperar, ni con los antaño albigenses de la Cataluña norte. Garrean los anclajes compartidos de la memoria, la cohesión queda al garete y el oportunismo político remolca la convivencia con sus manifestaciones tan masivas como excluyentes porque generan contrapartes.
De tanto trastocar, manosear y reprogramar la versión del pasado se han cargado la memoria que debería aglutinar un pueblo. Los acontecimientos pasados no coinciden con la Historia impuesta y ésta no se corresponde con el grueso de las memorias personales y colectivas por más inmersión que se haya ejercido durante décadas para aleccionar a la población. Un desastre. Han acabado por enfermar la memoria. La han convertido en una herramienta política capaz tanto de tirar la imagen de Antonio López como de levantar el Memorial Democrático para seguir socavando el pasado compartido con España.
Porque el Memorial Democrático no refiere a un lugar físico, ni a un monumento conmemorativo material. Es un ente público de funcionalidad política creado por la Generalitat (2007) para recuperar, conmemorar y fomentar la memoria democrática catalana. Visto sin careta, es un organismo de propaganda equivalente a la Memoria Democrática del Ayuntamiento de Barcelona BComún. Comparten el manido comodín “democrático” que cubre-y-delata las carencias de legitimidad democrática de sus objetivos y programas. Sus iniciativas son propaganda en sesión continua, propio de las multisalas. Apabullan. Cataluña es, desde la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona, un sin parar de artificieros de la historia y de zapadores de las nuevas memorias, uniformados de historiadores orgánicos. El marqués de Comillas es una de sus víctimas.
Propaganda para una exposición
La días atrás comentada exposición “Los primeros exiliados de la Guerra Civil. 1936” se solapó, entre otras, con la de “Aplastemos el fascismo. El Comisariado de Propaganda de Cataluña, 1936-1939” (Palau Robert, 02.11.2020—05.04.2021). Con esta última, la Generalitat riza el rizo al hacer propaganda exponiendo su propia propaganda hecha durante la Guerra Civil. No importa que esta fuese un fracaso sin paliativos porque estaba mal planteada al hacer la Generalitat la guerra propagandística por su cuenta. Su prioridad fue defender lo que consideraba propio, sin una visión amplia de lo que estaba en juego, de aquí su mensaje centrado en “¡Catalanes!, defendamos Cataluña”. La República y la democracia españolas figuraban para la Generalitat solo en el trasfondo de sus campañas. Grave error. Y encima ahora los nacionalistas las ensalza porque su trastornada memoria lo rescata para hacer propaganda en plena campaña electoral del 14 de febrero.

España, la República, la bandera tricolor, el Gobierno del Frente Popular y el idioma español apenas aparecen en esta exposición dando a entender que la Cataluña de Companys libraba su particular contienda a pesar de no tener ejército propio ni comando político-militar independiente. Su Ejército Popular de Cataluña no pasó de ser un diseño de seis meses y el comité antifascista impuso su criterio hasta que en mayo de 1937 Madrid tomó del todo las riendas de las operaciones militares en la zona bajo su control.
Peor que mala propaganda, inútil. Entonces, 1936, por no atenerse al campo de batalla; y ahora, por plasmar sin críticas aquel aparato de propaganda bélica de la Generalitat. Reinciden. Sus campañas no contribuyeron a ganar la Guerra Civil, y la actual Generalitat, lejos de reconocerlo, las glorifica con un bucle de manipulaciones. La propaganda bélica equiparó a Franco/1936 con Felipe V/1714. Hoy, en el Palau Robert, se recompone esta idea sin aprender de los errores, pues la reinstaura con una exposición contra los lazos de Cataluña con el resto de España. La Generalitat pretende ahora aprovecharse de su “faena mal feta” durante la Guerra Civil.
La propaganda de la causa nacionalista de la Generalitat no obtuvo en 1936-39 ningún apoyo internacional distinto al oneroso que las izquierdas de la República lograron de la URSS. Nada extraño. Es una constante histórica que la Generalitat en pleitos con el resto de España no tenga en el exterior ni buenos amigos ni fiables aliados (1640, 1714, 1934, 1936, 2017). Pero el enorme fracasó de la propaganda de la Generalitat radicó en que no generó moral de combate y de resistencia entre los catalanes. Tantos pósteres, folletos, reportajes, mítines… todo un gran y variopinto aparato de propaganda para que llegada la hora de la verdad Barcelona no se defendiese y dejase a las tropas del dictador Franco entrar hasta la cocina (26.01.1939) y dos días después celebrar sin problemas una misa de campaña en plaza Cataluña. Fue una rendición por separado, unilateral. Ni cubrieron las espaldas al tropel de fugitivos y exiliados que huían a Francia. Esta aterciopelada derrota de la Ciudad Condal es histórica y figura en dos anécdotas personales.
