En el caso de España, la medida obligó a modificar algunas normas, el Reglamento de armas, por ejemplo, a fin de legalizar el uso privado de armas de guerra.
Desde un inicio esta solución armada contó con numerosos detractores, que sostenían que el uso de la fuerza suponía un riesgo inasumible para la vida de los marinos. La realidad, sin embargo, hasta ahora, indica que la medida de armar los buques ha sido efectiva. No ha resuelto el problema, más bien al contrario, pero ha impedido no pocos abordajes y secuestros.
En los últimos años, al amparo de la extensión de la industria de la piratería, ha crecido enormemente la industria de la contra-piratería. Un reciente informe del australiano Lowy Institute for International Policy afirma que se han creado 140 nuevas empresas de seguridad que emplean actualmente 2.700 guardias armados a bordo de buques civiles.
Esa industria de la contra-piratería se dispone ahora a poner en servicio pequeñas patrulleras armadas y tripuladas que los armadores podrán alquilar el tiempo que deseen. Una operación Atalanta privada, sin control y sin regular. Tal parece que volvemos al mundo de los corsarios, barcos armados y con licencia para atacar a quien fuera enemigo de quien les había contratado.
Nadie con sentido común duda de que sería más económico y seguro invertir los medios necesarios para resolver los problemas de miseria y gobernabilidad de las zonas donde anida la piratería, que seguir apostando por la fuerza. Pero también es cierto que la apuesta por la violencia de las armas está apoyada por lobbys de cuya inmensa influencia en los gobiernos del primer mundo tampoco podemos dudar.