En el pasado 2012, en Canarias, Estrecho, Alborán y Palos, porque ya llegan a Palos e, incluso, al mar de Cabrera, Sasemar rescató a 3.571 personas que viajaban en 214 embarcaciones mínimas (de la balsa al bote de madera de construcción primitiva, eso que la prensa generalista denomina “patera” o cayuco). Otras doce –que se sepa-, desaparecieron entre las aguas. Otras diecinueve eran ya cadáveres cuando fueron rescatados. Una tragedia. Tres mil seiscientas dos tragedias, todas revestidas de la ilusión por salir del infierno y llegar a cielo occidental español. El cielo acaba siendo la muerte en la mar, el internamiento en un Centro de Extranjeros hasta la repatriación o, de conseguir arribar a las playas, la suerte de salir a las calles a mendigar, a recoger chatarra o a ser pasto de las mafias que explotan la miseria desde la miseria. Lo peor de todo es que tal vez lo perciban como el cielo en comparación con la realidad de la que huyen.
El mundo se hace y se deshace todos los días, como las personas, como las plantas, como las ilusiones; pero se hace siempre con los mismos materiales y, entre ellos, la miseria, la huida de la miseria y la explotación del miserable. 3571 personas esperando la magia de la puesta en libertad o el destino de la repatriación; doce personas que fueron comidas por los peces y abiertas por las gaviotas cuando sus cadáveres emergieron; diecinueve cadáveres fueron enterrados en el silencio de una fosa anónima: estos son los hechos.
Quizás, resultaría razonable dimensionar los problemas según sus lindes reales, no imaginarios ni sentidos desde los atavismos políticos que tanta afición suscitan. Quizá debemos a empezar a pensar en Gibraltar como el escenario de una gran tragedia humana frente a la que sólo podemos quedarnos a verlo y confiar en los buenos oficios de Salvamento Marítimo y la Guardia Civil del Mar para recatarlos y devolverlos a origen. Es todo lo que tenemos. Las sociedades occidentales no tienen remedio eficaz –no lo tienen, realmente- para dar una vida digna a los inmigrantes ni, seguramente, lo van a tener para dársela a sus nacionales, según avanzan los inevitables recortes provocados porque somos más ciudadanos de los que puede sostener el valor añadido del sistema en condiciones de bienestar según lo hemos conocido en los últimos decenios.
Gibraltar no sólo es la estampa antigua y obsoleta de una colonia en Europa, sino el escenario de la esperanza y la desesperación de cientos de personas que, simplemente, ya no saben qué hacer con su vida y la juegan a una carta, porque tampoco tienen más. Ya no tienen nada que perder porque su vida no es nada. Un horror.
Por cierto: por algún extraño motivo, las pateras, las balsas y los cayucos nunca llegan a la Roca.