El libro “Memòria de navegacions” es un regalo de David Jou i Andreu (Sitges, 1924), capitán de la marina mercante. Consiste en una pequeña joya, engarzada en su autobiografía, gracias a la cual conocemos mejor cómo se navegaba entre 1944 a 1968. Su relación profesional con el mar abarca desde que en 1941 empezó a estudiar Náutica en Barcelona hasta que en 1985 se jubiló tras haber sido durante once años el responsable de las instalaciones marítimas de la petroquímica del puerto de Tarragona. Entre tanto, navegó veintitrés años y medio con la intensidad que suponía entonces tener un solo mes de vacaciones anuales. Luego estuvo unos seis años en Escombreras (Cartagena), cuatro de jefe de personal de Repesa y dos de Capitán de puerto, antes de recalar en Tarragona en septiembre de 1974, pasando previamente siete meses en Madrid.
Una vida tan intensa no se paró de sopetón, así que la autobiografía, iniciada con su vida en la cotidianidad de Sitges, termina con más de tres décadas de jubilado dedicadas a investigar y escribir con pasión sobre los sitgetanos que se instalaron en Isla Cristina (Huelva) y de los que salieron a hacer las Américas, sobre todo a Cuba. Su otra pasión, viajar, también la compatibilizó colaborando con la Fundación Ave María (marginados, minusválidos). Y todavía tuvo arrestos al cumplir 89 años para culminar su autobiografía, cuya parte central y predominante es su periplo de marino mercante. De aquí el título y la foto de la portada del libro que revelan cuál considera él su época estelar, aunque se explaye sobre los largos chicotes de su vida ajenos al mar.

El libro de David Jou i Andreu tiene el valor añadido de ser la última obra publicada sobre la vida de los marinos mercantes hijos de los barcos de vela, que nacieron y empezaron a navegar en la marina del carbón y dejaron el mar cuando oteaban la revolución que trajo a los marinos el container, los satélites, la globalización y la pérdida de la hegemonía mundial que ostentaban las navieras y tripulaciones de las naciones europeas de tradición marítima. Él ya estaba al socaire de los vientos cuando sobrevino este vendaval de cambios, arreciado por la crisis del petróleo (1973), que en cuatro lustros echó a pique al 90% del tonelaje de la flota mercante española, incluso a sus venerables navieras (Trasatlántica, Aznar, Ybarra…), y con ella la vida profesional de varios miles de marinos.
Tuvo suerte, cierto, aunque no tanta. A cada generación de marinos le toca capear malos tiempos y los suyos fueron duros durante la primera década de embarques, de los peores. David Jou tuvo que afrontar las penurias en barcos y fletes de la posguerra, empezando a navegar, ¡y gracias! en el vapor ANTEQUERA, un candray de 1894, donde al menos uno, el segundo piloto, había navegado en veleros, en el bergantín goleta SANT MUS. Ser agregado del ANTEQUERA, un carbonero que hacía viajes de Gijón al Mediterráneo para alimentar las locomotoras de los trenes, imprimía carácter. Su puente de mando era, cuando él embarcó, una pasarela al descubierto como en los barcos de vela, con dos garitas donde cobijarse de las inclemencias. La acomodación era mínima con camarotes solo para oficiales y de aquella manera:
El agua potable y para asearse se llevaba en un pequeño tanque de popa, donde había una bomba de mano y se debía de ir a buscarla con un cubo. En las cabinas de los oficiales el camarero se encargaba de esta cuestión. No había duchas ni baños y si te querías duchar con agua caliente había que ir abajo, a la máquina, y coger el agua de las purgas de vapor de las máquinas auxiliares.
Peor lo tenían los subalternos:
La tripulación dormía bajo el castillo de proa, en una especie de literas, una sobre otra. A un costado los marineros, al otro los fogoneros.
Y, al no tener comedor, iban a la cocina con un plato y luego comían sentados donde les cuadrase.