Un conocido, quien bajó desde el Tibidabo de los primeros para ocupar Barcelona, me contó que él y un compañero pronto visitaron una familia, que vivía en el centro, para darle la noticia de que días antes a su hijo le habían hecho prisionero y no corría peligro su vida. Se sorprendió que les agasajasen con una buena comida. Se presuponía que en Barcelona estaban mucho peor, aunque no al extremo de comerse las ratas. Y otro conocido, al pasar Mataró un día en coche, me comentó que con su unidad de la Legión no había pegado un tiro hasta ese punto desde que había entrado a Barcelona por la Diagonal. Nada de Numancias, no hubo épica. La propaganda de la Generalitat fue papel mojado, un montaje tan estucado como la machacona frase que se oye en la exposición del Palau Robert, dicha por Companys en un mitin: “¡Madrileños!, Cataluña os ama” (Día de Madrid. Plaza de toros barcelonesa La Monumental,14.03.1937).
Barcelona estuvo en la retaguardia y al acercarse el frente al río Llobregat se sometió sin resistencia mientras Madrid estuvo cercada y recurrentemente bombardeada durante la guerra, aguantó dos meses más y solo se rindió al desmoronarse lo que quedaba del frente republicano. La exposición del Palau Robert no cuenta nada de todo eso para no cuestionar la campaña de propaganda bélica de la Generalitat ni la rendición anticipada y entreguista y derrotista de Barcelona. La Generalitat pretende tener sobre esto mala memoria para así hacer hoy propaganda. Retrotrae la exposición “Aplastemos el fascismo”, con la derrota del fascismo “en dos días”, como mensaje subliminal para insuflar ánimos al independentismo. Olvida que la Barcelona de 19 julio del 36 solo aplastó el golpe de Estado y fue gracias al decisivo coraje de los militantes y obreros de las izquierdas no nacionalistas, no tanto al arrojo de la Generalitat. La guerra siguió y 30 meses después el bando franquista ahuyentó de Barcelona a los autodenominados antifascistas y controló la ciudad en medio día. Se pueden discutir las ideas; los hechos, no.
Antonio López, derrotas y víctimas
La exposición del Palau Robert realza la propaganda hecha por la Generalitat durante la Guerra Civil sin percatarse de que, a su vez, exhibe sus miserias. Los bombardeos de Barcelona fueron, respecto a Madrid, menos que la mitad de mortíferos y el triple de justificados. La Ciudad Condal, en especial la zona portuaria/industrial de la Barceloneta, fue objetivo militar de primer orden porque su núcleo urbano era todavía por entonces un centro fabril. Y si hablamos de bombardeos de castigo, nada se dice de los ataques de la aviación republicana a las ciudades de la zona franquista. Caso del centro de Pamplona. Los bombardeos contra la población civil no dependieron tanto de la ética de los bandos, como de su capacidad aérea para machacar al enemigo.
Un propósito de esta exposición es cultivar el victimismo, una seña de identidad de la memoria de la Cataluña proclive a conmemorar y explotar las derrotas hasta el hartazgo. La derivada de esta actitud es el resentimiento permanente que a nada retroalimenta la discordia incluso por nimiedades. Y de rebote viene el rechazo al vencedor, al triunfador, al poderoso, a las “buenas familias” de Barcelona, a la aristocracia, a los almirantes, a los héroes, al descubridor Colón, a las élites económicas, a los indianos… tal que al naviero Antonio López.
Cataluña tiende a conmemorar las derrotas y las víctimas, y a ello se dedica el Memorial Democrático. La gran excepción son sus viejas Glorias que, perteneciendo a la Corona de Aragón, Cataluña conquistó a sangre y fuego en Baleares, Valencia y allende el Mediterráneo (Jaime I, los italianos Roger de Lauria y Roger de Flor, y mercenarios almogávares), hoy políticamente inaceptables porque fueron expansionistas sin tapujos.

Se da el caso que la tradicional visión catalana favorable al perdedor y víctima está hoy favorecida por la actual memoria histórica que aporta una lectura del pasado más democrática y menos androcéntrica. De entrada, la víctima no sería culpable y la revancha le pertenece, aunque sea con reivindicaciones, memoriales…, o retirando estatuas como la del marqués de Comillas, haya o no pruebas de negrero contra él. Si López representa el éxito de un niño huérfano y pobre, al poderoso, al gran empresario y al mecenas, entonces queda bajo sospecha de haberse sobrepasado en Cuba, y no debería estar sobre una peana en el espacio público de Barcelona. Incluso se pretendió con 15.000 firmas renombrar la plaza Antonio López con el nombre de un inmigrante guineano sin otra razón que ser considerado víctima por haber muerto, se afirma con polémica, a causa de ser mal atendido cuando sufrió una insuficiencia cardiaca estando en el CIE de la Zona Franca de Barcelona. Renombrar una notable plaza de Barcelona a su nombre Idrissa Diallo, supondría el despropósito de encumbrar a una presunta víctima sin relevancia para la ciudad. Pero en esa estamos. Con la memoria desnortada en Cataluña y a la vista está. Barcelona con la estatua de Antonio López en un almacén, mientras Puerto Real y Comillas mantienen sus monumentos al naviero cántabro.
