Hace unas pocas semanas recordábamos en este mismo medio informativo, la figura de tres personajes que, a pesar de tratarse de pioneros de grandes avances en el campo de la navegación marítima, no fueron “profetas en su tierra” y no alcanzaron el debido reconocimiento de sus coetáneos. Me refiero, como los lectores recordarán, a Blasco de Garay, Narcís Monturiol e Isaac Peral.
He sentido la tentación de insistir en el tema y evocar los nombres de unos ilustres marinos que, a finales del siglo XVIII, protagonizaron una de las gestas científicas más ambiciosas que jamás se haya emprendido en España. Se trata de la que hoy en día se conoce como “Expedición Malaspina” y sus principales protagonistas: José de Bustamante, Dionisio Alcalá-Galiano y, muy especialmente, Alessandro Malaspina, promotor principal y jefe de dicha expedición.
Es bien sabido que los casi treinta años del reinado de Carlos III (1759-1788) representan quizás el esfuerzo más serio para colocar a España, en todos los terrenos, a un nivel equiparable con el del resto de grandes potencias europeas. Un nivel acorde, cuando menos, al potencial del país en aquellos momentos, como cabeza de un vastísimo imperio. A este período reformista de nuestra historia se le conoce como el de la “Ilustración” y, en el terreno estrictamente marítimo, se plasmó en un auge de la construcción naval con el objetivo de disponer de unas potentes escuadras que permitieran defender eficazmente el citado imperio colonial y las comunicaciones de éste con la metrópoli. Un colosal esfuerzo que acabaría lamentablemente en el fondo del mar en 1805, en las aguas del cabo de Trafalgar.
Como buen ilustrado, Carlos III sentía gran interés por las diversas disciplinas científicas y, poco antes de morir, decidió aceptar y apoyar la iniciativa del capitán de fragata José de Bustamante y del teniente de navío Alessandro Malaspina (de origen italiano pero súbdito español) para llevar a cabo lo que entonces se llamó un “viaje científico y recreativo alrededor del mundo”. El objetivo principal de dicha expedición era el de realizar un estudio exhaustivo de las costas del Pacífico y de las colonias españolas en dicho océano. Las exploraciones y viajes realizados pocos años atrás por otros marinos, como el británico James Cook o los franceses Bouganville y La Pérouse representaban un acicate político adicional a la iniciativa, dado que España consideraba que el Pacífico estaba bajo su soberanía aunque el control efectivo sobre su inmensidad resultaba —ya en aquel momento— casi inexistente, apenas limitado a las costas de las colonias americanas y a las islas Filipinas.
Finalmente, Malaspina y Bustamante zarparon de Cádiz a fines de julio de 1789 (dos semanas después de que en París se produjera la toma de la Bastilla y, con ello, el inicio de la Revolución Francesa) A bordo de sus dos corbetas, la Descubierta y la Atrevida, les acompañaba un selecto grupo de científicos: cartógrafos, astrónomos, botánicos, naturalistas, dibujantes, etc. El viaje duraría nada menos que cinco años y dos meses, durante los cuales la expedición recorrió las costas de la Patagonia, las islas Malvinas y Georgias del Sur, toda la costa occidental americana desde el cabo de Hornos hasta Alaska, las islas Filipinas, parte de las costas de Australia y Nueva Zelanda, así como diversos archipiélagos de la Polinesia. No pudo volver a España por el cabo de Buena Esperanza —llevando así a cabo el viaje de circunnavegación proyectado inicialmente— a causa de la guerra que había estallado con Francia tras la ejecución en París de Luis XVI y tuvo que regresar a España de nuevo por el cabo de Hornos. Durante su paso por Acapulco, Malaspina incorporó otras dos embarcaciones, una de las cuales puso bajo el mando de Alcalá-Galiano, que se encargaron de explorar y cartografiar las costas de lo que hoy se conoce como la isla de Vancouver y la Columbia Británica, así como el fiordo del Príncipe William, buscando el paso que entonces se creía podía existir entre el Atlántico y el Pacífico.
A su regreso a España, Malaspina, como jefe de la expedición, presentó un extenso informe de su viaje, acompañado por una ingente cantidad de material científico de toda índole. Es este sentido, los impresionantes frutos de aquella aventura superaban de largo los de los viajes de Cook o de los otros navegantes, en este caso franceses, antes mencionados. Habría que esperar casi cuarenta años para que un esfuerzo semejante en cuanto a valor y resultados científicos, fuese llevado a cabo por las expediciones de la brick-barca Beagle de Wickham y Charles Darwin.
