El cuadro del pintor Madrazo tiene su reverso detrás de su resplandeciente marco dorado y del colorista retrato de Zulueta, vestido de impecable gala y con la banda y placa de la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica. Quedan allí, entre el cuadro y la pared de la sala del museo, lo que desentona con la belleza de una obra de arte o impide un favorecido retrato de quien lo paga. Sería el caso de los rasgos que a Zulueta le trazaron Valentín Cañedo (1853) y Domingo Dulce (1864), los únicos Capitanes Generales de Cuba que tuvieron agallas para detenerle por tráfico de esclavos, y que sirven para confrontar las actitudes de Antonio López y de Julián Zulueta respecto al poder político y la trata de esclavos. Antes, conviene hacer una biografía comparada de ellos.
Ambos, siendo muy jóvenes, desembarcaron en La Habana hacia 1831. A Zulueta le esperaba en el muelle su enriquecido tío Tiburcio y de sopetón formó parte de la consolidada red familiar y empresarial de los Zulueta, con sedes también en Londres y Cádiz. Por el contrario, Antonio López lo tuvo más complicado. Se supone que empezó a abrirse paso con cartas de recomendación, tal que del naviero Ignacio Fernández de Castro, paisano suyo. También podría ser que el comerciante gaditano Labra, para quien López estaría trabajando en Cádiz, lo enviase a uno de sus negocios en La Habana. Hipótesis. Lo cierto es que él carecía en Cuba de familiares que le acogiesen, al contrario que muchos de quienes lograron hacer las Américas, como fue el caso de su hermano Claudio y de sus, luego, socios Manuel Calvo, Carlos Eizaguirre, Patricio Satrústegui y José F. Gayón. Antonio López se las tuvo que ingeniar inicialmente por sus propios medios para salir adelante. Prueba clara de que valía para los negocios. Fue un hombre hecho a sí mismo; Zulueta, no, o no tanto.

Miguel Tacón Rosique, duque de la Unión de Cuba
Pronto hubo marcadas diferencias entre ellos. Julián Zulueta contactó con la “camarilla” del general Tacón, capitán general de Cuba entre 1834 y 1838. Tenía algo más de 20 años y empezaba a introducirse en los resortes del favoritismo político acotado para determinados empresarios y hacendados, incluido los consorciados en la trata de esclavos. Por entonces, Antonio López había hecho la proeza de tener en La Habana su propio comercio, aunque de esto solo hay indicios. Y lejos de figurar en los aledaños de la “camarilla de Palacio”, su nombre aparece diluido entre los bastantes cientos de comerciantes y propietarios que en abril de 1838 suplicaban a Isabel II no relevar al general Tacón.
La brecha de medros entre ambos se amplió en 1841 cuando Zulueta, que no tuvo que crear empresas porque gestionaba las de su tío Tiburcio, heredó una fortuna al morir éste sin descendencia. Y al año siguiente aumentó aún más la diferencia con López al casarse con Francisca Samá, quien le entroncó con una de las familias más ricas de Cuba, también traficante de esclavos. Durante buena parte de ese tiempo, Antonio López estuvo de gira de negocios por España y puede que también viajase a París. Y, que se sepa, siguió sin contar con un apoyo decisivo hasta que en 1844 un inversionista le dio un arreón y cuatro años después se casó con la hija de un indiano catalán, que había amasado un capital en Santiago de Cuba sin llegar a ser ni medio potentado ni estar involucrado en la trata. Y de herencias, López ni las esperaba. Poca fortuna tenía éste comparado con Zulueta, quien no parecía necesitar grandes dotes empresariales para seguir acumulando riqueza y poder porque, desde que pisó La Habana, le venían de seguido incluso por vías ajenas a sus haciendas y negocios.
Tras pasar dos décadas en Cuba, Antonio López se había forjado de empresario, mientras Julián Zulueta, además, había subido peldaños de poder político y relevancia pública. El futuro marqués de Comillas era un empresario a secas, un hábil profesional que aprovechaba sus contactos (vapor GENERAL ARMERO) y, por lo que trasluce, creaba otros nuevos sin entrar ni en oligopolios ni en conflictos con nadie, y menos con los poderosos. Por el contrario, Zulueta daba muestras de ser prepotente tras tocar durante años las exclusivas palancas del tráfico de influencias y de la trata negrera. En 1847, el alavés ya tenía casa palaciega en La Habana y decidía en la Junta de Comercio traer a Cuba trabajadores chinos. Mientras, López quizás ni tenía casa propia en Santiago ni se sabe que fuera socio, ¡qué menos!, de la Asociación Patriótica de dicha ciudad. Estaba centrado en sus negocios, como lo estuvo siempre, a modo de vocación obsesiva.