La memoria como problema. Han cambiado las sensibilidades ante las injusticias y los agravios irredentos a costa de desmerecer o tirar a los héroes, a los poderosos y a quienes amasaron fortunas. Cambio de mentalidad. Por definición, ya no se puede culpar a las víctimas ni respetar a los personajes contradictorios, y sí ensalzar incondicionalmente a los derrotados y exiliados, a los fusilados y represaliados… a los perdedores que merecían quizás mejor destino. Sean los belicosos segadores de 1640 o los austracistas de 1714, sean los líderes anarquistas y nacionalista de 1936 o los políticos independentistas presos en 2017. A ninguno de ellos se le achaca graves fallos ni se les exige su alícuota de responsabilidad. Son de esas imposturas de los programas de memorias que aprovechan las experiencias traumáticas. Un modo de redimirlas. La verdad queda relegada por los sentimientos resaltados en primer plano merced también a la corrección política no exenta de revancha y propaganda. Antonio López personaliza este malestar catalán de la memoria que exige cabezas de turco para saldar simbólicamente viejas cuentas.
El victimismo como arma política se ha instalado desde hace siglos en Cataluña. Ni que fuese ya un intrincado e inexpugnable cañaveral de ondas raíces. Pau Claris, Rafael Casanova, Lluís Companys y, por ahora, Carles Puigdemont son ensalzadas figuras del nacionalismo a pesar de que no supieron defender la paz, los intereses, el bienestar y las propiedades del conjunto de los catalanes. Perdieron, pero ganó el victimismo nacionalista con que incrementar su arsenal de agravios. ¡Qué no es poco! para quienes de las derrotas no sacan lecciones útiles, sino munición política en cuanto la memoria colectiva rebobine a su favor las debacles en pasados-presentes. El truco consiste en generar emociones, incluso regodearse en el resentimiento como sufriente compensación.
Esta actitud trae cola. A nada que se equipare memoria e historia, la esclavitud y los indianos cubanos dejan de ser hechos históricos, con sus contextos y realidades probadas, y pasan a ser temas de fuerte emotividad, abiertos a la manipulación. Tanto más si, como en la actual Barcelona, se construyen pasados por encargo y Cataluña cuenta con el substrato de reivindicaciones victimistas. Es patente en la actual exposición del Palau Robert. Se manipulan los desastres de la Guerra Civil para reprogramar la propaganda de 1936-39, supeditando la verdad histórica a los objetivos políticos. No les importa abrir heridas si hace falta.
Con la imagen de Antonio López sucede otro tanto. Se consiguió imponer la mentirosa versión que se aplica a quienes se decide batir a fuerza de una campaña non-stop de seminarios, actos, noticias, ruta de la esclavitud. Allí donde haya víctimas, injusticias, vencidos, esclavos… se puede sacar réditos políticos del victimismo. Para eso están el Palau Robert, los diversos entes públicos, la concejalía de Memoria Democrática, el Memorial Democrático con su sede en Barcelona, su Museo Memorial del Exilio (MUME, La Junquera), sus Espacios de la Batalla del Ebro.

Son exposiciones incluso superpuestas que agitan la memoria con fines propagandísticos. Si hay una ley al respecto, mejor, perfecto, la Generalitat y el Ayuntamiento reciben el espaldarazo de democrático, aunque manipulen. Hay márgenes para ello, visible en la televisión pública TV-3. En todo caso, quién les va a desmontar las mentiras. ¡Puf!, no vale la pena el esfuerzo. Que hagan lo que quiera. Ya se sabe que la memoria por muy democrática que sea nunca es neutra, ni tiene gestor ecuánime. No hay modo de controlarla porque, como sucedió con Antonio López, al fondo de todo está el muro infranqueable de una decisión política independiente de la historia, de la memoria y del sentido común. No hay un criterio de imparcialidad democrática.
Del Barrio Gótico a la ciudad nacionalista
El arraigado victimismo de Cataluña, sumado a la actual ola de cuestionar a los poderosos, ha contribuido en Barcelona a echar abajo la exitosa imagen del marqués de Comillas. Tampoco le favoreció a éste el proyecto político de recrear una capital nacionalista acorde a su hegemonía. Si Antonio López hubiese sido catalanista, o qué menos, catalán republicano, le hubiesen respetado. Pero él representaba la Cataluña española y monárquica, borbónica para más señas. Retirarlo del espacio urbano ya no era solo un objetivo de BComún y del conjunto de la izquierda; también apoyaron esta decisión la derecha nacionalista. Inevitable. Están repitiendo en Barcelona el proyecto que en buena parte homogeneizó un barrio del casco antiguo, pero ahora a toda la ciudad.
