Hace un tiempo, unos pocos años, había una visita obligada para cuantos sentimos una especial emoción ante cualquier muestra cultural del mundo marítimo. Greenwich. Allí se alojaba el impresionante Maritime Museum, luz y faro de los museos marítimos de todo el mundo.
La colección de instrumentos de navegación históricos, desde antiquísimos astrolabios marinos hasta octantes y sextantes de hermosa factura; las primeras cartas de navegación levantadas en medio mundo; pinturas de los siglos XVI, XVII y XVIII con bajeles y galeones batallando y navegando; objetos y enseres de la vida a bordo de los buques mercantes que han surcado los mares desde el siglo XII; todo tipo de reliquias relacionadas con el gran almirante Nelson, segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX; el proceso de transformación de los buques y de la navegación que corre en paralelo al proceso de la revolución industrial, siglo XIX y primer tercio del siglo XX; maquetas de los magníficos paquebotes que entre 1840 y 1930 transportaron a los emigrantes que poblaron América; y la joya del museo (para la opinión mayoritaria): los relojes que el carpintero Hamilton construyó para resolver el problema de la medición rigurosa de la Longitud.
Todo eso y mucho más encontrábamos en Greenwich, de forma que podíamos visitarlo una y otra vez, una y otra vez, con la seguridad de hallar piezas o elementos que no habíamos visto, o a los que no habíamos prestado la atención que merecían. Y había también dos detalles que acababan por redondear la visita al Greenwich Maritime Museum: una cafetería decente donde se podían comer platos del día, calientes y sabrosos, a un precio muy asequible; y una librería con títulos únicos, fruto de las muchas investigaciones que patrocinaba el Museo o fruto de los intercambios que había establecido con otros museos marítimos del mundo.
Hace un mes volví a Greenwich, después de un paréntesis de diez años, y había desaparecido el Maritime Museum. En su lugar había un colorido parque temático de cartón piedra, supuestamente apto sólo para niños y adultos instalados en la ignorancia y sin ganas de salir de ella. Y había también una gran tienda llena de chinoisseries, objetos de poco valor que recordaban las peores tiendas para turistas de playa. Y por último, la cafetería/restaurante decente y asequible había sido sustituida por un remedo de macdonald con platos precocinados fabricados en serie. Un horror.
¿Qué han hecho con el maravilloso Greenwich Maritime Museum? Pues muy sencillo: han puesto al frente a un chalán de feria, uno o una de esas lumbreras educadas en la superficialidad publicitaria que con apariencia de traer un discurso museístico nuevo (más fresco y desenfadado, dicen los malandrines), han conseguido destruir un templo del saber para convertirlo en una atracción de feria. A esos feriantes les importa una higa el mundo marítimo, lo ignoran todo de los barcos, de su Historia, y desconocen por completo la Historia de la navegación y del transporte marítimo. Camuflan tanta ignorancia con un discurso vulgar y vulgarizador, adecuado a los oídos de políticos sin cultura (no todos corruptos, ciberhoólicos y de inteligencia escasa), que nos convierte a los visitantes en simples espectadores de curiosidades más o menos epatantes, indignas de quienes se acercan a los museos para aprender. Sencillamente, humildemente. Para aprender.