No es cuestión de resumir, o destripar con citas, los jugosos pasajes del libro que son una delicia leerlos completos. Basta que lo haga, por una vez, para bosquejar los tiempos recios que soportó David Jou en su bautismo de mar. No claudicó su vocación de marino fraguada con el contacto directo en Sitges con las barcas de pescadores, las redes y los otros aparejos de pesca que “configuraban gran parte del paisaje pegado al mar”; y con las lecturas marítimas (“Lau o les aventures d´un aprenent de pilot”, Carles Soldevila, 1926). Su temprana afición al mar la materializó pintando y haciendo maquetas de barcos. Por si faltaba algo, su padre le estimuló para que estudiase Náutica.

Valía la pena ser marino
Aguantó el tirón de empezar a navegar en la bajamar escorada de la marina mercante. Contó a su favor con el entusiasmo de la juventud, las gratificaciones de unas vivencias inéditas (vida a bordo, costas, puertos) y el consuelo de que había compañeros de clase embarcados en otros vapores en condiciones mucho peores. Todo le resultaba nuevo y espectacular. A modo de síndrome de Stendhal, sentía hermosura ante la Mesa de Roldán, novedad en los negros de Aruba, admiración ante un bolígrafo (1946), asombro en comer los peces voladores que caían sobre la cubierta o gozada con las freidurías de Cádiz servidas en cucuruchos… Sin duda, al joven David Jou le valía la pena ser marino, y más con sobrado tiempo libre a bordo para leer, otra de sus grandes pasiones. Esa primigenia ilusión por navegar, que es viajar muy sui generis, no le abandonó nunca, según se desprende de su autobiografía.
Sus siguientes barcos no eran tan viejas glorias como el ANTEQUERA. Salvo uno de 1943, habían sido construidos a partir de 1923, la mayoría antes de la Guerra Civil, y no embarcó en ninguno nuevo de trinca hasta bien pasado el ecuador de sus navegaciones. David Jou pertenece, pues, a la generación que conoció tarde el radar, la giroscópica, el timón automático, la sonda eléctrica, el aire acondicionado…, de los pilotos y capitanes que fueron siempre dependientes del sextante, de la alidada, de las tablas de estima, del cronómetro mecánico, de la telegrafía, del barómetro como mejor predicción del tiempo justo por la proa, de los derroteros y libros de faros que hoy nadie consulta… La siguiente generación, la que como yo embarcó por primera en vez hacia 1973, recogió el testigo al solaparse con la de David Jou, pero que a los pocos años, entre otros cambios, dejó el sextante por el satélite para situarse. Navegar empezó a ser definitivamente distinto a partir de 1980.
Cuando mi promoción se jubiló, hacia 2012, no quedaba casi nada de la marina mercante que cuatro décadas atrás tenía continuidad con la época de David Jou. De hecho, ocho años después de que este capitán dejase la mar desembarcando del petrolero ALCÁNTARA, en su barco gemelo VALTIERRA (ex SANTIAGO) me enrolaba yo de tercer oficial. Sin embargo, me resultan lejanas muchas evocaciones del libro “Memòria de navegacions”. Cuando lo leí tenía 62 años y me quedé con el último párrafo de la página siete porque animaba a los marinos a explicar sus vivencias, aunque “no tengan un interés general”, por cuanto consignan testimonios cotidianos de cómo se navegaba. Esta idea y el haberle escuchado, en una entrevista, que había acabado su libro siendo tan mayor, me animaron a escribir el mío: “El mar de ayer, (1971-2012)”, un tocho que publicaré, como él hizo, sin ninguna prisa.

Lo bueno de las autobiografías es que son tema libre. Unas hacen hincapié en aspectos que otros marinos casi ni tocan, tal que con una descripción de la vida y el trabajo a bordo en “19 buques y un destructor” (2004), del capitán santanderino Ricardo Álvarez Blanco (fallecido en 2015). Otros adoptan un tono desenfadado, plagado de anécdotas, caso de “Entre el cielo y el mar” (1991), del piloto sevillano José María Barea, Pepín. Y algunas otras son especialmente valiosas porque las escriben los maquinistas, menos dados que los pilotos a contar historias. Es el caso del jefe de Máquinas Juan Bautista Buades Mercader (1936-2018) con “Pañol de recuerdos” (2011). Cada cual imprime su personalidad en las autobiografías. También David Jou i Andreu, destacando su tono amable y formal, nada dicharachero, siempre correcto en todas las páginas.