Basta confrontar los retratos de Zulueta y López para observar lo divergentes que eran ellos. Que en la cúspide de su vida aparezca Zulueta pintado por Madrazo con un traje de gala y la parafernalia de la Orden de Isabel la Católica, retrata lo que a fin de cuentas fue siempre: un exponente de poder, primordialmente, aunque con múltiples facetas, incluidas las de relevante empresario y hacendado. Zulueta fue regidor y alcalde de La Habana, coronel de Milicias y Voluntarios, senador… y decisivo en diversos entes públicos, empresariales y sociales de Cuba. Demasiados cargos y mucha dispersión de intereses como para ser el prototipo de empresario centrado solo en la gestión de sus negocios y en impulsar nuevas iniciativas.
Acabó amasando más fortuna que López. Pero no porque fuera mejor empresario, sino porque partió con ventaja, obtuvo cuantiosos beneficios atípicos (negrero y esclavista) y, dicen, ejerció cargos públicos sin demasiados escrúpulos. Antonio López, más bien, empeñó sus esfuerzos al mundo de los negocios, ajenos en su gran mayoría al azúcar y a la esclavitud, apenas ocupó cargos públicos y evitó ser abiertamente marrullero al sacar jugosos réditos de sus informales relaciones con la política.

Antonio López
La divergencia entre ambos salta a la vista. El retrato de Antonio López, equiparable al de Zulueta, por el encuadre, la pose y la época, lo pintó Carlos Luis Ribera en 1870. Refleja menos ostentación que la precisa para un gran empresario y exponente de la alta burguesía. Y aun, gracias, porque sus otros retratos, salvo los de joven burgués, hasta parecen sosos, y más cuando la calidad de sus trajes, predominantemente negros, no se plasma en los cuadros. Siendo el último que se le hizo en vida, de Ignacio Suárez Llanos, un reflejo de lo que fue: un hombre de negocios de altos vuelos que vestía elegante, pero sobrio y mediado por un lujoso decorado, algo traspuesto, para remarcarle su clase social. Al ver este cuadro me llamó la atención la expresión hosca que mostraba Antonio López y me acordé del refrán chino: si no sonríes no te metas a hacer negocios. Se lo hice saber al responsable del palacio Moja, que me acompañaba, y me contestó que por aquella época sería poco sensato que un banquero saliera sonriendo en los cuadros. Al revés que hoy, que desde que Silvio Berlusconi puso de moda pintarse una gran sonrisa fija en la cara, no hay banquero o empresario de postín que aparezca sin ella en los medios de comunicación.
También es significativo que López nunca se retratase con las bandas y placas de sus medallas ni mostrando el título de marqués escrito en algún lugar de cuadro, a pesar de que por entonces todo ello estaba sobrevalorado por todos. Desde luego, Zulueta no se privó de ostentar en su cuadro ser el marqués de Álava. La diferencia radica en que a Antonio López no le gustaba representar, por la misma que, al revés de Zulueta, apenas ocupó cargos públicos ni deseó figurar en la primera línea de la política, aunque en momentos claves llegara a decidir desde la tramoya durante la última década de su vida.
Julián Zulueta y Antonio López llevaron vidas paralelas hasta que se cruzaron en 1868, primero compartiendo intereses empresariales (Samá, Sotolongo y Cía.) y coloniales (defensa del status quo de Cuba, 1868); finamente, políticos/ideológicos (apoyo a la Restauración borbónica, 1875). Llegaron a ser tan poderosos, uno en Cuba y el otro en la Península, que acabaron defendiendo juntos sus objetivos comunes. Aun así, siguieron siendo personalidades confrontadas.
López se hizo fuerte con su grupo empresarial y desde allí, desde los despachos, mantuvo las riendas de los acontecimientos sin pisar Cuba. No así Zulueta. Por más que fuese también un gran empresario, influyó, sobre todo, desde las decenas de cargos políticos, institucionales y privados que ocupó en Cuba y visitó en la Península. Y cuando vinieron mal dadas para su bando, se puso en primera línea de combate y de los hacendistas. Cogió el fusil (coronel de Voluntarios) y sacó la billetera para defender sus parcelas de poder. Fiel a sí mismo. Se había introducido siendo muy joven en la “camarilla de Palacio” del general Tacón y no fue descabalgado de los centros o aledaños del poder hasta cuadro décadas después, cuando falleció a consecuencia de una caída de caballo (1878). ¡Qué diferente con López!, quien en 1883 murió con las botas puestas de empresario, las únicas que tenía, horas después de presidir el primer consejo de accionistas de la Cía. General de Tabacos de Filipinas, equivalente hoy a una empresa multinacional en ciernes.