Hace solo un siglo y pico se construyó el Barrio Gótico por decisión expresa del Ayuntamiento. Se empezó levantando la nueva fachada de la catedral con su efectista cimborrio, hasta entonces chata y anodina, y se terminó por recrear en su entorno un barrio neogótico con tanto éxito que da el pego de ser una zona medieval de verdad, de admirar por propios y guiris. Edificios que estaban en la futura vía Layetana, zona abierta en canal para unir el puerto con el Ensanche, se trasladaron y hermosearon en gótico para situarlos de un modo que pareciera que siempre se vieron tal cual y allí donde están (ej, el MUHBA). Otro tanto pasó con las casas y palacios que estaban en plaza Catedral. Y para que el barrio quedase conjuntado, fue esculpido de gótico a estrenar con muchos encantadores retoques. La calle del Obispo es un ejemplo de esta sobresaliente metamorfosis. Si se pudo cambiar el aspecto de un barrio del casco viejo, por qué no recrear de nacionalismo catalán el conjunto de la ciudad. Cuestión de voluntad política.
Barcelona nunca fue una ciudad tan nacionalista como hoy en su espacio público. Todo se aceleró cuando la Transición empezó a “desfranconizarla” a medida que se erigían monumentos y lugares de la memoria (Fossar de les Moreres) que independizaban a Cataluña. No era solo cuestión de piedras y nomenclátor. El y lo español fueron cada vez más erradicados de la vista y del oído oficial, de los trámites administrativos y, en lo posible, del imaginario ciudadano. La ocupación del espacio público con símbolos nacionalistas a costa de los que ligaban al resto de España fue un objetivo prioritario. El hundimiento, en 1991, por razones políticas de la réplica de la carabela “Santa María” de Cristóbal Colón, en la costa del Maresme, a pesar de ser la atracción turística más visitada de la ciudad, fue el tajamar del nuevo aspecto nacionalista que tomaría Barcelona. En el suma y sigue está también la retirada de la imagen de Antonio López, personaje clave que desentonaba en el proyecto de ciudad nacionalista. Lo de negrero o esclavista era lo de menos. Ni se molestaron en montar una exposición con paneles explicativos para desacreditar su fortuna inicial en Cuba.
El naviero cántabro estorbaba por ser un símbolo no catalán del espectacular progreso de Barcelona durante las revoluciones burguesa, cultural e industrial. Además, representaba justo lo contrario que el independentismo: lo español y cosmopolita, y el liderazgo que concitó apoyos de diverso signo para relanzar en Cataluña proyectos ganadores. Había que quitarlo o denigrarlo porque su sola presencia era una recusación al nacionalismo que provoca descohesión política, fragmentación social y huida masiva de sedes empresariales.

Antonio López simboliza a la clase dirigente catalana que, a pesar de los vaivenes políticos que sufrió (Isabel II, Revolución Gloriosa, Amadeo I, República, Restauración), se mantuvo cohesionada. Él mismo fue siempre leal a los Borbones, pero en el Sexenio Progresista se las ingenió para hacer negocios y no romper con nadie; y en la Restauración se relacionó con todos (Rius i Taulet, Víctor Balaguer) y hasta la Renaixença le agradeció su apoyo a la lengua catalana. La recurrente crisis de liderazgo que arrastra Cataluña es muy posterior al marqués de Comillas.
El repudio de A. López confirma que el proyecto de ciudad nacionalista es excluyente. Ejemplos, mil. Significativo fue colocar en 2016 la plaza de la República (española) lejos del centro, en Nou Barris, en los límites de la ciudad con Santa Coloma de Gramanet, cuando puestos a reinstaurarla, le correspondería estar en la plaza hoy denominada Cinco de Oros, lugar de privilegio por ser el cruce de la avenida Diagonal con el Paseo de Gracia. Impusieron su nombre suplantando a la plaza Llucmajor y colocaron allí la estatua que representa la República y el medallón de Francesc Pi i Margall, presidente de la Primera República en 1873. Y se le denominó plaza de la República, a secas, ni que fuese la de Platón, aunque en el monumento queda claro que se refiere a la Segunda (bandera tricolor de flores, texto) sin olvidar, con dicho medallón, a la Primera.

Lo que les importaba también es que en dicha plaza y monumento no apareciesen las palabras España y catalán. A qué viene, si no, su único texto: “En memoria de todos los luchadores y luchadoras de la Segunda República en Nou Barris”. Hasta este extremo llega la manipulación. Dicho barrio estaba poco poblado en 1936 y no destacó por luchar contra Franco. De risa. Es otro detalle de lo descalabrada que está la memoria democrática en Cataluña. Porque para los nacionalistas, república lo que se dice república solo puede figurar en el centro de Barcelona la república catalana después de regresar de Itaca. Figura más céntrica la avenida República Argentina (barrio de Gracia) que la plaza República sin el apelativo española (Nou Barris).