La suya es especialmente útil para conocer las relaciones de un marino con su esposa e hijos en los tiempos de las campañas de once meses, de las cartas manuscritas y de las espaciadas y difíciles conferencias telefónicas (en alguna ocasión tuvo que esperar hora y media). Además de las esporádicas visitas en puerto/astillero y estancias a bordo que hacía su esposa Lolita, Dolors Mirabent. A fin de cuentas, las mujeres pioneras en embarcarse en los buques de carga, no de pasaje, fueron las señoras de los mandos y lo hicieron cada vez más en cuanto a mediados de los años cincuenta las condiciones a bordo eran por primera vez aceptables para ellas. Les compensaba arrostrar los inconvenientes de viajar a la tremenda para ver a sus maridos, afrontando en ocasiones lo más parecido a una odisea. Suerte que para estar con sus maridos estaban respaldadas en el hogar, caso de Lolita, por sus abnegadas madre y hermana.
Eran unas valientes. Allí se presentaban ellas a bordo, cada una con su personalidad, amenizando la cámara de oficiales. Resultaba algo extraño, si bien gratificante. Por las numerosas visitas a su esposo David, también Lolita, bibliotecaria de profesión, pudiera haber escrito un libro, entre antropología y guía turística, similar al de la profesora de colegio Consuelo Patino: “Entre marinos y kimonos… por el Gran Océano” (1975), en el que narra sus experiencias a bordo y sus andanzas en los puertos que visitaba con ocasión de estar con su marido, capitán en la naviera israelita ZIM.

David Jou nombra a innumerables personas que a bordo o en tierra compartieron sus navegaciones, y nunca hace una dura descalificación, escasamente anota algún peyorativo, y sin maldad (ej. pretencioso). Y si reseña personalmente a alguien es para mostrarle buenos sentimientos, de amistad, de agradecimiento o para reconocerle sus méritos…, a modo de un pequeño homenaje en el retablo de sus recuerdos. Ni gota de acritud. Todo un relaciones públicas, lo que explicaría su red de contactos y, en suma, su fructífera vida. Por lo mismo, evita lo escabroso, al punto de no calificar de terroristas o de ETA a los autores de los atentados contra la petroquímica de Tarragona; o de borrar las palabras malsonantes, por ejemplo, al referirse a Cartagena con el proverbio “Montes sin leña, mar sin peces…”. Lo deja en puntos suspensivos para no terminar con la grosería “mujeres putas y niños maleducados”.
Y aunque muchas veces atracó en Escombreras/Cartagena, ni por asomo nombra la zona, hoy páramo, de El Molinete, de mala nota y peor desde al menos 1738 (“Posada del amor”). No iba a manchar su libro mencionando el tópico de la prostitución. Y menos si tenemos en cuenta su extracción familiar y sus creencias religiosas (al morir Pío XII arrió a bordo la bandera a media asta; enmarcó para su camarote un grabado de la Virgen del Vinyet protectora de los marinos de Sitges).
Su autobiografía vendría a ser el reflejo afable de una exitosa vida familiar y laboral. También es verdad que la vida ha sido amable con él. En el plano profesional contó con recomendaciones en los momentos claves, lo que generosamente admite sin problemas, señal de que él está seguro de su valía, de sus propios méritos. Fue un adelantado al embarcarse bajo banderas de conveniencias/piratas (Panamá, 1955); realizó en 20 años 50 viajes redondos Europa-Golfo Pérsico; encaró los problemas que plantean las tripulaciones de más de 40 hombres; estuvo preparado para aprovechar las buenas salidas profesionales en tierra relacionadas con el mar… y suma y sigue.