DOS PIEDRAS DE TOQUE: CAÑEDO Y DULCE
La dispar actitud que ambos personajes tuvieron con Valentín Cañedo y Domingo Dulce, capitanes generales de Cuba, revela lo confrontados que estaban Zulueta y López respecto al poder político y a la trata. Zulueta les echó un pulso a sabiendas de que no transigían con la trata, y los perdió. López, por contra, nunca se enfrentó a ninguna autoridad en Cuba ni en la Península, sino que ejerció de imprescindible relaciones públicas para hacer negocios de altos vuelos. Ni se le ocurriría emplear en la trata de negros a su flamante barco GENERAL ARMERO cuando Valentín Cañedo estaba radicalmente en contra de este tipo de tráfico.
Por el contrario, Zulueta ejerció de negrero gestionando mal los riesgos, pues la actitud de Cañedo contra la esclavitud era clara y conocida: favorable a los emancipados y a la abolición; y contra los negreros, contundente. Para cuando Zulueta se arriesgó, Cañedo había apresado varías expediciones de bozales y señalado que Juan Parejo Cañero, agente en Cuba de la reina madre María Cristina, estaba involucrado en el tráfico de esclavos. Estaba más que advertido, porque Parejo era mucho más que el agente de la ex Reina Gobernadora (1833-1840). Desde que pisó Cuba hacia 1841, administró entes públicos (rentas terrestres de La Habana), compartió negocios con el influyente ingeniero Manuel Pastor, fue naviero, presidió la Cía. de Gas de La Habana… y pertenecía al consorcio Cuesta Manzanal y Larrinaga, de la que formaba parte la adinerada viuda Josefa Benítez, con quien se casó en 1848.
Quien delataba a Parejo no iba tener contemplaciones con nadie, por muy hacendado y Zulueta que fuese, y menos aún sería permisivo con los negreros de poca monta, tal que Antonio López si fuera el caso. Sin duda, habría sido una operación de alto riesgo implicar al GENERAL ARMERO en la trata durante el mandato de Valentín Cañedo. Dándose la casualidad de que este vapor navegó (del 10-04-1852 al 23-11-1853) coincidiendo justo con el tiempo en que éste ostentó la Capitanía General (del 16-04-1852 al 03-12-1853). Que se lean de entrada los cientos de páginas del archivo Ultramar 3548, Exp. 4, para entender que, estando Cañedo en la Capitanía General, un naviero nunca se expondría por su cuenta a llevar bozales en un barco que olía a nuevo.
En el improbable caso de que Antonio López fuese negrero, no se habría arriesgado a que le confiscasen una expedición de alijos, le detuviesen, le condenasen y, encima, se granjease una mala imagen y la enemiga del capitán general. Zulueta se podía permitir esta debacle porque, aparte de empresario y hacendado al uso, formaba parte del poder fáctico de Cuba y de los consorcios negreros. Siempre podría zafarse, como así sucedió. No era el caso de Antonio López, un hombre de negocios que tenía que cuadrar balances por su cuenta y riesgo. Además, llevaba años recabando apoyos de las autoridades, a todos los niveles, para abanderar el vapor GENERAL ARMERO y obtener la concesión de la línea marítima Santiago de Cuba-Guantánamo. Habría puesto en peligro todo ello y no menos sus buenas relaciones con los generales de la Armada Francisco Armero y José Bustillo, amigo y sucesor de Armero en el Apostadero de La Habana… Demasiado en juego para un Antonio López, que salió de Cuba con más contactos políticos y empresariales que dinero.
Zulueta es otra historia. Retrata la prepotencia de quien se cree invulnerable tras lustros de hacer de su capa un sayo, de componendas con las autoridades, de pertenecer a un grupo de presión a punto convertirse en un inmanejable contrapoder incluso para el Gobierno de Madrid. Con lo que no contaba era que Cañedo iría a por todas contra él: se encaró con los magistrados y se saltó el artículo 9 de la Ley Penal (1845) que prohibía entrar en las haciendas en busca de bozales ni que fuesen recién desembarcados. Por si esto no fuera bastante, acusó al Apostadero de mirar para otro lado cuando, según él, los barcos negreros le pasaban por delante de los ojos.
A Cañedo ni le importó provocar un escándalo al encargarse el mismo de castigar a Zulueta por el alijo de bozales desembarcado por la fragata LADY SUFFOLK en la bahía de Cochinos (18.05.1853). El cargazón contaba entre 900 y 1.200 personas esclavas traídas desde Mozambique (muchas habían muerto durante la travesía) y su capitán Eugenio Viñas huyó por patas después que Julián Zulueta se presentase en la hacienda Orbea para hacerse cargo de los africanos que habían sido escondidos en ella. Dicen que éste se quedó con 200 esclavos y otros tantos se los adjudicó a Juan Parejo. La comisión enviada por el capitán general rescató en total menos de 200 bozales.
