El proyecto, que ha de ser todavía aprobado por el consejo y el parlamento europeo, obligará a las empresas a efectuar el seguimiento y notificar para cada buque la cantidad y tipo de combustible consumido durante un año en cada viaje de llegada o salida de un puerto europeo miembro de la UE. Para controlar que las empresas no mienten ni falsean tales acciones, la norma prevé la existencia de unos “verificadores independientes”, cuya misión será la de supervisar a los falaces navieros, troleros todos, falsarios, delincuentes por naturaleza y enemigos mortales del medio ambiente. Naturalmente, los verificadores dizque independientes, habrán de estar registrados, homologados y autorizados.
Por supuesto, el nuevo reglamento europeo no olvida prescribir el correspondiente informe anual que las empresas deberán presentar, para cada buque bajo su responsabilidad, sobre las emisiones efectivamente eyaculadas. Ni olvida tampoco, ¡faltaría más!, imponer su comprobación, información, valoración y calificación final por el susodicho “independiente” autorizado.
Más todavía. Para mediados de 2019, el engendro normativo prevé que los buques estarán obligados a llevar a bordo un “documento de conformidad”, cuya validez está por definir, aunque se supone que el “independiente autorizado” o un equivalente ad hoc tendrán derecho de pernada al respecto. Huelga añadir que el tal “documento de conformidad” se establece a fin de que los funcionarios, o quienes la autoridad reconozca como tales, puedan marear, molestar, importunar, morder y arponear, e incluso inspeccionar a los buques con el fin de: 1. Confirmar la existencia a bordo del documento conformado y validado; 2. Compulsar el dicho documento con la realidad, acción ésta reservada a los buques pertenecientes a la “lista naranja” que a no tardar se inventarán, y a los buques díscolos, a los guarros y a los clasificados por esa sociedad tan rica y antipática.
A fin de que no todo sea basura sobre las empresas (entre paréntesis: sería deseable, por simple coherencia, que los piropos que continuamente se lanzan a los emprendedores, armadores por ejemplo, se tradujeran en leyes que no partieran del prejuicio que considera a las empresas como delincuentes y embusteras por naturaleza), la norma inflige a la comisión europea el deber de publicar las emisiones notificadas e información sobre la conformidad de la empresa con los requisitos de seguimiento y notificación (identidad del buque, armador, EEDI del buque, emisiones anuales de CO2, consumo anual total de combustible, etc.). Un gran trabajo que exigirá la contratación de tropecientos funcionarios de primer nivel salarial.
Para adobar la broma, el proyecto de reglamento europeo asevera que pretende reducir al mínimo la carga administrativa de las empresas, un empeño loable que, sin embargo, leído el feto normativo, nos recuerda aquello de que “mean y dicen que llueven”.
Otrosí. El texto a examen advierte que lo que la norma pretende en el fondo es activar el celo burocrático de la OMI, pues la comisión europea no está por parir leyes marítimas que sólo sirvan para atormentar y emplumar a los europeos, y que una vez conseguido ese objetivo, o sea excitar la pasión normativa de la OMI, ellos, la CE, modificarán el engendro para acomodarlo a lo que disponga el convenio internacional. Un propósito inspirado en la iniciativa estadounidense de la OPA-90, ley que en su día los gestores europeos criticaron a rabiar.
Aplaudimos el objetivo de la norma, reducir las emisiones a la atmósfera de CO2, pero el proyecto de reglamento más parece ideado para chulear a las navieras europeas y aumentar la carga administrativa a bordo, ya insoportable, que para mejorar la situación medioambiental.