La amañada ciudad nacionalista, sin embargo, tiene problemas. Se puede quitar la estatua de Antonio López y colocar no muy lejos, frente a la Facultad de Náutica, el busto del general Josep Moragues i Mas, héroe de 1714 para los independentistas. Más difícil es retirar del espacio público los platos típicos de otras partes de España (tapas, pinchos, paellas, gazpacho) y toda esa simbología ligada a los toros y a los trajes de flamenca/sevillana, cuando no a los sombreros mejicanos. Críticas catalanistas ha habido al respecto a que el tipismo español e hispano siga colándose por la gatera, señal de que la soñada ciudad independentista tiene sus límites. El ligado al acontecer del turismo es uno de ellos. El nacionalismo manipuló la memoria, suplantó a López con un Moragues… Cuando despertó, el dinosaurio de la Barcelona española todavía estaba allí.

La Rosa de Fuego y sus capullos
Otro de los factores que ha contribuido a desprogramar la memoria de Barcelona es la contumaz imposición de un pasado falso. Esto conlleva el control del espacio público con batallas por los símbolos en las cuales la estatua de Antonio López tenía también las de perder. Barcelona no es una ciudad para viejos monumentos. Su historial de tirar abajo estatuas refleja la falta crónica de cohesión de su población, enfrentada por trincheras políticas, cuarteada por clases sociales y desmembrada por sentimientos de permanencia. No pasa tanto en Madrid, donde con sus estatuas y sus nombres del nomenclátor del siglo XIX conviven reyes/regentes con líderes republicanos, generales de diverso tipo…, por contrapuestos que fueran.
Barcelona ya no las tenía todas consigo, faltaría consenso, cuando en ese siglo levantó comparativamente pocas estatuas a políticos y prohombres y, por ser menos polémicos, erigió más a artistas, intelectuales y personajes míticos. La diferencia entre ambas ciudades se debe, en parte, a que Madrid centra las estatuas personalistas del poder (reyes, políticos, militares…), mientras Barcelona puso más deidades y alegorías relacionadas con el comercio, la industria y las colonias (Hermes, Fortuna, ruedas dentadas, anclas). Y aquí no queda todo.
La Ciudad Condal tiene un pasado más atormentado. Esto da lugar a que la Generalitat y el Ayuntamiento BComún de turno lo aprovechen para imprimir su ideario en el espacio público resaltando a su favor muchos de los duros y recurrentes enfrentamientos sociopolíticos librados en sus calles. Tienen donde elegir. Los apodos de “Ciudad de las bombas” (bombas del Liceo, varios atentados magnicidas) y de “La Rosa de Fuego” (Semana Trágica), más las bullangas, las tres guerras carlistas (1833-76), las huelgas generales, el pistolerismo (1919-23), la dictadura de Primo de Rivera, la Guerra Civil, la dictadura de Franco y los atentados terroristas (1987, 2017) avalan y sobrepasan la afirmación de Eric Hobsbawn: “Barcelona ha sido la ciudad europea con más luchas obreras y rebeliones populares a lo largo de los siglos XIX y XX”.
El actual siglo también promete ya solo con el unilateralismo del Procés, sus líderes presos o huidos, su tsunami democrático… Sin olvidar la aplicación del artículo 155 de la Constitución (2017) en el uno más que, de un modo otro, cercenaron o segaron el autogobierno de Cataluña (1923, 1934, 1937, 1939). Tanto zarandeo sociopolítico explica que demasiados símbolos y estatuas de prohombres se tambaleen en Barcelona, sean de quita y pon, vandalizados o cuestionados. Y vuelta a empezar.
El derribo de la estatua de Jordi Pujol (Premià de Dalt, 2014), las agresiones a las de Lluís Companys e, incluso, las mutilaciones del Monumento a la Sardana confirman que nadie ni nada que figure en el espacio público está a salvo en Barcelona. Lo respalda una historia de casi dos siglos iniciada con la destrucción del monumento de Fernando VII (1835). Y presagia el destino que puedan correr las estatuas y los memoriales erigidos por las actuales hegemonías políticas, máxime cuando estas son intolerantes con las imágenes ajenas a sus proyectos (marqués de Comillas).
Tampoco ayuda a la memoria colectiva el trasfondo de notable impunidad que figura en el escenario de Barcelona cada vez estallan graves conflictos, protestas y movilizaciones populares en sus calles. Por norma general, nadie asume responsabilidades y los culpables son los otros. El pueblo genérico, la marca blanca de las opciones políticas o tendencias sociales que se echan con capucha a las calles de Barcelona, no responde ante nadie, ni pretende mostrar líderes ni blandir programas inclusivos. Considera que tiene motivos suficientes para justificarse e incluso para redimirse con sus excesos.

