1852. Las ciencias adelantan que es una barbaridad. El dirigible a vapor de Henri Giffard consigue cubrir los veintisiete kilómetros que separan París de Élancourt. Desgraciadamente el viento en contra le impide volver, pero todos los principios son difíciles. Ese mismo año el maravilloso descubrimiento de la gutapercha (látex natural) permite crear los primeros aislamientos para el cable eléctrico. Casualmente hay quien dice que también será el inicio de la deforestación salvaje y cambio climático que nos va a llevar a todos en pocos años a chez les Grecs. El aislamiento permite a su vez tender el primer cable telegráfico submarino, que a través del Canal de la Mancha une Gran Bretaña y Francia. Desgraciadamente, no eran tiempos fáciles para estos avances: el arrastre de un pesquero se lo llevará al poco por delante. La primera llamada transatlántica en fonía tendrá que esperar hasta 1927.
Busque usted a su nieto, a su sobrino. No sé, da igual, alñguien que va en patinete eléctrico hasta para ir a buscar un Redbulla la nevera y tiene alergia a los libros. Bromas aparte, mucho también tenemos que aprender de esa generación, que valiente mundo les estamos dejando. Invítele a una cerveza, que siempre andan mal de pasta, y así aproveche un poco para conocer al que ayer era un niño antes de que mañana se vaya de casa.
Pregúntele por internet. Ahí la tocan como piloto cañaílla en la carraca, o sea, como Sancti Petri por su casa. Se le iluminarán los ojos, aunque también el par de quintos tengan algo que ver en ello. Le hablará de una nueva forma de socializar en la que estás aun cuando no estás; una nueva forma de comunicarse donde la palabra escrita aventaja a la voz; una nueva forma de comprar donde todas las tiendas del mundo están en la puerta de tu casa; un 5G que va a ir muy muy deprisa, muy rápido, pero aún no sabemos hacia dónde.
—Camarero, dos quintos más. A ver ese pincho de tortilla. Huy qué seco, ¿Seguro que es de esta mañana? No, mejor que sean unas bravas.
Bien, todas estas innovaciones aquí están, cierto, y han venido para quedarse (como aparentemente la tortilla de patatas de la barra). ¿Pero qué lo sustenta? ¿Qué hay debajo?
Ahí a lo mejor algunx de ellxs (vamos a ser políticamente correctos, que con estos temas son muy serios) ya no pisa tan fuerte. Google y sus servidores, la cadena logística de Amazon, las operadoras telefónicas y sus repetidores Wifi. Bien. ¿Y qué hay a su vez bajo todo ello?
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Hoy en día todos hacemos fotos con un teléfono. Madre mía, que diría mi abuelo si pudiera leer la frase anterior. Las subimos a Instakilogram o Tikitiktok (o algo así, no me haga mucho caso, que van subiendo los quintos). Guays, soy divino de la muerte, cómo molo, admirad todos cómo he regado esta mañana mis geranios. Manel Díaz no hace fotos: es fotógrafo (y memoria del puerto de Barcelona). La diferencia es que el fotógrafo no solo aprieta un botón: es capaz de ver y hacer ver. Todos los que se ganan el jornal en el puerto de Barcelona están hartos de verlo, pero nunca lo han visto; es una figura discreta, en segundo plano, que mientras tanto ve lo que no vemos, la flor en medio del campo de batalla del cuento, fuera de sitio, pero poniendo las cosas en su sitio.
«Cablero en el puerto de Barcelona», me sopla confidencial Manel, como si me ofreciera como antaño una calculadora más barata que en Andorra en una calleja de Barcelona. Añade fotos y un mapa. https://www.2africacable.com/
Aquellos que peinen canas (o, como quien suscribe, ya ni eso puedan hacer) recordarán los tiempos en que un barco zarpaba para quedar (casi) incomunicado. En Orihuela del Tremedal ——donde pasaba de niño los veranos— había dos teléfonos: uno —cómo no— en la casa cuartel de los tres guardias civiles; otro, en una oficina de Telefónica que abría unas pocas horas a la semana. Se disponía de dos televisores en todo el término municipal, uno en el bar y otro en la casa del pueblo, que emitían un ratito al mediodía y otro por la tarde, pero terminando pronto y sin descantillar, que al día siguiente había que volver al tajo. Incidentalmente explica que este plumilla tenga tan poco interés por la caja tonta y creciera así de asilvestrado. Mosén Segundo, el pater, recibía cada semana un paquete con los siete periódicos de la semana anterior y los leía en su orden correspondiente, con una semana de barbecho. Estaba perfectamente informado, y sin las prisas del mundo actual.
