Hay personas que concitan la unanimidad de un colectivo y se erigen, a veces a su pesar, en el referente imprescindible de la profesión, el oficio o la institución. Todos los marinos que pasamos por la Escuela de Náutica de Barcelona desde mediados de los sesenta hasta bien entrados los ochenta del pasado siglo, recuerdan el nombre de Paco Ontiveros. La mayoría no le trataron, le conocieron de vista o ni siquiera eso, pero para todos Ontiveros era un tótem, un icono de la Escuela de Náutica, un personaje cuya leyenda aumentaba con los años. Se sabe que era buen amigo de sus amigos, un excelente regatista, un estudiante desganado y un hombre con una mirada lúcida y lúdica sobre la vida. Pero sobre todo llegó a ser el referente de la Escuela, el que resumía una generación de marinos, tal vez la última, que vivía la profesión como un modo de vida, un sacerdocio laico y placentero, que primaba la amistad y la aventura por encima de los valores economicistas -desalmados- que han acabado imponiéndose. Nos dejó hace un par de días, certificando la muerte de una época y de una mirada hacia el horizonte que contenía mucha inocencia y mucho amor.