Debo confesar que pertenezco a una secta que en nuestro país siempre ha parecido tener pocos adherentes: la de los anglófilos. La “Pérfida Albión”, o sea la sociedad, los Gobiernos y, en general, los naturales de las Islas Británicas, no han tenido históricamente muy buena prensa entre nosotros. Se les ha acusado a menudo de cinismo, codicia, doblez, pomposidad, materialismo e hipocresía. Algunos motivos habrá indudablemente para ello, pero aún en el supuesto caso que estas invectivas tengan más o menos fundamento, creo que se ven ampliamente compensadas por las ingentes aportaciones que la cultura, la educación y los modos de vida anglosajones han hecho al progreso del género humano en los ámbitos más variados: al progreso tecnológico en primer lugar, pero también de forma decisiva a las ciencias políticas, naturales y económicas y, asimismo, a la literatura, la medicina, el arte de la navegación, los deportes, o a tantos otros campos.
Dicho lo dicho, en el microcosmos británico hay algo que me sorprende e incita mi curiosidad y admiración de una forma especial. Me refiero a la figura del aventurero. Vaya por delante que el aventurero, tal como pretendo definirlo aquí y ahora, no es un estereotipo. Abarca, por el contrario, una considerable diversidad de figuras, talantes y campos de acción. Con la notable excepción de algunos de los conquistadores españoles (Cortés o Pizarro, por ejemplo, de biografías que sí, en cambio, resultarían bastante similares) sólo la Gran Bretaña ha producido en cantidad y calidad ejemplares humanos tan peculiares, de caracteres tan variados, pero todos ellos tan poco convencionales como, entre otros muchos, David Livingstone, Robert Clive, Thomas Lawrence (Lawrence de Arabia), Ernest Shackleton, el duo Burton-Speke, Robert Scott, John Franklin, Lord Byron, Walter Raleigh o Lord Thomas Cochrane, un marino escocés muy desconocido entre nosotros y de quien acabo de leer una excelente biografía escrita por Donald Thomas.
Lord Cochrane, hijo de un conde escocés en bancarrota, inició su carrera de marino en la Armada inglesa poco antes del inicio de las guerras napoleónicas y no tardó en destacar por su inteligencia y audacia, ascendiendo rápidamente. Un historiador, Archibald Alison, escribió de él que “Tras la muerte de Nelson, Cochrane fue el más grande comandante naval de una época gloriosa. Equiparable a su predecesor (Nelson) en coraje personal, entusiasmo y patriotismo, posiblemente le superó en genialidad, inventiva e inagotables recursos tácticos”. En un par de años, recorriendo las costas españolas y francesas en labores de hostigamiento de las líneas de comunicación y suministro enemigas, capturó más de cincuenta presas, entre ellas una fragata que triplicaba el tonelaje, la tripulación y la capacidad de fuego de la goleta bajo su mando. En una época en que predominaba la táctica naval preconizada por Nelson, según la cual lo mejor que podía hacer el capitán de un navío de guerra era colocarse junto a un barco enemigo y cañonearlo hasta hundirlo o forzar su rendición, Cochrane fue más versátil y ensayó con gran éxito y economía de vidas humanas diversas tácticas alternativas. Destacó principalmente en las acciones anfibias, en abordajes a otros buques o incursiones en tierra utilizando botes y en los ataques a las escuadras enemigas mediante brulotes (buques incendiados) y con barcos explosivos.
En una de sus acciones anfibias más sonadas, bloqueó durante casi dos semanas a todo un ejército francés entre Mongat y Mataró, cuando éste intentaba desplazarse por la carretera de la costa entre Barcelona y Girona para apoyar uno de los asedios de esta última ciudad. Posteriormente, también en otra acción del mismo tipo, defendió durante varios días el castillo de la Trinitat de Roses contra fuerzas napoleónicas muy superiores a las que causó graves pérdidas, evitando asimismo que pudiesen adentrarse en Catalunya a combatir a las guerrillas locales. Los franceses acabaron por darle el mote de le loup de la mer, el lobo del mar. Años más tarde, entre las tropas españolas destacadas en la América del Sur, sería conocido como el diablo.