¿Arcadia? En absoluto. Si una cosa buena ha tenido el Coronavirus es obligarnos a reflexionar sobre esa necesidad de lo virtual que las nuevas generaciones tienen tan clara. Sin abandonar el pueblo en el que yo me divertía trepando a los árboles y apedreándome con otros niños se puede asistir a clases de cualquiera de las universidades del mundo, tener acceso a las últimas tendencias de la cultura en tiempo real.
Y todo eso lo sostiene un cable. Bien podemos decir pues—solo medio en broma— que todo pende de un hilo. Randall Munroe, el creador del XKCD, nos hace reflexionar sobre ello en esta magnífica viñeta: https://xkcd.com/2347/
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Rebobinemos. Sostenga su teléfono en la mano. Recibe usted los datos a partir de una señal de radio (muy cercana al circuito LC, con pocos años de evolución). ¿De dónde viene? Muy raramente de un satélite; en la tecnología standard, de un emisor en tierra. A partir de unas increíbles servidumbres en energía y —quién sabe— contaminación electromagnética hemos conseguido que usted pueda moverse mientras lee el uasap, pero no se engañe: a los pocos metros su señal toca la tierra.
¿Y la nube? Esa famosa nube tan cacareada, ¿no está en algún tipo de cielo virtual? Como dice un compañero: «Poner tus datos en la nube es grabarlos en el PC de otro». Son lo que llamamos granjas de servidores, que pueden estar en cualquier país del mundo, a condición de que los impuestos no sean elevados Así, una simple consulta a Google puede ir desde mi móvil a un ordenador en Carolina del Sur, Misisipi o Lousiana para navegar después hasta los servidores de la Universidad de Freedonia.
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Buques cableros. La oración nos lleva a Julio Verne. El trozo de alambre forrado de gutapercha ha sido sustituido por fibra óptica, pero seguimos necesitando los caminos de la mar para comunicarnos, de alguna forma igual que lo hacían las cóncavas naves.
El proyecto 2Africa está tendiendo 37.000 kilómetros de cable financiados por operadoras como China Mobile, Orange, Vodafone, o empresas como Facebook. No he puesto la primera en ese puesto por casualidad, y ahí lo dejo. Se unen al casi millón de kilómetros de cable que sirven a nuestras comunicaciones. Pros: estamos consiguiendo velocidades de transmisión de 65 terabits (¡¡1012 bits!!) por segundo con muchísima mayor fiabilidad y economía que las satelitales. Contras: los cables deben ser renovados aproximadamente cada 25 años, lo que tampoco está mal del todo, y su trazado es fijo y conocido.
Quiero pasar ahora de los datos a una reflexión. Hablamos de buques autónomos, de capitanes virtuales partiendo de la ilusa base de que nuestra tecnología es absolutamente fiable. Ya hablábamos en estas páginas de los peligros de los hackers, tanto en software como en ingeniería social. Imaginen la que pueden liar un grupo de buceadores decididos armados de serruchos.
Los sistemas más críticos están protegidos por redundancia (doble sistema de comunicaciones y alimentación) y planes para traspasar toda la potencia de cálculo a cientos de kilómetros si es necesario, duplicando incluso el centro de cálculo por completo. No obstante, esto no suele estar al alcance de las infraestructuras comerciales. Aunque contrate usted un servicio de internet con un SLA (Service Level Agreement) de primera clase, no olvide que los datos se moverán por los caminos de la mar. Nos movemos muy deprisa, pero me pregunto si, como en las invasiones francesa o alemana de la inmensa estepa rusa, no estamos estirando en exceso una cadena logística ciertamente fiable y probada, pero que no carece de problemas.
Buque cablero. Voy a volver a leer las Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral, de Verne. Una de mis primeras lecturas, El Urbano Ramon dirige la circulación, me enseñó a no cruzar en rojo y a buscar a un policía si tienes un problema o te pierdes; Tintín en el Tíbet, que la amistad es lo más sagrado de este mundo. El libro de Verne me enseñó a su vez que, a pesar de los denodados esfuerzos de mis profesores para que las odiara, las mates pueden ser divertidas. El mundo puede correr muy deprisa, pero las verdades eternas, como unos quintos y unas bravas, siempre estarán ahí.