La actualidad informativa devora a velocidad de vértigo cualquier suceso o acontecimiento, sin que hayamos tenido tiempo de asimilar o comprender el origen, las causas y las consecuencias. Hubo un tiempo, no hace tanto, que estaba en todas las portadas hablar de los emigrantes que llegaban a Europa por medio de unas embarcaciones precarias, gomones o pateras, armadas por unas empresas mafiosas que cobraban un pesado peaje. Garantizaban esas mafias que el riesgo era escaso pues ellos se encargaban de avisar a los barcos de las organizaciones dizque humanitarias que les esperaban, y en el peor de los casos cualquier buque que les avistara estaba obligado a recogerlos y llevarlos a puerto en cumplimiento de lo dispuesto en el artículo 98.1 del Convenio de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (1982) y del artículo 12 del Convenio de Ginebra sobre Alta Mar (1958). Eran náufragos de conveniencia, falsos náufragos que se amotinaban si el buque salvador pretendía dejarlos en algún puerto no europeo. Ellos habían pagado muy caro el viaje a Europa, no a un puerto argelino, tunecino, marroquí o libio, por muy próximo y seguro que éste fuera.
Quienes pueden pagar el pasaje exigido por las mafias son los menos desprotegidos de la masa de personas que quieren alcanzar el suelo europeo, que ellos imaginan que es mucho mejor, aún en el peor escenario, que sus lugares de origen. La mayoría han de jugarse la vida como polizones o dejarse la piel intentando saltar las vallas y los controles fronterizos. Pero los afortunados con dinero obtienen plaza en el gomón o la patera que un maleante bien relacionado con el poder está armando en una ensenada de Libia, de Marruecos, o de Mauritania.

Los países europeos -y los países desarrollados que constituyen objetivos para las personas que huyen de la miseria económica y social- no acaban de encontrar soluciones para esa inmigración descontrolada. Aceptarlos y no poder integrarlos en condiciones, caso de España y de otros muchos países, significa condenarlos a la mendicidad o la delincuencia y provocar un problema político que puede ser grave en algunas zonas. Rechazarlos o internarlos en centros ad hoc supone desatar la demagogia de quienes se llenan la boca de grandes palabras, justicia, igualdad, dignidad, y se pregonan a sí mismos como salvadores de la Humanidad. Apelan a los sentimientos y emociones más simples, ocultan lo que no se acomoda a su manipulación emocional, y consiguen que muchas personas simpaticen con ellos.
Tenemos en España un ejemplo cabal de este tipo de manipulador, una organización empresarial, Pro Activa Open Arms (un nombre ciertamente curioso), dirigida por un populista de palabra agria que se ha erigido en defensor de los náufragos de conveniencia y ha chuleado sin escrúpulos a las Administraciones públicas (el Ayuntamiento de Barcelona le regaló 600.00 euros, el de Madrid 100.000, etcétera), con el cuento de que ellos “salvan vidas”. Muy pocos le cuestionan esa labor de colaboración con las mafias; muy pocos le preguntan por qué no lucha por abrir las fronteras si de verdad le interesa la vida de quienes desean llegar a Europa. Muy pocos tienen el valor de enfrentarse a la demagogia, pues son tachados de gente sin alma, o como escribió Manuel Castells, ministro de Universidades del Gobierno de Pedro Sánchez (según consta en la nómina del Consejo de Ministros, pues no se sabe a qué dedica su tiempo), personas con “bajeza moral y falta de humanidad”, una acusación que el secuaz -o mentor- de Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, hacía extensible a la entonces vicepresidente del Gobierno español, Carmen Calvo (La Vanguardia, 31 de agosto de 2019). Al poco de escribir eso, Pedro Sánchez le nombró ministro.

Ahora ya no está el tema de la migración por vía marítima en primer plano de actualidad, pero puede volver en cualquier momento. Open Arms tuvo sus días de gloria y la oportunidad de consolidar un grupo empresarial levantado sobre la mentira, la subvención, el silencio de la sociedad y la complacencia de unos políticos que lejos de resolver los problemas alimentan la crispación social. Políticos, sin ideología y sin escrúpulos (Alfonso Guerra dixit), temerosos de enfrentarse a la demagogia, no vaya a ser que los demagogos los tachen de «fachas».
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