Siempre he sentido una cierta debilidad por la plaça del Duc de Medinaceli. En mi opinión, se trata de uno de los rincones públicos más acogedores de Barcelona, a pesar de que su nivel de limpieza y pulcritud no siempre sea el que resultaría deseable y acorde con la indudable nobleza de su urbanismo y arbolado. A la armonía del conjunto no resulta extraño el detalle, no menor, de que los edificios que circundan este espacio sean de alturas y estilo arquitectónico prácticamente uniformes. Algo que, si se recuerda el deplorable desorden que campa por sus respetos en otras plazas barcelonesas —como la de Catalunya o la de Urquinaona—, resulta ser muy gratificante. De no ser por el ruido producido por el intenso tráfico del Passeig de Colom que cierra la plaza por el lado mar (y, en estos momentos, por las obras en curso en uno de sus edificios), sería un lugar ideal para sentarse en un banco y pasar las horas leyendo un libro y escuchando el murmullo de la fuente que rodea la columna y la estatua dedicadas a Galceran Marquet.
En un momento determinado, sentí curiosidad por averiguar la identidad del destinatario de aquel aparatoso monumento romántico, que muy bien se podría calificar como el hermano menor de otro similar —en cuanto a estilo estructural— y casi vecino en cuanto a ubicación: el que honra la memoria de Cristóbal Colón, construido casi cuarenta años más tarde. El resultado de mi breve pesquisa por el omnisciente Internet fue sorprendente.
Como cualquier barcelonés bien sabe, la capital catalana no destaca precisamente por la cantidad y magnificencia de las esculturas y monumentos erigidos a sus héroes o ciudadanos ilustres. Salvo quizás el ya mencionado de Colón, el de Mossèn Cinto Verdaguer y el gran conjunto actualmente situado en la plaça de Tetuán, dedicado al Doctor Robert, diseñado por Lluís Domènech i Montaner y ejecutado —en su vertiente escultórica— por Josep Llimona, el resto de homenajes monumentales que la ciudad ha dedicado a sus próceres es más bien modesto en su concepción o se encuentra medio oculto en lugares excesivamente recoletos, como los parques de la Ciutadella o de Montjuïc. Algunos de los más recientes, como los de Macià o Cambó, más que destinados a honrar su memoria, dan la impresión de que se ha pretendido exhibir sus cabezas cortadas para público escarmiento, como antiguamente se hacía con los ajusticiados. Con estos precedentes de evidente contención emotiva y presupuestaria (escribo “contención” como también podría haber escrito “estreñimiento”) por parte de las autoridades municipales, causa cierta admiración conocer que el notable (y seguramente costoso) monumento de la plaça Duc de Medinaceli empezó a construirse hacia 1849… ¡sin saberse todavía a quién se deseaba “monumentalizar”!
La citada plaza fue producto de la demolición de un convento franciscano incendiado en 1835. El espacio así liberado se ocupó en parte por el edificio que durante años albergó el Gobierno Militar y por una manzana de casas. El resto, con la adición de un terreno anexo al palacio Medinaceli cedido por el titular del correspondiente Ducado (de ahí el nombre de la plaza resultante), fue diseñado tal cual hoy todavía lo podemos admirar. Los técnicos municipales, desde el primer momento, tuvieron claro que el espacio exigía la presencia de una fuente monumental. Además, dada su proximidad al puerto, se consideró necesario que dicha fuente incorporase elementos claramente marítimos, representados por los tritones de donde manan las aguas del pequeño estanque y la galera que, insertada a media altura de la columna de 18 metros de hierro fundido, sostiene las dos farolas que iluminan el conjunto. Al iniciarse los trabajos, sólo quedó pendiente de decidir la identidad del personaje cuya efigie coronaría el monumento. Los candidatos finalistas fueron Blasco de Garay y Galceran Marquet y la decisión última del Ayuntamiento se inclinó por el segundo, tras lo cual se encargó la realización de la estatua a un escultor local de edad avanzada, Damià Campeny, y la fundición de la misma a un concejal, Valentí Esparó, propietario también de una industria metalúrgica. Decisión ésta última que en nuestros días provocaría un escándalo de proporciones mayúsculas por tráfico de influencias, conflicto de intereses y unas cuantas fechorías más.
Lo más curioso del caso es que de ambos personajes se sabía bien poco, más bien casi nada. Sobre Galceran Marquet se conocía su condición de vicealmirante de la flota catalana que, a mediados del siglo XIV, había luchado contra los genoveses en aguas del mar Tirreno así como haber ocupado por un tiempo el cargo de consejero municipal. De Blasco de Garay, capitán de mar al servicio del rey-emperador Carlos I, se disponía de datos que apuntaban a él como inventor y precursor de… ¡la navegación a vapor, nada menos que en pleno siglo XVI! De hecho, habría sido el primero en conseguir que un buque navegase mediante propulsión mecánica y que lo hiciera, precisamente, en el puerto de Barcelona en 1543.