¿Porqué Cochrane no es tan universalmente conocido y venerado como Nelson? Sencillamente por su carácter áspero, indómito, inconformista y nada convencional. Escandalizado por una corrupción rampante que consumía buena parte de los recursos del Almirantazgo inglés y por la incompetencia de algunos de sus superiores, Cochrane —en el mejor momento de su fulgurante carrera militar — consiguió hacerse con un escaño en la Cámara de los Comunes y se convirtió en un político radical enfrentado al entramado de intereses, al establisment beneficiario de dicha corrupción. Si, como diputado, no le faltó la audacia y el valor que había demostrado en la batalla, le faltó en cambio la habilidad táctica y la astucia que en la mar también le habían caracterizado. En pocas palabras, pronto se creó demasiados enemigos y demasiado poderosos. Los mismos que habían condescendido con la más bien escandalosa —para los cánones morales de la época— vida privada de Nelson, no querían ni podían consentir la insolencia y la arrogancia de un Cochrane que, sin pelos en la lengua, denunciaba desde su escaño sus corruptelas y sinecuras. En 1814, fue acusado falsamente de haberse beneficiado de una especulación bursátil fraudulenta, condenado sumariamente y expulsado de la Armada y del Parlamento. Encarcelado, se fugó dos veces de la prisión y, finalmente, marchó a Sudamérica.
Cochrane desembarcó en Valparaíso en virtud de una oferta que le había hecho el agente en Londres de los insurgentes chilenos levantados en armas contra el rey español Fernando VII y se hizo cargo del mando de la pequeña flota que los independentistas habían logrado reunir. Como años atrás en Europa, el marino escocés se convirtió en la pesadilla de sus enemigos, que dependían completamente de las comunicaciones por mar para conseguir transportar y avituallar sus tropas entre las diversas plazas fuertes que constituían los principales reductos del poder colonial. Con la pequeña flota a su disposición se afanó a capturar la mayor cantidad posible de barcos de suministros de los realistas, con el factor añadido que cada presa que conseguía incrementaba los efectivos de su propia armada.
En otro audaz y casi suicida golpe de mano nocturno utilizando botes, en pleno puerto del Callao, “el diablo” consiguió apoderarse del mayor buque de guerra español en el Pacífico, la fragata “Esmeralda”. Y siempre utilizando la misma táctica del ataque anfibio, logró expugnar los fuertes y la ciudad de Valdivia, principal bastión realista en el sur de Chile. Dado que la bandera bajo la cual se realizaron todas estas acciones no correspondía a ningún país reconocido internacionalmente, en esta etapa de su vida y en las que siguieron, Cochrane ha de ser considerado como un corsario y como tal le hubiesen tratado las autoridades españolas —o sea que le hubiesen colgado del penol de un mástil—, de haberle podido echar mano.
Sin embargo, lo más curioso de las aventuras del lord escocés en la América Latina —también lo menos conocido— fue su efímera y nuevamente frustrada incursión en la alta política. Tan pronto adquirió una cierta percepción de la caótica situación interna de las colonias españolas en vías de emancipación —con facciones y caudillos militares empleando tanto tiempo y esfuerzos en combatirse entre sí como en derrotar a las tropas del virreinato—, Cochrane concibió una fabulosa y fantástica idea, la idea propia de un visionario. Algo que hoy podría parecernos un desatino extravagante, pero que en el contexto de 1820 no lo era tanto. Con un sentido práctico muy británico, pronto fue consciente del enorme potencial económico de la América colonial española, un potencial que sólo podría desarrollarse plenamente si el subcontinente permanecía unido bajo un gobierno fuerte, honrado y competente que lo convirtiese en una gran potencia mundial. En otras palabras, era necesario forjar una Sudamérica unificada y federal, que siguiese en lo posible el patrón de los aún jóvenes Estados Unidos de Norteamérica. Pero, ¿quién, en aquellos años, podía ser capaz de llevar a buen puerto, con ciertas garantías de éxito, una labor de tal envergadura? La respuesta obvia era que hacia falta un auténtico genio. Y se daba el caso que el mayor genio político y militar de la época languidecía en un peñasco en medio del Atlántico: nada más y nada menos que Napoleón Bonaparte, el hombre al cual el marino regular de la Armada de Su Majestad Británica Thomas Cochrane había combatido encarnizadamente durante años.
