Se embarcó en aquella aventura lejana para olvidar a la esposa que le había abandonado cuatro años antes, a quien intentaba olvidar por todos los medios a su alcance. Sin éxito. Su recuerdo le perseguía día y noche, sentía sus gestos al vestirse, su mirada curiosa, su voz tímida, tan agradable al oído, y su entrega a los placeres sexuales sin remilgos, dispuesta a explorar y a descubrir. La veía caminar hacia él con la falda de vuelo y la blusa ceñida aquel día que le hizo esperar una hora en la calle, tan. hermosa que no reparó en las excusas que le dio. La oía, cariño podríamos hacer, o deberíamos ir, o yo también te quiero, pero estoy cambiando, madurando. Aunque los años habían limado el dolor, las mentiras se habían tornado en puñales acerados. Había conocido en ese tiempo mujeres estupendas, algunas incluso maravillosas, pero no lograba desprenderse de la memoria. Todo inútil. Seguía acosado por el recuerdo.
Había otra razón menos acuciante, más presentable y tal vez más poderosa. Ya tenía la tarjeta profesional que certificaba que era capitán de la marina mercante sin ninguna restricción. Había navegado de tercero, de segundo y de primer oficial y estaba entusiasmado con la posibilidad de tomar el mando de un buque, justo lo que le ofrecían en aquel país africano.
Mozambique. Sólo había reparado en ese nombre, que prometía exotismo y magia, cuando llegó al futbol español un jugador llamado Mendonça, un virtuoso del regate contratado por el glorioso Atlético de Madrid. Pero eso fue hace mucho tiempo, allá por los primeros años sesenta. Desde que le hablaron de la posibilidad africana había consultado todas las fuentes que encontró a mano sobre el país. Colonia portuguesa desde que a principios del siglo XVI llegaran os descobridores, había soportado en los veinte años anteriores a la independencia una dura guerra de descolonización impulsada por un sedicente movimiento político-militar revolucionario, apoyado por numerosos gobiernos de un lado y otro del telón de acero. Se proclamó Estado independiente a finales de junio de 1975, catorce meses después de que un pronunciamiento militar barriera, sin derramar sangre, el régimen político vigente en Portugal.

Ahora manejaban el país los antiguos guerrilleros que la prensa colonial tachaba de terroristas. Estaban necesitados de técnicos, de médicos, de ingenieros, de arquitectos, de marinos… El país se les caía a pedazos tras la marcha de los portugueses, muchos de los cuales habían hecho tabla rasa de sus empresas, cultivos y talleres antes de llevarse a Portugal cuanto pudieron.
Fijado el día en que había de coger el avión hacia Maputo, ex Lourenço Marques, la capital, y aceptado el contrato por tres años, ofreció sus servicios como corresponsal en el diario El País, donde conocía algunos periodistas. Le apasionaba escribir, había acabado una novela que tenía guardada porque desconfiaba de su valor, un relato con tintes biográficos que, eso sí, le había servido para practicar. Le aceptaron, a tanto la pieza más los gastos imprescindibles, de modo que al aterrizar en Mozambique llevaba en la maleta la credencial de prensa facilitada por el periódico.
Los crímenes y mentiras del régimen
El primer año de contrato navegó entre la mayoría de los puertos del país y creo que se sintió feliz. Las maniobras eran aventuras que exigían mucho temple y buenos conocimientos profesionales, y eso dejaba en él un gusto nuevo, la sensación del éxito, el orgullo de la victoria. Le pusieron al mando de un barco viejo, con muchos problemas mal resueltos, y una tripulación de nativos que conocían muy bien su oficio, marineros duros que no se arredraban ante las dificultades. Los puertos carecían de práctico y de balizamiento efectivo. Tuvo que remontar casi a ciegas ríos solitarios, parajes de pureza inimaginable, hasta fondear frente a aldeas de pallozas con algunas edificaciones dispersas. Superar esas dificultades resultaba muy estimulante, todo un reto profesional.

