No es la presente la primera vez —y quizás no será la última— en que una asociación de ideas acude en mi auxilio a la hora de hallar un tema para estas modestas colaboraciones en el periódico digital NAUCHERglobal.
Así, en mi artículo anterior, narraba cómo un veterano y complaciente contramaestre del primer buque en que me enrolé, tuvo la paciencia de instruirme en la confección de determinada labor de cabulleria: una piña de “culo de puerco”. Ello me hizo recordar, de forma casi inmediata que dicha labor recibe en lengua catalana un nombre ciertamente más melodioso: el de pinya de rosa. Y de ahí a rememorar la ya muy lejana lectura de cierto libro, mediaba sólo un paso.
“Pinya de rosa” es un compendio de narraciones breves escritas por Joaquim Ruyra (1858-1939). Bajo el nombre de “Marines i boscatges”, se publicó una primera versión en 1903 con gran éxito y, ampliada y revisada, fue reeditada con su nombre definitivo de “Pinya de rosa” en 1920.
Ante todo, es preciso constatar, como un hecho desgraciadamente poco frecuente, que su generación hizo justicia al autor de una obra que, como más adelante intentaré exponer, reviste una importancia capital. En otras palabras, Joaquim Ruyra parece haber sido profeta en su tierra. Blanes, población muy vinculada al escritor —nacido en Girona— y muy presente en su obra, le ha erigido un monumento, además del hecho que un grupo escolar y un conocido parque blanenses llevan el nombre del libro en cuestión. Parece ser que, en vida, Ruyra siempre fue conocido, entre sus colegas escritores y en los círculos intelectuales, como “el mestre Ruyra” (lo cual resulta también notable, habida cuenta de las rencillas y envidias frecuentes en dichos ámbitos). Hoy en día, además, una calle barcelonesa cercana a la plaça Joanic lleva su nombre, como también lo hace una escuela de l’Hospitalet.
¿Que tiene “Pinya de rosa” para que su autor alcanzase tal reconocimiento unánime? Es preciso tener en cuenta que Joaquim Ruyra resulta, prácticamente, un autor de obra única. Escribió otras dos recopilaciones de narraciones cortas (“La parada” y “Entre flames”), de las cuales apenas se habla, fue un poeta más bien mediocre y un autor teatral de escaso éxito. Pero su “Pinya de rosa”… ¡qué maravilla! Un libro que justifica plenamente que Salvador Espriu, escritor serio, comedido y riguroso como pocos, aludiese a su autor afirmando que “Quizás sea el escritor más grande, en cualquier lengua, que hasta hoy he conocido”.
No sé si Espriu tiene o no una indiscutible razón en su hiperbólico elogio de Ruyra. De lo que estoy seguro es que la lectura, en mi lejana adolescencia, de “Pinya de rosa”, me produjo una impresión indeleble, arrebatadora, un coup de foudre, un flechazo similar a un enamoramiento a primera vista. Admitiendo mis enormes limitaciones humanas para conocer la totalidad, ni siquiera una mínima parte, de la literatura universal sobre la materia, creo firmemente que la de Joaquim Ruyra es la obra más bella que sobre la mar he alcanzado a leer en lengua alguna.
Generalmente, la literatura marítima utiliza la mar como escenario, o como telón de fondo de un argumento. Es una literatura compuesta de libros cuya acción transcurre en la mar (o sea en barcos) y protagonizada por seres humanos que, en un medio físico que pone en evidencia clara la vulnerabilidad y precariedad de sus existencias, viven o sufren aventuras de diversa índole: viajes, descubrimientos o exploraciones pioneras, negocios de toda clase (tanto legales como ilegales), episodios bélicos, naufragios, etc. En Ruyra, en cambio, es la mar, la inmensa, voluble, inquietante masa acuática, la que ostenta un protagonismo total y absoluto; únicamente, acaso, con el arte de navegar y la vida cotidiana de quienes de la mar obtienen su sustento como actores más o menos secundarios.
Quien haya leído las líneas anteriores, puede fácilmente llamarse a engaño. Un engaño que vendría sustentado en la noción más generalmente extendida que tenemos de la literatura marítima digamos “normal”. Quien se adentre en la lectura de “Pinya de rosa” no va a encontrarse ante una descripción de los idílicos mares exóticos de color turquesa del Pacífico Sur, ni de los gélidos océanos polares, ni siquiera de las durísimas aguas del Atlántico Norte en pleno invierno. No. Las magistrales descripciones de Ruyra tienen un ámbito mucho más próximo, entrañable y doméstico: el Mediterráneo y, más concretamente, la Costa Brava. Paralelamente, el elemento humano presente en su obra no está constituido por intrépidos exploradores, corsarios ávidos de rapiña, heroicos almirantes, ni por los complejos y atormentados héroes de las mejores novelas de Conrad, sino por humildes pescadores de sardinals, sus angustiadas esposas y madres que se precipitan a la playa a otear el horizonte en búsqueda del paradero de sus seres queridos cuando se desata un imprevisto temporal, por rapazuelos andrajosos que saltan sobre las rocas recolectando lapas y mejillones, o por los curtidos tripulantes de los llaüts de cabotaje que recorrían la costa mediterránea española hace un siglo transportando las mercancías más variadas.