De alguna manera, a través de cierto coronel Charles, el aristócrata escocés logró contactar con el Gran Corso, pero cuando el proyecto finalmente parecía tomar cuerpo y un buque chileno, secretamente enviado por él, se presentó en Santa Helena con el objetivo de rescatar a Bonaparte de su prisión, éste acababa de fallecer, con sólo cincuenta y dos años y de forma bastante sospechosa. La visionaria iniciativa de Lord Cochrane llegó demasiado tarde para intentar cambiar el curso ineluctable de la turbulenta historia posterior de los países sudamericanos, que todos conocemos. Teniendo además en cuenta que, desde el punto de vista de la futura explotación de los enormes recursos naturales de aquella parte del mundo, al gobierno inglés le interesaba mucho más tratar con una decena de dirigentes (débiles en su mayoría y fácilmente corruptibles) de los diversos Estados surgidos del proceso de independencia que no con un coloso como Napoleón o una figura de talla semejante, no es de extrañar que aquel quijotesco proyecto acabase en nada.
Desengañado, al tiempo que enfrentado con el gobierno provisional chileno por la cuestión del cobro de sus honorarios y los derechos sobre las presas conseguidas (el prize money), el lord escocés se trasladó al recién proclamado Imperio del Brasil, aceptando la oferta por parte del emperador Pedro I para hacerse cargo de su incipiente flota. Se repitió la historia: nuevas proezas navales frente a los portugueses que todavía controlaban el norte de Brasil (que el diablo logró someter sin sufrir ni una sola baja en sus fuerzas) y también nuevas querellas con los insurgentes alrededor de la peliaguda cuestión de su retribución económica. Finalmente, Cochrane regresó a Gran Bretaña decidido a seguir luchando para limpiar su nombre y recuperar su rango militar naval perdido. Tardó algunos años en conseguirlo, pero con el advenimiento de la reina Victoria, fallecidos ya sus viejos enemigos políticos a los que había puesto en evidencia en su lucha contra la corrupción y la rutina, acabó obteniendo plena satisfacción.
Entretanto, todavía tuvo tiempo para embarcarse en otra aventura de resultado incierto: la guerra de independencia de Grecia. Lo hizo, como en Chile o Brasil, creando una Armada desde cero y adelantando dinero de su propio bolsillo para la compra de barcos. Obtuvo algunos éxitos frente a los turcos y atacó con brulotes a la flota otomana fondeada en Alejandría, pero de nuevo su falta de sutileza o flexibilidad política le llevó a chocar con los dirigentes de la insurgencia griega.
De regreso a Inglaterra, una vez rehabilitado y convertido por la muerte de su padre en décimo Conde de Dundonald, obtuvo el mando de la flota británica del Atlántico Occidental y permaneció en servicio activo hasta los setenta y cinco años. Durante el resto de su vida, mantuvo vivos los conflictos por el cobro de sus honorarios contra los Gobiernos de los países que había ayudado a emanciparse; Gobiernos que posiblemente nunca pagaron enteramente sus deudas pero que acabaron erigiéndole estatuas y memoriales. Su mente y su espíritu innovador nunca descansaron, ideando nuevas tácticas navales, armas y aparatos de navegación.
Algunos conocidos personajes de ficción literaria, como el Horacio Hornblower de C.S.Forester o el Jack Aubrey de Patrick O’Brian, están directamente inspirados en la figura y las hazañas de Lord Thomas Cochrane. No me sorprende en absoluto, dado que su vida parece más propia de una serie de novelas de aventuras marítimas que del mundo real.
Sucede lo propio con casi todos los nombres que al principio he citado, a esos variopintos aventureros británicos que encontraron sentido a su existencia enfrentándose a retos que para la gran mayoría de los mortales parecerían imposibles, desplegando un valor personal y audacia fuera de lo común y, en algunas ocasiones, haciendo gala de una gran generosidad y humanidad. Personajes que tan mal se ajustan al cliché, al estereotipo, de cinismo, codicia, doblez, pomposidad, materialismo o hipocresía que yo antes asimismo mencionaba y que los anglófobos suelen atribuir a la generalidad de sus compatriotas. Todos aquellos seres excepcionales pudieron hacer suyos los versos de uno de ellos, Lord George Gordon Byron, muerto en la lucha por la independencia de Grecia: “He vivido y no he vivido en vano; mi mente podrá perder su fuerza y mi sangre perder su fuego; o mi ánimo podrá flaquear ante la desventura; pero hay algo dentro de mí que acabará venciendo al tiempo y seguirá respirando cuando yo expire”