La cara oculta de este enfoque complaciente es que no toca los conflictos a bordo, salvo el planteado por los timoneles de guardia que fueron obligados a trabajar en cubierta o en los alrededores del puente cuando no había tráfico intenso y el tiempo era claro. El oficial de guardia se bastaba con el radar para vigilar la proa y con los teléfonos internos y walkis en caso de una emergencia. También viví este mismo conflicto abierto por el sentido común del capitán contra la normativa IMO, casi siempre por detrás de los avances y los cambios.
Sigue enrolado de capitán
David Jou protagoniza la última obra escrita de la saga de marinos mercantes nacidos en la década de 1920. Dado sus 97 años, parece difícil que salga otra autobiografía de quienes dejaron el mar antes de 1970. La pena es que su vida de embarques esté encastrada en su amplia autobiografía escrita preferentemente para los de tierra, lo cual explicaría que informe casi más de las características de los barcos, de los puertos y de las costas que de los asuntos del trabajo, vida y ocio a bordo. Ya no digamos nada de lo referente a la seguridad marítima, a las operaciones de cargas y descargas y demás aspectos propiamente profesionales… Son temas que no obvia (ejercicios de abandono y contraincendios; la contaminación del mar versus la butter y los slops…), pero tampoco se explaya tanto como cabría esperar. Sabe a poco. Supondría Jou, con alguna razón, que este tipo de cosas no interesan al lector en general ni tampoco éste las entendería. A esta premisa de a quién va dirigido el libro, se le suma que David Jou al escribir su autobiografía parece no haberse desembarcado de su rol de capitán a la vieja usanza, adoptado cuando ascendió en 1957; al menos esto es lo que infiero al leerle.

¡Qué poco habla de aquellos que estaban bajo su mando!, a modo de quien todavía guarda distancias con su tripulación tal como le exigía, por entonces, el cargo de capitán. Apenas da nombre de los subalternos, ni tan siquiera del personal de fonda, siempre tan cercano por razones obvias. La excepción son los sucintos, pero suficientes, perfiles personales de los tres tripulantes que fallecieron a causa de la explosión del cárter del motor principal del petrolero ESCOMBRERAS, a 80 millas de Cartagena (1963). Y conforme a su tiempo, tampoco resalta bastante al personal de máquinas; ni que fuese el jefe de máquinas, que por entonces era el primer maquinista, cargo que hasta años después no figuraría de oficial en su tarjeta profesional. Como que persistía la atávica rivalidad puente-máquinas, y los de la Cueva fuesen otra gente, embarcados por pura necesidad sin ser propiamente marinos. ¡Qué cosas!
Esas actitudes de mandamás, que venían de antiguo, fueron reforzadas por la militarización de la marina mercante en la dictadura de Franco. Primaba el principio jerárquico de autoridad. Por muy educado y justo que fuera, el capitán no se prodigaba en familiaridades con el conjunto de los oficiales y menos con los subalternos. Para quienes hemos vivido en las postrimerías de este tipo de capitanes no nos sorprenden las fotografías a solas en el alerón de “Don David”, con ese “Don” preceptivo que se les atribuía a los capitanes en calidad de superioridad y respeto, muy en especial en las prestigiadas navieras en las que él navegó (Campsa, Repesa). El tradicional apodo de “El viejo”, tan de uso corriente entre los tripulantes españoles para referirse al capitán, en ningún caso era entonces para dirigirse a él. Ni de broma.
El final de una época tras otra
La autobiografía de David Jou expone la legítima satisfacción consigo mismo y con su familia. ¡Sólo faltaba que no fuese así! A su vez aporta un valioso y bien escrito testimonio de la marina mercante de su tiempo. Aunque tiene sonadas carencias, en su conjunto ofrece un mosaico suficiente para conocer de primera mano cómo surgían las vocaciones de marino, sus estudios (exámenes de capitanes en Madrid; los catedráticos: el recordado Urrutia, el inefable Inchaurtieta), las prácticas de agregado, la contaminación marítima, la mejora de los barcos y de las condiciones laborales… a medida que la marina mercante dejaba por la popa sus años lúgubres y pasaba a ser la niña bonita del franquismo (Crédito Naval, 1939; Ley de Protección y Renovación de la Flota, 1956; doble de Escuelas Náuticas; múltiples Casas del Mar; boom de la construcción naval, de navieras, de marinos, del sector pesquero).

