La sentencia ha sacudido a amplios sectores de la opinión pública que se han sentido seriamente decepcionados por el tenor de la misma. Sin embargo, y si se mira con sosiego, nada tiene de particular.
Es evidente que el capitán Mangouras y su tripulación no hicieron nada para que el buque sufriera una rotura en el casco. Ni con intención ni sin ella. Es evidente que las autoridades del momento se encontraron con una catástrofe inevitable: podía escogerse el acercamiento a puerto de abrigo, el traslado a aguas tranquilas o el bombardeo de la nave para provocar que ardiera una parte del fuel cargado. Es evidente que tuvieron dudas. Incluso puede parecer evidente que cometieron errores. Pero un error no es delito.
El delito se define, en primer lugar, porque un hecho esté penado en el Código Penal y, en segundo lugar, que ese hecho lo haya producido su autor con intencionalidad, imprudencia grave o impericia grave. Es evidente que estas notas no se dieron en los imputados y, en consecuencia, la sentencia debe reputarse como razonable, y una muestra de garantía del Estado de Derecho.
La presión política que, en su momento, se canalizó a través de Nunca Mais y de los medios de comunicación en el momento de los hechos, ha desaguado en refugiar una esperanza política en una sentencia . Algo para lo que no están hechos los tribunales de justicia.
Es probable que las autoridades de la época se equivocaran, pero –desde luego- no con alcance penal que es la última ratio del Derecho.
A buen seguro, muchas personas pensarán que con esta sentencia nadie asume responsabilidades políticas. Pero es que las responsabilidades políticas no se ventilan en los juzgados.
El tribunal ha sentenciado lo que cabía esperar.