El impacto global de la pandemia que nos aflige ha trastocado durante meses no sólo la normalidad de nuestras vidas, la economía del país y los hábitos sociales, sino también otros muchos aspectos del calendario. Hace unas semanas, hice la reflexión personal de que este 2020 habrá sido “el año sin primavera”. Para aquellos, como es mi caso, que soportamos mal los extremos climatológicos, el frío excesivo o el calor agobiante, abril, mayo y junio son nuestros meses favoritos: el aroma a tomillo de los campos por Semana Santa, los trigales de un verde brillante en mayo, cuando las lluvias han sido generosas en invierno, los largos atardeceres y la amarilla retama en flor por San Juan, los primeros baños en la mar, las entrañables tradiciones de la “Mona” de Pascua, la explosión cultural y cívica de Sant Jordi, la verbena y la coca de San Juan… Todo ello hemos echado en falta, confinados en casa, en este lúgubre 2020.
Dicho desquiciamiento general provoca, asimismo, que muchas efemérides puedan pasar casi desapercibidas. No quisiera que, agobiados por el temor a los rebrotes de la pandemia y por la incertidumbre derivada de unas predicciones económicas nada halagüeñas para el inmediato futuro, se nos pasase por alto el vigésimo aniversario del fallecimiento de uno de los más ilustres escritores de narrativa marítima: Richard Patrick Russ (1914-2000) más conocido por el nombre que adoptó en 1945: Patrick O’Brian.
Como escribió Lucy Eyre en The Guardian con motivo del centenario de su nacimiento, hay dos clases de personas en el mundo: los entusiastas de O’Brian y los que todavía no lo han leído. Entre los primeros, estarían sin duda los maridos de las señoras de una pequeña colonia británica del Caribe que fundaron el “Club de viudas de Patrick O’Brian”, formado por esposas víctimas del abandono de que se sentían objeto por parte de sus cónyuges, ávidos lectores de las aventuras marítimas del tándem Aubrey-Maturin desarrolladas a lo largo de una veintena de volúmenes.
Sin embargo, el éxito y la popularidad no llegaron fácil ni prontamente a este escritor, sino cuando ya rondaba los setenta años biológicos y tras más de treinta y cinco de carrera literaria en la sombra. Su carácter reservado —algunos incluso lo tildan de enigmático, o incluso de arisco— algo debió influir en esta tardanza. En una época como la actual, en que tantos escritores aspiran al divismo y pugnan por aparecer en los periódicos y en la televisión, aunque sea para opinar sin ton ni son sobre todo lo divino y lo humano, este autor que no reconoció ser inglés de nacimiento hasta que unos periodistas descubrieron que no era irlandés como todos suponían, representa una anomalía. Este hombre de apariencia frágil y enjuta, que vivió una existencia modesta desde finales de la década de los cuarenta en un pequeño pueblo del Rosselló, Cotlliure y que, tras fallecer en Dublín, quiso que sus restos regresasen para ser enterrados en aquella villa marinera nordcatalana, no era una personalidad adocenada. Un novelista que, ya por fin famoso, se resistía a conceder entrevistas a los periódicos y que recibió dignidades como la primera edición del Heywood Hill Literary Prize o la de CBE (Comendador del Imperio Británico) con absoluta indiferencia, era no sólo un gran escritor sino también un filósofo vital. Su reserva y la defensa de su privacidad le llevó al extremo de sentirse contrariado cuando los periodistas también descubrieron que quien se conocía como su esposa, una aristócrata de origen ruso de nombre Mary Tostoi, era en realidad su segunda mujer, al haber él ya estado casado anteriormente.
EN LABORES DE INTELIGENCIA MILITAR
Como muchos otros escritores británicos, durante la Segunda Guerra Mundial, debido a su precaria salud, fue reclutado para uno de los múltiples servicios de inteligencia de su país. Según Alan Judd, su competencia lingüística en francés, español y catalán eran bien valorados por dichos servicios secretos. Sin embargo, dudo mucho que O’Brian aprendiese el catalán antes de instalarse en Cotlliure hacia 1950; de hecho, en una de sus primeras novelas datada en 1953, titulada precisamente The Catalans, transcribe mal algunos vocablos que seguramente había aprendido por tradición oral (como“Pont Naou” por “Pont Nou”)
En el Rosselló, en un pueblo donde, en aquellos años previos al boom del turismo, la vida debía resultar relativamente barata, O’Brian y su esposa sobrevivieron básicamente mediante las excelentes traducciones que él hizo del francés al inglés, entre ellas toda la obra de Simone de Beauvoir, una biografía del general De Gaulle y el bestseller Papillon. Trabaron amistad con un ilustre vecino: Pablo Picasso. Fruto de esta relación fue la biografía del pintor que O’Brian publicaría años más tarde y que es reputada por algunos como la mejor de las que se han escrito sobre el genio malagueño.