Descargaban y cargaban las bodegas con los puntales del barco y con trabajadores portuarios deseosos de llevar a sus familias un hatillo de arroz o de azúcar, o unos pantalones, o algo de jabón, lo que fuera. Lo hacían a las bravas, me contó, rompiendo sacos y destrozando fardos y palés. Aprovechaban menos del diez por ciento, el resto se derramaba o se desperdigaba en el fondo de la bodega. Descubrió un día que también los tripulantes, todos mozambiqueños menos el jefe de máquinas participaban del saqueo y entonces reunió al contramaestre y al líder de la tripulación, un marinero ya mayor con una mirada dulce y serena a quien llamaban Papa Bila, y les expuso un plan. El capitán separaría para ellos, de forma controlada, algunos elementos de la carga, evitando las mermas y los destrozos. El reparto lo dejaba en sus manos pues conocían mejor las necesidades reales de cada uno. A cambio les prohibía que tocaran la carga y les pedía que en la medida de lo posible controlaran el saqueo de los estibadores, así ayudamos al país y a las personas que han de recibir lo que el barco transporta, les dijo.
En ese tiempo se tragó la propaganda del Gobierno, que atribuía la creciente miseria del país a la presión del imperialismo, a la pertinaz sequía, y a las acciones de los bandidos armados, que era la forma oficial de llamar a los guerrilleros que luchaban contra el régimen de partido único, economía planificada y dictadura despótica. En último término, si eran muy evidentes los errores, los gobernantes se escudaban en una cantinela que todo lo excusaba: as nossas deficiências. Habían aprendido rápido los trucos de la política para mantenerse en el poder. Eran incultos, crueles y despiadados, codiciosos, intuitivos, y habían captado que el cinismo constituía una valiosa herramienta política. Con las palabras adecuadas, cualquier error, por grave que fuera, podía venderse como un éxito, un acierto de la sabiduría y la clarividencia de los dirigentes. Tenían una baraja de palabras campanudas, de corte bélico, que mezclaban al gusto del evento a celebrar: patria, victoria, lucha, socialismo, guerra, trabajo, combate, paz… y la más importante povo, el pueblo, principio y fin de (casi) todas las consignas: o povo bla, bla, bla, o povo.

Curtidos en una guerra atroz, pobremente equipados con dos lecciones breves de marxismo teórico, ansiaban desquitarse de tanto horror y de tantas privaciones. Ahora les tocaba a ellos. Gobernaban a su antojo, a base de ocurrencias y chatarra ideológica. Estaban hundiendo el país, ya no había donde comprar carne, huevos, o tomates; donde adquirir ropa, zapatos o pasta de dientes. El hambre del pueblo dependía de la caridad de los gobernantes, a quienes había que aplaudir porque se dignaban distribuir de vez en cuando una parte del arroz, el maíz o la ropa de Cáritas que recibían de los países a los que la prensa oficial tachaba de capitalistas e imperialistas.
Escribir lo que ve, de verdad
Procedente de un país libre, educado en una época en la que lo moderno, lo progresista, era ser de izquierdas, antiamericano y todo eso, el marino cooperante escribió unas cuantas crónicas basadas en las mentiras del Gobierno, aunque éstas se agrietaban e incluso se deshacían a ojos vistas. Lo que él veía era un régimen político totalitario y desastroso, no la sequía o la presión imperialista. Los bandidos armados era un eufemismo para ocultar la guerra civil. La mayor parte del país era un vergel improductivo porque las autoridades revolucionarias habían prohibido la iniciativa privada, a la que condenaban por criminosa y candongueira, delitos graves contra o povo. Sólo los burócratas del régimen podían organizar y dirigir la agricultura, el comercio y la producción, sólo ellos podían disfrutar de privilegios, de modo que diez años después de la independencia, el país sobrevivía gracias a la ayuda de Portugal, Suecia, Holanda, Francia, Italia, España, Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá. Las naciones amigas del régimen mozambiqueño, todas ellas justas y felices, socialistas y combativas, la Unión Soviética, Bulgaria, Rumanía, Cuba, Corea del Norte… aportaban armas y otro material de guerra, y personal cooperante de baja cualificación poco o nada interesados en el progreso de Mozambique. Habían aceptado el viaje porque era la forma de lograr beneficios en su país, por ejemplo, permiso para vivir en Pyongyang, capital de Corea del Norte, o escalar en el organismo donde trabajaban en la URSS o en Bulgaria. Así que vivían alejados de los nativos y se comportaban como racistas (excepto los cubanos, en general respetuosos, salvo excepciones). El caso de China, empeñada desde principios de los ochenta en descubrir una vía propia de capitalismo salvaje, era especial, apenas les interesaba la cooperación voluntaria.
El segundo y el tercer año sus crónicas cuestionaban las mentiras del régimen. Para paliar la situación, cada día más desastrosa, el Gobierno desató una campaña de terror que en pocos días abarrotó las cárceles y los campos de concentración con centenares de miles de mozambiqueños huidos de la guerra civil y refugiados en las ciudades: Maputo, Beira, Inhambane, Nacala, Tete o Quelimane. A esa campaña, en un alarde de obscenidad, la llamaron Operaçâo Produçâo. Querían que todos entendieran que la ruina no era culpa del Gobierno, sino de quienes abandonaban sus aldeas en vez de aguardar la muerte a machetazos o por hambre.

