Las exenciones se han de fundar en “la experiencia local del capitán del buque, las características del buque, la naturaleza de la carga, las peculiaridades del puerto y otras circunstancias que reglamentariamente se prevean previo informe de la Autoridad Portuaria, oído el órgano que ejerza la representación de los prácticos a nivel nacional”.
Cuantos han tenido oportunidad de observar la actuación del práctico, obligatoriamente embarcado en los barcos de línea regular, o con máquinas y timones sofisticados, y en los grandes yates, saben que éste se limita a tomarse un café y charlar, si el idioma y las circunstancias lo permiten, con el capitán y los oficiales presentes en el puente. Atracado el barco –o antes de atracar, como presencié en una ocasión en Barcelona- el práctico abandona la nave y pasa la correspondiente factura por sus servicios.
Los prácticos constituyen un eslabón de la cadena de seguridad de un puerto, sin duda. Para la mayoría de los buques extranjeros que tocan nuestros puertos, el práctico realiza una labor imprescindible, cuando menos por el control que ejerce sobre los remolcadores que han de ayudar en la maniobra de atraque/desatraque. Pero resulta ocioso y redundante en las maniobras de los barcos con capitán y tripulación total o parcialmente española, que tocan con regularidad el puerto en cuestión.
Las exenciones solicitadas por esos capitanes son recibidas con manifiesto desagrado por la Administración marítima, generalmente temerosa de cualquier decisión que luego pueda causarles algún problema. De modo que se limitan a copiar lo que las empresas de prácticos, que han de ser oídas preceptivamente, alegan por sistema contra las exenciones. A las empresas (corporaciones de prácticos), les va en ello mucho dinero que pueden dejar de ganar. Las exenciones se miran con lupa y se someten a tal cúmulo de requisitos, algunos rayanos con el ridículo, que en la práctica pierden de vista el objetivo dispuesto por el legislador.
Las navieras soportan el gasto. En los puertos con mucho tráfico (Barcelona o Las Palmas, por ejemplo), donde los prácticos se reparten sueldos varias veces superiores al sueldo que percibe el presidente del Gobierno, se niegan las exenciones con argumentos más que discutibles, siempre poniendo la seguridad marítima, en abstracto, como la razón intangible y por ello innegociable que justifica la necesidad del práctico. Ello a pesar del conocimiento general de que el práctico se limita a bordo a tomarse un café.
En los puertos de escaso tráfico, a los manidos argumentos pro domo sua (escondiendo el interés económico bajo el mantra o cantilena de la seguridad marítima), hay que añadir el efugio de que el práctico necesita para redondear sus ingresos que los barcos de línea regular paguen religiosamente los practicajes de entrada y de salida, sin excepción (ni exención). En Melilla, por ejemplo, o en Mahón.
Es decir, se obliga a las navieras a sostener el servicio portuario de practicaje. El practicaje constituye un instrumento relevante de la seguridad de los puertos, ciertamente. En ese caso, ¿por qué no pagan las Autoridades Portuarias a los prácticos que el puerto necesite y que el tráfico mercante no alcance a remunerar? Sería lo lógico. ¿O por qué no crean las corporaciones de prácticos un fondo de solidaridad que distribuya con ponderación la suma total de sus ingresos? Esa idea constituye un principio del sistema portuario español, de modo que su aplicación por los prácticos sería coherente y razonable, sino obligada. Con uno u otro modelo, o con los dos combinados, podríamos acabar de paso con las plantillas insuficientes, mal endémico de nuestros puertos, donde los prácticos aplican sin impedimento el principio de la avaricia: cuantos menos seamos a más tocaremos. ¿Y la seguridad del puerto? Sí claro, la seguridad, pero lo primero es lo primero, y no es lo mismo repartir la tarta entre quince que entre veinticinco.
Derivar el gasto del mantenimiento del servicio de practicaje hacia las navieras españolas que sobreviven con dificultades supone condenarlas a competir con desventaja sobre otros modos de transporte. Obligar a las navieras a enfrentarse a las empresas de prácticos, muchos de cuyos miembros han pasado por sus buques de pilotos o de capitanes, resulta cínico e indecoroso. Si el practicaje es un servicio portuario náutico, de acuerdo con la ley, las Autoridades Portuarias han de asumir su responsabilidad. Y si los prácticos defienden su función por la seguridad, como dicen, y no por las cuantiosas ganancias que perciben (no todos), habrían de crear el fondo de solidaridad cuanto antes. Los monopolios privados –eso es hoy en España el servicio de practicaje- están obligados a repartir los beneficios de su situación entre todos los miembros, so riesgo de que la sociedad les obligue a ello si no lo hacen y acabe de vez con el egoísmo del sistema.