Pero en aquellos cinco años, el panorama político en España había cambiado radicalmente y Malaspina no tardó en padecerlo en sus propias carnes. Como indicaba más arriba, las corbetas Descubierta y Atrevida iniciaron su periplo mientras en Francia estallaba la revolución que habría de cambiar el rumbo de la historia en toda Europa. El rey ilustrado, Carlos III, había sido sucedido, pocos meses antes de la salida de Cádiz de las dos naves, por la patética figura de su hijo Carlos IV. A los eficaces ministros reformistas de la etapa anterior les había sucedido uno de los personajes más nefastos, faltos de escrúpulos morales, venales y corruptos de la historia de España (y eso, tratándose de nuestro país, ya es mucho decir) Estoy haciendo referencia a la grotesca figura de Manuel Godoy, “favorito” (por decirlo de manera suave) de Maria Luisa de Parma, la reina consorte y que un brevísimo plazo de tiempo había pasado a ser, de simple guardia de corps y eficaz tañedor de guitarra (entre otros instrumentos) para solaz real, al cargo de primer ministro, duque de Alcudia y de Sueca, mariscal de campo, príncipe de la Paz y Grande de España, con las consiguientes prebendas y beneficios. El afán modernizador del reinado de Carlos III se veía substituido por una reacción ultramontana, un paralizante clima de pánico en la corte del nuevo rey, ante la amenaza de que las ideas revolucionarias francesas se extendieran también por la decadente y arruinada monarquía hispánica.
En este contexto, Malaspina y sus compañeros cometieron un “error” fundamental, un pecado de ingenuidad manifiesta, que tenía una clara plasmación en el prolijo y detallado informe sometido a la consideración de Carlos IV. En el curso de su expedición, además de los estudios científicos de diversa índole ya mencionados, habían llevado a cabo lo que hoy en día denominaríamos como una “auditoria” de buena parte del imperio español. Un estudio sociológico de su población, de la estructura de las clases sociales en lo que hoy son Méjico, Perú, Ecuador o Chile, y del estado y funcionamiento de la administración colonial. En este sentido, las conclusiones del informe Malaspina eran demoledoras. La rampante corrupción y despotismo de los diferentes titulares de las principales instituciones de gobierno de las colonias, casi siempre funcionarios civiles y militares peninsulares que consideraban que su única misión era la de enriquecerse personalmente y a la mayor celeridad posible, provocaba una irritación y un resentimiento crecientes en las elites y clases ilustradas criollas, descendientes de españoles pero nacidas en América. Para superar aquellas tensiones, el marino italo-español propugnaba la concesión de un régimen de amplio autogobierno a las colonias como único medio de evitar su independencia en un futuro más o menos cercano en el tiempo.
La reacción de Godoy y su camarilla reaccionaria no se hizo esperar. No pasaron ni tres meses desde la presentación de su informe antes que Malaspina fuese acusado de subversión y conspiración y condenado, tras un simulacro de juicio, a diez años de prisión. La posterior intercesión de Napoleón Bonaparte hizo que sólo cumpliera seis de los años de aquella condena, antes de ser deportado definitivamente a su Italia natal. Bustamante y Alcalá-Galiano, para salvar sus carreras militares, se desmarcaron prudentemente de su antiguo jefe, el segundo de ellos para hacerse matar en la locura sin esperanza de Trafalgar.
Aparte la peripecia personal de sus protagonistas, la enorme cantidad de material científico de la expedición quedó simplemente arrinconada en los archivos estatales y sólo se publicó parcialmente cien años más tarde, cuando muchos de los estudios, dibujos y muestras botánicas se habían ya perdido irremisiblemente. Antes, un avispado embajador del Zar en Madrid había logrado hacerse con copia de una parte de los valiosos trabajos cartográficos y fueron publicados por el Almirantazgo ruso hacia 1825.
Sólo en 2009, en ocasión de bicentenario del fallecimiento de este ilustre marino, el Ministerio de Educación y Ciencia y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas sacaron a Malaspina de su lamentable olvido, para dar su nombre a una expedición oceanográfica llevada a cabo por los buques Hespérides y Sarmiento de Gamboa entre 2010 y 2011. Un acto de justicia demasiado tardío y excesivamente tímido, si se tiene en cuenta que —hace ya bastantes años— Canadá bautizó como Malaspina a un buque guardacostas de su Marina y que ese mismo país, además de Nueva Zelanda, han honrado la memoria de ese gran explorador dando su nombre a sendos accidentes geográficos de sus costas.