Esta arraigada premisa en la historia moderna de Barcelona es uno de los resortes claves que ha trastornado su memoria colectiva. Desde las Bullangas y la Jamancia (1835-43) a las subversiones del 1-O y del Tsumani (2017-19), los pulsos librados en las calles con grados de violencia tienen similar patrón. A falta del desenlace del Procés, los anteriores se enfrentaron al poder central, acabaron reprimidos, no consiguieron sus objetivos, fueron ajenos a la subsistencia, se arrogaron ser el pueblo, se consideraron legítimos y se difuminaron; y los líderes directos de las movilizaciones tendieron a escamotear sus responsabilidades y tiempo después sectores de la ciudad acabaron idealizándolos. Increíble. Las bullangas siempre vuelven a Barcelona, por lo general con renovados rostros, banderas e idearios. Es un modo de litigar conflictos en las calles a los cuales el nacionalismo catalán engarza también las guerras de 1640, 1714 y 1936, no así las tres guerras carlistas. Esto último merece un inciso para mostrar otro síntoma de la memoria enferma.
Las zonas más independentistas de Cataluña recuerdan sobremanera que lucharon menos de una década a favor del pretendiente austracista Carlos III, en la Guerra de Secesión. Y olvidan que pelearon más años a favor del pretendiente de los carlistas (1833-40; 1846-49; 1872-76; y algunos alzamientos). La Cataluña interior vertió más sangre a favor de un borbón que por ningún otro miembro del resto de las Casas Reales. Obviarlo constata que su manipulada memoria histórica está hecha unos zorros. Su carlismo, que perduró más de un siglo, está tan olvidado como la arrinconada estatua ecuestre del general Ramón Cabrera en el castillo de Morella (Castellón). Hay museos del carlismo en Madrid, Estella (Navarra)… También en Berga, sin por ello asumir hoy Cataluña lo borbónica que fue. La dinastía de los Borbones ha reinado en el Principado más que los Austrias y, discrepancias aparte, incluso más que la Corona de Aragón ajena a los Trastámara y los Austrias (1137-1412). Sin embargo, el Ayuntamiento de BComún va “desborbonizando” el nomenclátor alegando que los borbones estás sobrerrepresentados en la ciudad, cuando ninguno de sus reyes tiene plaza, estatua o avenida. A la actual Barcelona le falta memoria y le sobra inquina.

Volviendo a las bullangas/tumultos, la más contundente fue la Semana Trágica (1909) y sirve de paradigma. La chispa fue el alistamiento de reservistas para combatir en Melilla. Había intereses económicos por medio (Sociedad Española de Minas) y los llamados a filas pertenecían a las clases populares, muchos casados, sin dinero para redimirse de la leva. Estalló el descontento y del “¡Abajo las armas!, ¡Que vayan ellos!, O todos o ninguno!” se pasó a una descomunal rebelión. Los anarquistas y los radicales de Lerroux, entre otros, convocaron una huelga general para el día 26 de julio. No había reivindicaciones laborales, pues la economía no estaba en sus horas bajas, y tampoco había objetivos políticos desde que Solidaridad Catalana había arrasado en las elecciones dos años antes. Pero sucedió lo inesperado. Desde el primer momento, la huelga degeneró en caos y fue la espoleta de un movimiento de índole revolucionario que la emprendió principalmente contra el clero y más en concreto contra sus centros de enseñanza. Sobra relatar aquí la historia.
Las decenas de conventos, iglesias y colegios religiosos incendiados, más otros muchos edificios públicos también quemados, dieron lugar a que Barcelona fuese apodada La Rosa de Fuego. El origen de este anticlericalismo radicaría en que los exaltados consideraban que los centros religiosos de formación y de beneficencia sustentaban el sistema burgués y la Restauración. Las causas eran más complejas. Despejada la carbonilla y levantadas las barricadas, en lo fundamental Barcelona reapareció como si solo hubiese ocurrido una gran bullanga. Se ejecutaron cinco condenas a muerte y se indultó al resto, cayó el gobierno Maura y se reconstruyó la ciudad. Quedaron en la memoria barcelonesa unos acontecimientos revolucionarios que fueron idealizados, por algunos, como referentes legítimos de las contestaciones violentas.
¡Fuego, fuego! La Semana Trágica fue el destacado episodio del esporádico correfou contestatario iniciado en la quema de conventos en 1835 y que hoy suele iluminar Barcelona con contenedores ardiendo. Los incendiarios cubren sus rostros y cual demonios reivindicativos pretenden resolver las cuestiones sociopolíticas violentando el status quo. Sus aparatosas llamaradas evocan los calius de una revolución que nunca prende y que se apagan solas hasta la próxima mecha con la que volver a jugar con fuego poniendo en peligro la cohesión y la convivencia. Se repite el guión. Los incendiarios no se hacen responsables de los destrozos, culpan a los demás y dejan perplejos a quienes impotentes sufren los nuevos capullos (brotes, para no ofender) de la mítica Rosa de Fuego de 1909.