Josep Pla, autor asimismo de muchas páginas sobre la mar, también leyó “Pinya de rosa” en su primera juventud. Aunque el libro le entusiasmó, consideró entonces que “la visión que el señor Ruyra da de la mar es demasiado realista y fotográfica”. Ello no fue óbice para, pasado un tiempo, escribir que “Tengo por Ruyra un respeto inmenso, es un escritor prodigioso a pesar de no contener complejidad alguna, la menor inquietud, ni asomo de una idea, pero es un milagro de nuestra prosa”. Sus reservas, procediendo de otro gran escritor, pero de uno que muy a menudo se esfuerza en acomodar la realidad que describe a su visión particular de payés ampurdanés y de conservador a ultranza, más que una crítica… resulta un elogio. Sólo a Pla se le ocurriría exclamar, ante la visión del Times Square de Nueva York profusamente iluminado: “Pero, aquí, ¿quién paga la factura de la luz?”.
La visión, según Pla, “demasiado realista y fotográfica” de la mar por parte de Ruyra acaso resulta lógica en un escritor que no era marino, que observó el medio acuático que describía desde tierra firme o con la única apoyatura de lo que le narraban los pescadores de Blanes durante las tertulias que, al parecer, mantenía con ellos en la playa de la localidad mientras tomaban el fresco en las agradables noches de verano. Aun así, habida cuenta de estos antecedentes, resulta extraordinario que unas imágenes tan exactas, coloristas, precisas, a la vez tan dramáticas y tan bellas —en el fondo, también tan poéticas— de nuestro Mediterráneo, surgiesen de la pluma de un acomodado propietario rural de vida sedentaria, más bien rutinaria y totalmente alejada de cualquier asomo de tentación épica o aventurera. Los datos biográficos del escritor indican que, de forma invariable, pasaba los inviernos en Barcelona, los veranos en Blanes y la primavera y el otoño en Arenys de Mar. Sólo un cierto quebranto de salud le obligó a pasar algunos inviernos en Canarias y, seguramente, estos viajes al citado archipiélago constituyeron sus únicas y breves experiencias de navegación de altura.
Por otra parte, la vida de Joaquim Ruyra suscita otro tipo de profunda reflexión, como sería la de cuál es realmente el germen de la creación literaria, o más bien la fuente, la fuerza generatriz, de su inspiración. Hay escritores cuya obra deja traslucir claramente sus circunstancias personales concretas: pasiones amorosas correspondidas o no, espíritu aventurero, dificultades económicas angustiosas, alcoholismo o traumas emocionales diversos. En el caso de este autor, nada resulta tan dispar como el espíritu que impregna su obra respecto a la realidad de su existencia cotidiana. La perfección formal de su escritura, la exactitud y meticulosidad en describir unos paisajes y un ambiente determinados, como son los del Blanes de fines del siglo XIX, su espiritualidad religiosa (encabezaba siempre sus obras con un “Ave María Purísima” que hoy provocaría la irrisión de muchos de sus lectores) dan la idea de resultar el reflejo de una paz, de una felicidad, de una placidez de ánimo que —en realidad— nunca o casi nunca existieron. O, al menos, eso parece ser.
Como indicaba anteriormente, Ruyra era el heredero de una familia de propietarios rurales con posesiones bastante extensas en el Montnegre, principalmente consistentes en explotaciones de alcornoques y vivió siempre de sus rentas, sin ejercer su carrera de abogado, hasta que la Guerra Civil vino a interrumpir la afluencia de las mismas. Sus últimos años (murió en mayo de 1939) fueron, por tanto, de extrema penuria. Su principal infortunio, sin embargo, fue su vida doméstica. Contrajo matrimonio con la hija de unos nobles, de la pequeña nobleza catalana, una mujer que siempre menospreció despiadadamente a su esposo, haciéndole víctima de unos celos obsesivos y de todo tipo de torturas mentales, llegando a destruir algunos de sus escritos y a impedirle recibir a amigos o colegas literarios en su domicilio. Fruto de este trato casi patológico, el aspecto físico, la apariencia externa con que sus coetáneos conocieron a Ruyra fue mucho más cercano al de un bohemio desastrado y desaseado, casi un indigente, que al de un acomodado rentista. El pobre hombre escapaba de su casa en cuanto tenia la menor oportunidad, para refugiarse por algunos días en alguna de sus masías del Montnegre o en Blanes; o bien, cuando ello no era posible, en los locales del Institut d’Estudis Catalans, de cuya sección filológica fue miembro destacado. Su obra, sin embargo, no refleja nada de sus cuitas, de su infelicidad o del desasosiego vital que sin duda le agobiaba. Da, por el contrario, la sensación de que sólo en una intensa e irreductible vida interior, en la ávida contemplación de la naturaleza —en especial, del infinito horizonte marino— y en el trato con la gente sencilla, con sus queridos marineros de Blanes, en la minuciosa y caligráfica descripción de este escenario, el maestro Joaquim Ruyra encontró el auténtico sentido de su existencia, dándole fuerzas para dejarnos un libro que es de lectura indispensable para toda persona que sienta su misma fascinación por la mar y sus gentes.