Mañana será 23 de febrero de 2021, hace pues 40 años que un grupo de uniformados de la Guardia Civil, al mando del coronel Antonio Tejero, entró en el Congreso de los Diputados con el objetivo de interrumpir la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno.
Yo me hallaba esa tarde a bordo del CIUDAD DE PAMPLONA, un buque fuerte y robusto, de Trasmediterránea, que 20 días más tarde sería entregado en Las Palmas a unos compradores extranjeros. Habíamos salido de Villagarcía y navegábamos frente a Cabo Roca, a la altura de Lisboa, rumbo al puerto de Arrecife, en la isla de Lanzarote, cuando por la radio supimos del asalto al Congreso. Un golpe de Estado militar cuyo propósito no podía estar más claro: volver al régimen anterior y perder los derechos y libertades contemplados en la Constitución aprobada en diciembre de 1978. Mal asunto.
Esa tarde y esa noche hubo todo tipo de conversaciones a bordo. Recuerdo que el radiotelegrafista, Emilio Badiola, una persona estupenda, tomó sin dudar partido en contra del golpe. Tras un calvario de años, veía en el proyecto de ley de divorcio del Gobierno de UCD, presidido por Adolfo Suárez, la luz al final del túnel. Temía, por lógica, que los golpistas abandonaran la iniciativa, finalmente aprobada cuatro meses después. Yo, segundo o tercer oficial (no estoy seguro), me puse de su lado, no podía esperar nada bueno de quienes se sublevaban contra el sistema político diseñado en la Constitución: libertad sindical, libertad de prensa, libertad de seguir junto a tu esposa, derechos políticos, posibilidad de cambiar el Gobierno mediante elecciones libres… La democracia, en fin, el menos malo de todos los regímenes políticos conocidos.
Recuerdo a los oficiales de máquinas, el jefe entre ellos, comentar sin ninguna simpatía la intentona violenta que la radio transmitía en directo. El primer oficial de cubierta pasó de la ironía al sarcasmo y daba a entender que la política no era cosa suya.
Y recuerdo, sobre todo, al capitán, de cuyo nombre no quiero acordarme, un individuo sobre el que me había preguntado no pocas veces cómo había podido llegar a mandar un buque. Se mostraba esa tarde satisfecho, casi eufórico, sólo refrenado por la evidente mayoría, activa o indiferente, que tenía en contra. Tenía que pasar, se veía venir, clamaba. Ya era hora, se atrevió a afirmar en algún momento. Viéndose solo se encerró en su camarote, a seguir las noticias por la radio seguramente.
Al día siguiente por la mañana, cuando el golpe de Estado había fracasado por la pasividad mayoritaria de las Fuerzas Armadas, atentas a la orden de su jefe máximo, el rey Juan Carlos I, el buque se levantó aliviado. Había sido una noche negra, escuchando la radio en grupos espontáneos reunidos en cámaras y camarotes. Nadie quería una vuelta al pasado, nadie apostaba por otro régimen de libertades secuestradas con funcionarios militares al frente. El capitán salió de su camarote lo justo para darse cuenta de su fracaso. Nadie le dijo nada, ningún reproche, ninguna discusión, ni siquiera alguna alusión jocosa. Volvió a guarecerse en su camarote mientras los demás dábamos rienda suelta a nuestra alegría y brindábamos por la libertad.
Nota del editor. La foto de portada corresponde a la maqueta del CIUDAD DE PAMPLONA existente en la Dirección General de Marina Mercante.