Además, había navegado el país de norte a sur, la única forma de recorrerlo pues los bandidos armados controlaban diversas zonas estratégicas, y había llegado a la conclusión de que sólo mediante la negociación y el pacto era posible acabar con la violencia y la muerte que asolaba el país. Al régimen, ese tipo de propuestas le resultaban ofensivas. Sus consignas eran derrotar, matar, aplastar al enemigo. Tuvo que fallecer en accidente de aviación quien presidía el Gobierno, un tipo histriónico que vivía aislado en una burbuja de dogmas y supersticiones, para que sus sucesores se vieran forzados a aceptar conversaciones de paz. A esas alturas, varios años después, el país estaba devastado y el régimen no se tenía en pie.
La expulsión
El tercer año de contrato, sus crónicas, abiertamente críticas con las mentiras del régimen, iban a La Vanguardia porque El País contrató los servicios de prensa del mayor editor de Portugal, que tenía a varios corresponsales en la zona.
Los artículos escritos no preocuparon a los gobernantes de Mozambique. Quizás ni llegaron a conocerlos, a pesar de los esfuerzos de la mujer de un colega obsesionada con perjudicarle. Pero un día llegó a Maputo un equipo de televisión (TVE) para realizar un programa ‘En Portada’. A través de la Embajada española contactaron con el marino, el único corresponsal de prensa español. Compartió con ellos su visión del país, de la guerra, de los crímenes y los errores del Gobierno, y en efecto el programa que se emitió responsabilizaba al régimen de la hambruna y la ruina de Mozambique. Así que una tarde le llamaron del Ministerio de Prensa, cuyo titular, un mestizo orgulloso de su brutalidad, le entregó sin mediar palabra una carta de expulsión 20-24, veinte quilos y veinticuatro horas para abandonar el país. Incapaces por cobardía de expulsarle por sus opiniones (una cosa era matar o silenciar a periodistas locales; otra muy distinta tratar con ciudadanos europeos o norteamericanos), alegaron que su expulsión se debía a que como capitán rehusó abrir la tercera bodega del buque, retrasando con ello los trabajos de descarga. Lo más cómico era que el barco que mandaba tenía sólo dos bodegas. El escrito carecía de firma, pero del Ministerio salió escoltado por un pelotón de soldados hasta el apartamento que compartía con otro capitán español. Lo registraron sin contemplaciones, es de suponer que en busca de algo que les permitiera imputar algún delito más consistente que la tercera bodega del buque. Y seguramente lo hubieran encontrado de no mediar la presencia del secretario de la embajada española, a quien el marino avisó de urgencia.

Nota final
Antes de acabar esta historia, quiero en primer lugar agradecer la confianza de quien me la contó y en su nombre rendir homenaje a Lluís Foix, periodista, entonces subdirector de La Vanguardia, que defendió el quehacer informativo del marino periodista cuando el Gobierno mozambiqueño contactó con el periódico para que le retiraran la credencial. Eso les hubiera facilitado despedir al marino en vez de castigar el ejercicio de la libertad de prensa con una expulsión torpe e infame.
Y en segundo lugar dejar constancia de que las crónicas que escribió se vieron confirmadas pocos años después. La guerra acabó con un acuerdo político con los otrora difamados como bandidos armados; terminaron con la miseria, esclava de una planificación perversa; y dejaron de esgrimir una imaginaria sequía como causa de la ruina del país. Cierto es que al mismo tiempo descubrieron las suculentas comisiones que estaban dispuestas a pagar las empresas por los permisos, concesiones y licencias. ¡Si lo hubieran sabido antes!
Hubo elecciones. Se presentaron y, duchos en palabrería, ganaron. Y siguieron gobernando hasta el día de hoy.