David Jou tuvo viento de popa durante la segunda parte de marino y se pasó a tierra cuando se atisbaba el final de una época. Vio la construcción en ciernes del superpuerto de Ámsterdam (1954, Europort), los extraños buques cocheros y containeros que pasaban por el costado de su barco con forma de enormes cajas de zapatos, las tripulaciones cada vez más reducidas a medida que aumentaba el tonelaje de los buques, los automatismos y los hidráulicos, la electrónica para situarse (Decca, Loran). Todo ello presagiaba el final de una época. Lo que no pudo ni imaginarse en 1968 era la tormenta perfecta que se venía encima e iba a barrer el mar que él había vivido.
La democracia supuso un ciclón para los marinos. Nadie hundió tanta flota mercante como Adolfo Suárez y Felipe González (el llamado Plan de Flota, de 1986, consistía en desguazarla o dilapidarla). A David Jou le tocaron los tiempos duros de la posguerra, pero si hubiese continuado navegando todavía habría cogido en su carrera un segundo, y quizás definitivo, temporal. Al menos, encararía la zozobra. Quienes como él se jubilaron con todos los galones antes de 1973, acabaron viviendo la mejor época que tuvieron jamás los marinos de las naciones europeas tradicionalmente marítimas. Por contra, muchos de su generación que siguieron navegando, fueron pasados por la quilla de la precariedad laboral y no pudieron ni jubilarse de marinos. Lean si no la excelente autobiografía “¡¡¡Fondo Ferro!!!” (2010) del capitán valenciano Manuel Soler Burillo (Sueca, 1933). Uno de quienes se mantuvieron a flote hasta el final fue el capitán catalán Josep Bruguera Batllori (1928-2009), por algo era una institución en la Compañía Trasmediterránea, con más méritos personales y profesionales que galones en su bocamanga. Su autobiografía “Navegant per la memòria” (2007) es otra valiosa contribución.
David Jou capeó la mala época y aprovechó la bonancible. Fue un ganador desde que por osmosis con los barcos pesqueros de Sitges se ilusionó con ser marino mercante. Este contexto es hoy inimaginable. Las playas de Sitges no tienen ya pescadores profesionales. Y los barcos y puertos comerciales tampoco están a la vista de los jóvenes. ¡Qué distinto! a cuando el joven David Jou veía al ir a la Escuela Náutica el “barco correo de Canarias, el VILLA DE MADRID (…) [y] el ARNALDO OLIVER, un pailebot construido en Palma el año 1897, que era el correo de Ciudadela y los menorquines le llamaban el “Arnau”. El patrón era el padre de mi amigo Bartolomeu Camps.” Esas marinas mercantes, de la vela y del carbón, que enmarcaban la vocación de David Jou, no existen. En los años sesenta desaparecieron los últimos veleros, los que no hacía tanto habían transportado sal y cemento; una década después, le tocó el turno del desguace a los vapores; y antes de terminar el siglo, la marina mercante volvía a ser otra. David Jou no la habría reconocido como propia. La que dejó en 1968, era distinta a la que hoy atraca en Barcelona, a la que ni siquiera puede acercarse. Razón de más para leer su autobiografía como si fuese un hallazgo de antropología marítima. Con él está terminando la cadena de marinos mercantes catalanes que surgían como por encanto por convivir con los barcos y puertos cercanos en un ambiente marinero.

Los actuales niños y adolescentes no pueden ilusionarse con ser marino leyendo libros como los que animaron a David Jou. No imagino a ningún joven con su entusiasmo comprando el clásico “Ancla de leva”, de Baltasar/Basilio Villarino (1869/1888). El marino mercante ha desaparecido del imaginario de las naciones de tradición marítima. No queda ni Popeye. El arrinconado destino que planea sobre la llamativa y céntrica Facultad de Náutica de Barcelona confirma el relego de sus estudios y de los propios marinos tras décadas soportando mar de proa. Todo nos ha sobrevenido en contra.