Cañedo dictó destituciones, desde un teniente gobernador a cargos pedáneos y no tuvo empacho en calificar a Zulueta como “el más pernicioso tratante de esclavos”, pero lo más bragado de todo fue que mandó al jefe de la policía de La Habana a detenerle (20.07.1853). Zulueta estuvo encarcelado en la fortaleza La Cabaña 41 días y solo salió en libertad gracias a las presiones de Madrid, a un informe médico y a que las pruebas aportadas por Cañedo fueron invalidadas por la Justicia. Al valiente capitán general, primero le llamó al orden la Junta de Ultramar (27.08.1853) por combatir la trata de malas maneras (con tumulto y con hombres armados entrando a las bravas en las haciendas) y luego le relevaron a principios de diciembre, pocos días antes de que Julián Zulueta fuera exonerado de algunos cargos relacionados con el caso LADY SUFFOLK. El negrero, finalmente absuelto. Quien acabó mal fue Cañedo, defenestrado. Para colmo, el cónsul británico en Cuba le acusó de permisividad con la trata y lord Carlisle le criticó en Londres. No me imagino a Antonio López afrontando las contingencias que asumió Zulueta, ni tampoco enfrentándose con las autoridades, él que tanto destacó por avenirse con todas ellas y gestionar con especial acierto los riesgos.

Domingo Dulce Garay
Si López nunca lo haría, Zulueta la volvió a liar por el mismo motivo y con la misma prepotencia ante el capitán general, esta vez, Domingo Dulce Garay. Y mira que éste le conminó directamente a dejar la trata cuando tomó el mando de la Isla a finales de 1862. Ni con esas. Zulueta persistió en la trata, se le relacionó con unos alijos apresados… y el general y el negrero acabaron teniéndolas tiesas, incluso éste último fue detenido para declarar. El enfrentamiento entre ambos tenía como trasfondo que Dulce propiciaba la libertad de prensa (El Siglo), un tímido debate abolicionista (duró nada) y el acercamiento a los cubanos reformistas (vuelta de exiliados). Pero, la desavenencia más grave entre ellos fue la intransigencia de Dulce con el tráfico de esclavos, para lo cual éste promovió cambios legales que lo equiparara a la piratería. De hecho, la trata terminó al final del mandato de Dulce, en 1866, aunque hubo alijos esporádicos durante varios años más.
Zulueta le pasó cuentas por ello cuando Prim y Serrano nombraron a Dulce capitán general de Cuba para negociar la paz con los independentistas. Desembarcó el 4.01.1869, pero ni pudo ni le dieron ocasión de intentarlo porque ofrecía a los rebeldes concesiones claves. Los partidarios del status quo, liderados entre otros por Zulueta (Batallones de Voluntarios, El Casino Español), se amotinaron una noche contra Dulce y este dimitió (02.06.1869) viéndose sitiado y sin el apoyo del Ejército regular al no regir en Cuba ni el principio de autoridad, sagrado para un militar. La carta que le escribió a Prim informando de lo sucedido es un poema, y más sabiendo que estaba tan enfermo de cáncer que murió seis meses después.
Antonio López no intervino en estos hechos y, por tanto, no podemos confrontar su actitud con las de Julián Zulueta y Ramón Herrera, (naviero cántabro amigo y socio del comillano desde muy atrás), quien llevó la voz cantante la noche en que los Voluntarios se amotinaron contra Dulce. También en este caso es impensable que Antonio López actuara como Zulueta, no eran sus maneras de imponerse. Y más que nada porque el capitán general y él eran amigos, de los pocos que tenía Dulce, quien a pesar del apellido era de trato difícil y no se casaba con nadie, aunque sus actitudes de servicio y responsabilidad le hicieron muy querido en Barcelona cuando fue Gobernador de la ciudad (1858-1862), impulsando el derribo de las murallas y la apertura del Ensanche. Lo atestigua el mural de mosaicos, con el escudo y título de marqués de Castell-Florite otorgados a Dulce por ganar una batalla a los carlistas, que todavía luce en la Capitanía General de Barcelona.

Mural cerámico de la Capitanía General de Barcelona dedocado a Domingo Dulce
Una prueba de que fueron amigos está en que Antonio López fue el padrino de Luisa Dulce Tresserra (1858-1884), la única descendencia que tendría Domingo Dulce tras la muerte de su hijo César en 1862. Es más, nombró a López tutor de Luisa cuando, ya enfermo, previó que iba a quedar huérfana, pues su madre había muerto al poco de darle a luz. Queda de esta historia el cuadro de Luisa Dulce pintado por Antoni Caba (ca. 1880, Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona) y es posible que también la represente, cuando tenía unos seis años, la estatuilla de mármol de Venanci Vallmitjana (1865, Museo Nacional del Romanticismo, Madrid).
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