A falta de líderes o cabecillas de la Semana Trágica, la Justicia fusiló a cinco personas, entre ellas al pedagogo anarquista Francisco Ferrer y Guardia. Pagó éste los platos rotos al ser acusado de “promotor de un movimiento revolucionario, la síntesis de todos los elementos que han tomado parte en éste”. Lo seguro es que carecían de pruebas contra él, aunque hubiese alentado intelectualmente los desórdenes al oponerse desde hacía tiempo a los centros de enseñanza de las órdenes religiosas. Los puso en el punto de mira. A lo más, tirando por largo, Ferrer Guardia habría sido el instigador por su ideario librepensador, anarquista, también desde su rupturista y atea Institución Libre de Enseñanza. Tanto daba. El tribunal justiciero le aplicó la pena capital no teniendo a otro presunto culpable que descollara, pues el comité clandestino de la huelga se había inhibido y nadie encabezó visiblemente la Rosa de Fuego ni para detenerla.
La ejecución de este pedagogo anarquista fue el escarmiento aplicado por una Restauración que ya estaba quedándose sin recambios para legitimarse y adaptarse, a pesar de lo cual sobrevivió a duras penas hasta 1931, cuando con la República, pusilánime en este aspecto, se retomó la quema de iglesias y conventos. Las brasas de las primeras bullangas prendidas en 1835 con los incendios anticlericales por considerar a la Iglesia aliada de los carlistas, quemaron en el siglo XX centros católicos acusándoles de legitimar la burguesía liberal (1909, 1936). Y deslumbran algo avivados ahora por nacionalistas y anticapitalistas. El eterno retorno. Una[C esporádica constante en Barcelona es el fuego; los motivos y objetivos, depende.
No va de amor y perdón, señor Maragall. ¿Acaso no lo vio?
La Semana Trágica es otro de los elementos que sigue trastornando la memoria colectiva de Barcelona porque hubo intelectuales que marcaron pautas habiendo sido testigos. El poeta Joan Maragall fue uno de ellos. Aunque burgués de cuna y vida, y cristiano convencido, fue más allá de la autocrítica y desde su independencia cargó las tintas contra su clase social: “Los ricos no aman a los trabajadores”, y contra la Iglesia por estar más inmersa en sus devocionarios que en las penurias sociolaborales de la plebe.
Maragall dio cal y arena para todos, siendo bastante más complaciente con los antisistema responsables de La Rosa de Fuego. Sus duros reproches contra los poderosos suponían, de algún modo, justificar la rebelión callejera. Era lo que faltaba para inocular más miedo a una burguesía ya temerosa tras el atentado del Liceo (1893) que Antonio Gaudí plasmó, cuatro años después, al esculpir en la Sagrada Familia el detalle de un joven con una bomba orsini (Puerta de la Virgen del Rosario).
Esta visión, en parte nociva, de Joan Maragall sigue contaminando la memoria porque otorga un plus de legitimidad a quienes incendian la ciudad con reivindicaciones o retan las leyes y sentencias violentándolas hasta con sabotajes y agresiones desmedidas (el Tsunami).

El nacionalismo se echó a la calle con la acción directa porque no supera la contradicción básica que consiste en pretender vertebrar la Cataluña heterogénea marcándose metas que la cuartean. Mira a Perpiñán dando la espalda a Hospitalet. Así es imposible proseguir nada sin el recurso a la manipulación y a la fuerza. Su lucha desde abajo, con fuego y duros enfrentamientos (plaza Urquinaona, 2019), gana así en contundencia sin cargar con responsabilidades, conforme al mejor estilo de las bullangas. Pasa igual con los brotes incendiarios de los alternativos y okupas tipo Can Vies (barrio de Sants, 2014). Impunidad manifiesta. Los encapuchados en el anonimato aprovechan los intersticios legales y el imaginario de revueltas idealizadas que echan leña al fuego gracias también a la memoria democrática que, con conmemoraciones y exposiciones, glorifican la violencia.
El correlato actual de la idealización de las luchas callejeras son los activistas del CDR y ARRAN que ponen en un brete la cohesión y convivencia sin dar la cara sus responsables ni apenas producirse detenciones. Derecho a manifestarse y libertad de expresión, lo llaman, cuando sus excesos son atentados contra esos mismos derechos. La actitud del cristiano Joan Maragall, más compresiva con La Rosa del Fuego que con la ley y el orden, contribuye, hasta cierto punto, a justificarla con equidistancias propias de quien acertó en abstraer los hechos y erró en el dictamen.