Las novelas y películas de marinos resultan más extrañas que nunca en Occidente; los padres de familias acomodadas ya no estimulan a sus hijos a ser capitán de barco, saben que es una carrera sin la épica de antaño, sin el prestigio, los sueldos y las salidas de los que gozó. David Jou, en cambio, pertenece a una época en que la marina mercante era una parte esencial de Barcelona. Su primer embarque lo firmó en el Paseo de Gracia, donde estaba la naviera Navas, y la naviera CROS, entre otras. Barcelona era un clúster naviero que hoy nos lo recuerdan las anclas que jalonan dicho Paseo y la Plaza Cataluña (casa Bosch i Alsina). Hay tantas anclas y por tantos sitios que merecerían un artículo.
Este contexto marítimo favoreció que David Jou, sin antecedentes familiares de gente de mar, se ilusionase con ser capitán y que le animase a ello su padre Pere Jou i Francisco, un renombrado escultor. Otro mundo. Tenía alicientes. Ya no. Incluso la aventura de viajar al extranjero que tanto le atrajo a David Jou, a modo de gancho para embarcarse, cualquier joven la emprende hoy más y mejor con la mochila y los vuelos baratos. El marino ha perdido el privilegio de navegar y, a la vez, hacer turismo, que todavía podía disfrutar David Jou, aunque en su caso menos por navegar en petroleros de rutas largas. Aun así, su autobiografía de marino no renuncia a ser una guía de viajes sobre los puertos y ciudades visitados, a lo que habría que añadir sus descripciones de las costas a modo de derroteros de quien, no teniendo oportunidad de salir mucho a tierra, al menos se ensimisma viendo cómo la costa pasa indolente por su costado.

Hoy un barco mercante atracado en puerto viene a ser una frustrante encerrona por la lejanía de las ciudades, por las aceleradas cargas y descargas, y por el exceso de papeleo para todo, incluidas muchas nimiedades. Uno no puede menos que sonreír al leer a David Jou cuando se refiere, y solo de paso, a la pequeña oficina que tenía el barco. Hoy, ésta suele ser grande y metastásica porque alcanza al puente, al control de carga, hasta a los camarotes. La máquina de escribir para rellenar la por entonces mínima documentación de puerto (lista de tripulantes, declaración de efectos personales, declaración de Sanidad…) es historia, pertenece a la generación de David Jou, a la marina mercante que no sobrevivió al siglo XX.
La reseña de un libro no debería ser tan extensa como esta, pero la interesante autobiografía de David Jou invita a diseccionarla incluso con un largo resumen que echaría a perder su lectura. He intentado evitarlo. No decepcionan las 175 páginas de “Memòria de navegacions” dedicadas a reflejar su vida de marino, pues están repletas de información, sin redundancias, con detalles y frases tan elocuentes que tampoco necesitan explicarse más. Otro tanto pasa con la cincuentena de fotografías del libro directamente relacionadas con sus embarques. Algunas de ellas son más descriptivas que varias parrafadas de texto (el ilusionado alumno sentado en la estacha/tambor del molinete de proa; la cena de Navidad de 1966; el despacho del capitán, ordenado y minimalista; la pose y expresión de David Jou en el alerón, la elegante señora del capitán a todo color…). Para quien le interese el mar de anteayer, “Memòria de navegacions” ofrece unas navegaciones para recordar.
Libros de David Jou i Andreu
(no confundir con su hijo David Jou i Mirabent, físico y polifacético)
. “Memòria de navegacions. Records de Sitges i del mar” (2014)
. “Els sitgetans a Amèrica i diccionari d´americanos” (2008, 2ª edición)
. “Catalanes en Isla Cristina” (1995)
. “Els sitgetans a Isla Cristina” (1882)
. “La marina de Sitges” (1981)
NOTA DEL EDITOR. Las fotos que ilustran este artículo están extraidas del libro ‘Memòria de navegacions’.