Pocas personas en España y pocos amantes de la música en el mundo no habrán oído hablar del compositor y cantante Lluis Llach, autor de canciones emblemáticas de la lucha anti franquista en la segunda mitad de los años sesenta y los primeros años setenta (“El bandoler”, “L’estaca”, “La gallineta”…). También es muy conocida la ideología democrática y libertaria de Llach, comprometido sin reservas en todas las batallas por la libertad y la justicia. La sorpresa, la gran sorpresa ha sido descubrir a un brillante escritor en quien todos pensábamos que su vocación la cubría por entero la música.
“Memoria de unos ojos pintados” (Seix Barral, Barcelona 2012), narra en 26 capítulos las grabaciones de un anciano que desgrana su vida de niño en la Barceloneta de la República y de la guerra civil, “cuando en Barcelona no había ni veías patronos ni ricos”; sus trabajos como estibador del puerto de Barcelona y la dolorosa muerte de su amigo amado, enloquecido por la brutalidad estúpida y cruel de los vencedores de la guerra, obispos y militares, y “por el inmenso fracaso que representaba haber perdido aquella guerra”.
Así describe Llach el barrio de la Barceloneta: “Casi toda la gente de la Barceloneta dependía del mar. Unos cargando y descargando los vientres oscuros y apestosos de los barcos. Otros saltando ágilmente detrás de las piñas de rosa que arastraban los cabos con que se amarraban, endurecidos por el salobre y pesados de humedad. Algunos, más privilegiados, los menos, trabajaban en los servicios del puerto, desde los prácticos hasta los encargados de seguridad. Tambi´ñen había quien se dedicaba al contrabando de toda clase de artículos prohibidos, demandados por una ciudad asolada por la pobreza pero que se quería cosmopolita y burguesa. Quedaban los marineros que, desarraigados desde siempre, se enrolaban en los barcos que partían vete tú a saber hacía qué sueños. Y finalmente, como en un mundo aparte, estaban los pescadores, que adornaban el paisaje con sus barcas en el muelle, o varadas en la playa, y que, con gestos tan pacientes como atávicos, las llenaban hasta arriba de redes y aparejos (…) Todos los aromas del mar estaban allí…
Particularmente emotivas las páginas que Llach dedica a la destrucción, los bombardeos y los horrores de la guerra, causantes de “las víctimas colaterales, que todo el mundo sabe que es la mercancía más preciada de una guerra moderna: la eliminación masiva de la población civil lejos del frente de combate”. Uno de los personajes de la novela, NAUSICA, una sencilla barca que representaba la cultura, la amistad y el amor, acaba en 1938 “destrozada por las bombas fascistas”. Como el amor de la vida de Germinal, el narrador de la ficción, destruida su razón por un alférez chusquero que disimulaba su homosexualidad con un lenguaje soez, de cuartel de la cruzada victoriosa, ya que, escribe Llach, “es algo sabido que la inteligencia siempre ha provocado el miedo de los totalitarios”.
Lluis Llach confirma en su novela que los combares más cruentos que siguieron a la sublevación de los militares rebeldes en Barcelona tuvieron lugar en las Drassanes; que toda la jerarquía religiosa aplaudió el levantamiento y se sumó a quienes traicionaron a la República y que “cuando el miedo te atrapa, el cerebro confabula imbecilidades”.
Muerto su amigo amado, “los años que siguieron fueron los de un hombre, sin rumbo ni carta de navegación ni barco que lo acogiera aunque sólo fuera para llevarlo a la deriva”, escribe Llach en el último capítulo.
Ese podía ser el resumen de una generación que luchó por una vida mejor, libre y culta, que creyó en la justicia y practicó la solidaridad para acabar devastada y con los ojos pintados para testimoniar su penúltimo atisbo de rebeldía. Como diría Kavafis, Yo sentado en la playa, al abrigo de una barca humilde, mirándolo salir del mar, su cuerpo mojado y ornado por una extraña luminosidad, así contemplé la belleza completa.