Se puede criticar a Maragall parafraseando lo que le dijo a Antonio Maura, presidente del Consejo de Ministros, a raíz de sus desafortunadas palabras de que no era más que un montón de gente la macro manifestación convocada en Barcelona por la plataforma electoral Solidaridad Catalana. Maragall le respondió con el artículo “L´alçament” (13.04.1907) que termina: “No es un `montón´ señor Maura y compañía. ¿Acaso no lo ve? Es un alzamiento”. Lo cierto es que aquella manifestación fue un éxito fruto de una coyuntura política capaz de articular una rebelión pacífica. No un alzamiento.
Maragall tampoco fue del todo certero al posicionarse sobre la Semana Trágica. Escribió “!Ah!, Barcelona”, “La ciudad del perdón” (prohibido en su día), “La iglesia quemada” y “La oda nueva a Barcelona” (reescrita en diciembre de 1909) haciendo especial hincapié en el amor y el perdón para resolver los problemas de Barcelona. ¿Acaso no vio Maragall que eso no iba de valores cristianos?, tan próximos a él, sino de justicia y tolerancia acorde a la política. Y el poeta no valoró que el anticlericalismo desatado era injusto e intolerable y que, por tanto, él no podía cargas muchas tintas sobre las víctimas de primer plano, los religiosos, que no eran responsables directos de lo sucedido.
¿Acaso no lo vio Maragall que los bullangueros carecían de legitimidad para cometer el paroxismo de la Semana Trágica? Calló la alta cuota de responsabilidad que las clases populares deberían asumir cuando subvierten los conflictos por los cauces de la violencia desatada y el caos extremo que acaba llevándose todo por delante. Sería el caso del incendio de la moderna fábrica textil Vapor Bonaplata en la bullanga de 1835 y, veinte años después, el asesinato de José Sol Padrís, presidente de la patronal catalana y amigo/socio de Joan Güell, justo empezar la primera huelga general de España… Echar por sistema casi todas las culpas de las algaradas a los ricos y poderosos abocó a la idealización de la violencia callejera catalogándola de popular. Suficiente para que con una memoria apropiada haya quienes justifiquen las rosas de fuego considerándolas vías legítimas para lograr conquistas sociales.
En este sentido, Joan Maragall echó yesca al fuego. Aunque criticó con versos demoledores los excesos callejeros de la Semana Trágica (“verdulera endiablada…”, “carcajada de sangre…”), cargó implícitamente mucho más contra los ricos, él incluido. Según Maragall, les falta amor, también para no vengarse, y necesitan purificarse, flagelándose con solo soportar impávidos las subversivas iras de los demás. De lo contrario, concluye él, sin amor ni flagelo, no quedaría nadie, nada:

“¿No veis acaso que lo que lo que nos falta es amor? … Cataluña, Barcelona, has de sufrir mucho, si quieres salvarte. Has de aceptar las bombas, y el luto, y los robos, y el incendio: la guerra, la pobreza, la humillación, y las lágrimas, muchas lágrimas hasta que del fondo de tu sollozo salte la chispa que te incendie el corazón en un amor cualquiera, yo no sé ahora cual, pero si es amor, todos son iguales … [de lo contrario] Al mirar Barcelona desierta, Cataluña desolada, cualquier viajero podría decir: aquí hubo tal vez una gran población, pero ciertamente no hubo un pueblo”.
No es una admonición dirigida a los pobres, a las clases populares, sino a la Barcelona de los burgueses para que se redima aceptando las semanas trágicas que hagan falta hasta que los poderosos recapaciten y amen de veras. Era lo que faltaba: la violencia callejera como método para lograr objetivos en una ciudad de por sí victimista a puro de celebrar derrotas. Añádase a ello la manipulación política y ya sabemos en qué momento se jodió la memoria de Barcelona. ¿Cuándo?, cuando los excesos también surgen de los perdedores, carecen de caras visibles, son impunes, se culpan a los demás, son en parte legitimados incluso por el intelecto de Joan Maragall y, sobre todo, cuando se idealizan y manipulan desde el poder con fines políticos.
Ahora que la memoria no androcéntrica cuestiona a los colonizadores y conquistadores, a los victoriosos señores de la guerra, a los mandamases y ventajistas encumbrados en su día… no estaría mal poner en la picota también a quienes provocan bullangas y rosas de fuego, ni que sean solo sarpullidos y capullos por momentos fuera de control. No se reparará la memoria colectiva cargando responsabilidades solo en los pudientes y en los demás. También es preciso dejar de dar alas al victimismo, a la violencia directa en las calles, a las memorias impuestas, al violento clamor de quienes se movilizan, a la manipulación del pasado para hacer propaganda… La retirada de la estatua de Antonio López es un síntoma más de una ciudad que ni aprende ni recuerda en positivo porque tiene la memoria desprogramada desde que carece de cohesión social: “Al mirar Barcelona desierta, Cataluña desolada, cualquier viajero podría decir: aquí hubo tal vez una gran población, pero ciertamente no hubo un pueblo”. Pues eso; y en esas estamos.