La decisión municipal, a la postre, se decantó por Marquet. Eran aquellos los primeros años de la Renaixença, el incipiente movimiento cultural catalanista una de cuyas fijaciones más arraigadas era la exaltación de las glorias medievales catalanas. Sin embargo, sorprende que, puestos a honrar a un marino catalán (o al servicio de la Corona de Aragón), el designio de los ediles barceloneses no optase por figuras de mucho mayor relieve, como Roger de Llúria o los dos almirantes del siglo XV que respondieron con el nombre de Bernat de Vilamarí. El caso es que Blasco de Garay fue descartado, lo cual constituye una manifiesta injusticia histórica, a pesar de que posteriormente se le dedicase una calle en el distrito del Poble Sec
¿Cuáles son los méritos de Garay, en nuestra valoración actual? Según documentos hallados en el Archivo General de Simancas ya en 1825, este marino, al parecer natural de Toledo, había dirigido un memorial al emperador Carlos exponiendo al monarca el resultado de sus investigaciones que, no sólo comprendían “un ingenio para hacer mover las naves y embarcaciones grandes, incluso en tiempo de calma, sin necesidad de remos o velamen”, sino también otros inventos que se anticipaban en mucho a su tiempo como —para citar sólo dos ejemplos— “Un aparato mediante el cual un hombre pudiese permanecer sumergido bajo el agua todo el tiempo que le conviniera”, o bien “un método para convertir en dulce el agua salada”.
El caso es que Carlos I de las Españas y V de Alemania, a pesar de las fuertes reticencias de sus consejeros, aceptó financiar una demostración —tras unos ensayos previos en Málaga— de la presunta propulsión mecánica de naves, la cual tuvo lugar en aguas del puerto barcelonés el 17 de junio de 1543. Blasco de Garay, como buen inventor celoso de sus prerrogativas como tal, no permitió que nadie observase en detalle el mecanismo que instaló a bordo de una embarcación llamada “Trinidad” que, procedente de Colliure, acababa de descargar un cargamento de trigo en la ciudad. Sin embargo, alguno de los presentes pudo advertir la presencia de “una gran caldera con agua hirviendo” y, por supuesto, una rueda de paletas adosada al casco de la nave. El ensayo tuvo éxito, el buque consiguió navegar a razón de una o dos leguas a la hora y todos los presentes convinieron en apreciar la agilidad de maniobra de la nave que el novedoso sistema de propulsión permitía.
Sin embargo, aquí terminó tristemente la historia de los inventos de Garay, que fallecería nueve años mas tarde. Carlos I había comisionado, para asistir a las pruebas de Barcelona, a D. Enrique de Toledo (Tesorero General de la Corona de Aragón), a D. Pedro de Cardona (Gobernador de Barcelona), a D. Francisco de Gralla (Maestre Racional de Cataluña) y a D. Alonso de Rávago (Jefe de la Comisión, Tesorero de la Real Hacienda y de todas las Armadas del Imperio, Confesor Real etc.) Fue el informe desfavorable de éste último, no se sabe a ciencia cierta si movido por prejuicios de tipo religioso o de otros de carácter más técnico, el que hizo que el proyecto no siguiese adelante. No obstante, el monarca se hizo cargo de los gastos incurridos y remuneró a Garay con 200.000 maravedíes y un ascenso en su grado militar.
Resulta llamativo el paralelismo de la historia de Blasco de Garay con la de otros dos precursores españoles de avances en el ámbito de la navegación marítima: Narcís Monturiol e Isaac Peral. Como él, también éstos últimos fueron víctimas de dos de los vicios nacionales más arraigados: la envidia hacia las personas con iniciativa y la repugnancia instintiva hacia todo lo que signifique novedad o progreso. Una aversión ésta magníficamente plasmada en la frase contenida en el discurso que el rector de la Universidad de Cervera dirigió, en un muy mal día, al rey Fernando VII: “Lejos de nosotros, majestad, la funesta manía de pensar”, o el exabruptopronunciado en un día no menos desafortunado por Miguel de Unamuno: “¡Que inventen ellos!”, en referencia a ingleses, alemanes o norteamericanos.
Monturiol llevó a cabo su primera prueba de mar de su submarino “Ictíneo” también en aguas del puerto de Barcelona el 23 de septiembre de 1859. Las ayudas prometidas posteriormente por el gobierno de Isabel II para desarrollar el proyecto jamás llegaron —en su lugar lo que sí llegó fueron trabas y dificultades burocráticas sin fin— y la compañía mercantil que el ingeniero ampurdanés se vio obligado a constituir para construir una segunda versión mejorada de su invento, el “Ictíneo II”, quebró en 1867. Posiblemente, en la falta de apoyo público al proyecto poco o mucho debió influir el activismo revolucionario —republicano y socialista— de Monturiol, que se había visto obligado a exiliarse en Francia en 1848 durante un breve periodo.
Algo parecido sucedió con Isaac Peral. El marino cartagenero desarrolló una brillante carrera naval, siendo felicitado y condecorado por su actuación en la primera Guerra de Cuba y en la Tercera Guerra Carlista. Sus primeros estudios sobre la navegación submarina recibieron poco más que palmaditas en el hombro por parte de sus superiores jerárquicos pero, gracias al apoyo de la Reina Regente María Cristina, logró botar su submarino en 1888 y realizar unas exitosas pruebas de mar a lo largo de los dos años siguientes, a la sazón en aguas de Murcia. Y, también en este caso, allí acabó la cosa. Oscuros intereses en la sombra hicieron que el gobierno español retirase cualquier ayuda al proyecto y desencadenaron una campaña de desprestigio y ridiculización de Peral. Algo que sólo cabe achacar —a partes iguales— a la envidia, la inquina política (parece ser que Isaac Peral era masón) y la incuria omnipresente en la historia de una España oficial donde —parafraseando el título de la película de Bardem— la clase dirigente opta sistemáticamente por aquello de que “Nunca pasa nada”.
Como resumen de todo lo anterior y a fuer de persona que desea ver el vaso medio lleno antes que medio vacío, me queda la satisfacción de constatar que nuestra querida Barcelona fue escenario de proezas marítimas tan notables como fueron los primeros ensayos de propulsión mecánica de embarcaciones por iniciativa de Blasco de Garay y de la navegación submarina en el caso de Monturiol. ¡Y ello no es poco!