Maturin y Aubrey en la pelicula Master & commander
Cuando en 1969 publicó la primera de sus novelas de lo que luego sería la extensa saga Aubrey-Maturin, Master and Commander, la obra atrajo inicialmente poca atención, como tampoco la habían tenido sus libros anteriores de temática histórico-marítima, The Golden Ocean y The Unknown Shore. Lentamente, a medida que los libros de la serie se iban sucediendo, el “boca a boca” funcionó y los editores —en especial los norteamericanos—fueron tomando mayor interés en dar el relieve que merecía la obra de O’Brian, hasta la eclosión de su éxito en la década de los años 90. La fama y los sustanciosos derechos de autor de seis millones de ejemplares vendidos, llegaron por fin, casi al final de su vida.
Razones para este éxito popular no faltan. Patrick O’Brian, a diferencia de otros autores de novela histórica, no se limita a novelar unos determinados hechos realmente acaecidos. En su caso, no cabe duda de que muchos de los lances de su capitán Jack Aubrey beben directamente de las aventuras de un marino que existió realmente en la época napoleónica: Thomas Cochrane. Sin embargo, el verdadero mérito del autor radica en otros ingredientes de sus novelas.
En primer lugar, la forma en presentar la vida a bordo de los buques de la Armada inglesa de principios del siglo XIX. Alguien ha indicado que si Jane Austen hubiese escrito sobre hermanos suyos oficiales de marina, describiendo con todo detalle, con humor y sutil ironía, su existencia bordo, sus intereses o inquietudes, como lo hizo con los componentes de la pequeña aristocracia rural de su país, lo hubiese hecho de forma muy similar y con parecido lenguaje a como lo hizo O’Brian.
LA ADMIRACIÓN POR MARCEL PROUST
Luego, la elegancia y refinamiento del estilo literario, su forma de recrearse en las descripciones, que ha hecho que algunos críticos hayan encontrado, en el mismo, ecos de la prosa preciosista de Marcel Proust. No me considero con conocimientos suficientes para avalar esta opinión, pero hay un determinado “guiño” revelador en la segunda novela de la serie, Post Captain, que me hacen pensar que O’Brian conocía bien y admiraba la obra de Proust: En esta novela, Aubrey ataca un puerto francés en Normandía, más que nada como ejercicio de los artilleros de la fragata Lively cuyo mando acaba de asumir. ¿Cómo se llama dicho puerto? Pues el autor le asigna el nombre de Balbec, exactamente el mismo pueblo ficticio presente en varios volúmenes de La recherche du temps perdu de Proust.
Finalmente, pero no menos importante, el juego de las dos personalidades coprotagonistas de la saga. Jack Aubrey, el típico marino inglés de su época: resuelto en el combate, apasionado por la técnica de la navegación a vela, generoso, extrovertido, buen comedor y bebedor, ávido de presas que pongan a flote sus precarias finanzas, algo bocazas y exhibicionista en tierra y proclive a perseguir mujeres casadas; su único mérito cultural es la afición a la música. Frente a Jack, el médico catalano-irlandés Stephen Maturin, su amigo fiel, es el prototipo de intelectual, reservado, inteligente, sobrio, cauto hasta el extremo de tratar de ocultar a su compañero sus actividades de espionaje contra Napoleón, apasionado por las ciencias naturales pero incapaz de familiarizarse con la nomenclatura náutica, desinteresado por el dinero, poco afortunado en amores… El contraste entre dos seres humanos tan diferentes, pero unidos por la amistad y el mutuo respeto, no puede resultar más enriquecedor para la trama de las novelas de la serie ni más atractivo para el lector.
DEVOCIÓN POR CATALUÑA
Desde Cataluña tenemos una cierta deuda con el enigmático Patrick O’Brian. A través de su obra, este autor inglés puso de manifiesto un aprecio por nuestra lengua que ya quisiéramos ver en escritores de culturas que nos resultan mucho más próximas. Casi al inicio de Master and Commander, cuando Jack Aubrey y Stephen Maturin acaban de conocerse en el Mahón ocupado por los ingleses, el primero se queja de que el posadero que les atiende no comprende nada de su rudimentario español. Stephen le explica que el hostelero no habla español castellano, sino catalán, y expresa grandes elogios a esta última lengua. Luego, más adelante en la trama de la novela, mientras su bergantín Sophie se dirige a atacar Moraira, cruza frente a cabo Roig y Stephen indica a su amigo y capitán que dicho accidente geográfico marca el límite de la catalanidad lingüística. El entusiasmo de O’Brian por divulgar elementos de la cultura catalana le hace cometer algún que otro comprensible desliz: Maturin aprovecha una recalada del barco en algún lugar de la costa al sur de Barcelona, con el propósito de hacer aguada, para internarse en el país y visitar algunos parientes. A su regreso, comenta a Jack que ha bailado sardanas frente a la catedral de Tarragona al salir de la misa dominical e interpreta una pieza de dicho baile popular al violonchelo. Obviamente, en 1801 no se bailaban sardanas en el sur de Cataluña, tardarían casi un siglo en expandirse desde l’Empordà a otras zonas del país.
Creo que resulta providencial, en un año que sin duda será parco en conmemoraciones, que los promotores del Premio Literario Nostromo 2020 de narrativa marítima, convocado antes de la pandemia, tuviesen la feliz iniciativa de dedicar un homenaje a Patrick O’Brian. Con ello, la comunidad marítima y literaria de nuestro país tendrá ocasión de rcordar a uno de los más grandes escritores del género histórico-náutico a los veinte años de su fallecimiento.