Según la noticia publicada, el gobierno norteamericano, a través de dicho pacto, se comprometería a retirar una considerable cantidad de toneladas de tierras contaminadas por plutonio en la costa almeriense a raíz del accidente nuclear ocurrido hace exactamente cincuenta años, cuando dos aviones de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos colisionaron y se desintegraron en los cielos de la zona.
Una vez leída la citada información, sentí el impulso de consultar los Diarios de Navegación correspondientes a mi periodo de alumno de náutica. El día 17 de enero de 1966, me encontraba embarcado en la motonave CALA BLANCA de la Naviera Mallorquina. La oficialidad fija de puente de dicho buque se componía únicamente de capitán y primer oficial y, como alumno de náutica ya veterano y a punto de concluir mis prácticas de mar, se había depositado en mi jovencísima persona la confianza suficiente como para que montase en solitario las guardias de 8 a 12.
¿Qué he encontrado en mi Diario de Navegación en relación con la fatídica mañana de aquel 17 de enero? El CALA BLANCA había zarpado de Vigo a primeras horas del día 14, despachado para Palma de Mallorca. Tres días más tarde, navegábamos con viento variable de fuerza 3, cielo casi despejado, marejadilla del SW y rumbo 052. A las 07.10 habíamos dejado por el través el faro de la Mesa de Roldán e íbamos en demanda del Cabo de Palos, manteniéndonos a unas 7 millas de la costa almeriense y, más o menos, nos hallaríamos a la altura de Villarricos. Eso es todo lo que se desprende de mi Diario. Sin embargo, poco después de la ocho de la mañana, ocurrió algo más. Algo muy grave.
El primer oficial, José Antonio Núñez, al cual yo acababa de relevar, todavía no se había retirado del puente. Si la memoria no me es infiel, nos encontrábamos en el alerón de babor, si bien no recuerdo de qué estaríamos charlando. De repente, a poca distancia —no más allá de dos o tres millas por la misma banda, o sea la de tierra— escuchamos una fuerte explosión, seguida por una especie de relámpagos. Horas más tarde, supimos que no se trataba de relámpagos, sino de la caída de los restos de los dos aviones norteamericanos que acababan de colisionar prácticamente sobre nuestras cabezas… y de cierto número de bombas atómicas —¿cuatro?, ¿cinco?— que una de dichas aeronaves transportaba.
Mi experiencia personal y los registros de mi Diario de Navegación de aquel lejano amanecer de enero acaban aquí. Si los hechos hubiesen tomado otro cariz, seguramente hoy estaría escribiendo este relato desde el Más Allá. Pero el caso es que ninguna de aquellas malditas bombas estalló y aquí estoy, abusando de la paciencia y benevolencia de mis lectores.
En los días y semanas siguientes, la respuesta oficial a un gravísimo suceso (el accidente más grave jamás ocurrido con armamento nuclear, según los propios expertos norteamericanos) fue la acostumbrada, o sea la que corresponde a la acendrada y acreditada responsabilidad social y política de la Administración española. Lo que, años más tarde, se expresaría como “unos hilillos como de plastilina” (ministro Mariano Rajoy, en el caso PRESTIGE) o “un bichito tan pequeño que, si se cae de una mesa, se mata” (ministro Jesús Sancho Rof en el caso del aceite de colza adulterado), entonces también fue un desgraciado accidente sin riesgo alguno de consideración para la población de la zona. Así lo “demostró” el entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, sumergiendo su voluminosa humanidad en las aguas de Villarricos o de Palomares (ya que, a ciencia cierta, no se sabe exactamente dónde tuvo lugar ese show mediático) en compañía del embajador de los Estados Unidos. Se dijo entonces que tres bombas habían caído en tierra y otra en el mar, quedando ésta última intacta. De las primeras, dos resultaron destruidas y el plutonio 239 (con una vida activa de 24.000 años) que contenían se esparció por los terrenos colindantes. Terrenos que se aseguró que serían descontaminados acto seguido por efectivos militares norteamericanos, mediante la retirada de las tierras y cosechas de hortalizas afectadas de radioactividad y… ¡aquí paz y después gloria! A partir de ahí, por lo tanto, un tupido velo de silencio. Un personaje peculiar y atípico, la duquesa de Medina Sidonia (“la Duquesa Roja”) se empeñó en tratar de aclarar el asunto y exponerlo a la luz pública en toda su áspera realidad, pero fue drásticamente silenciada a golpe de TOP (Tribunal de Orden Público).
A partir de dichos antecedentes, como “testigo presencial” del accidente de Palomares, la reciente noticia periodística no podía hacer otra cosa sino provocarme una cierta sensación de estupor. Sensación que aumentó al profundizar en la noticia (a través de un artículo periodístico y un reportaje de televisión) y descubrir que, cincuenta años atrás, se nos tomó el pelo —a todos los ciudadanos de esta España de nuestros pecados— y que se hizo de forma inmisericorde. Que sólo se retiró una mínima parte de las tierras contaminadas (alrededor de 1500 toneladas), que ahora podrían llegar a ser muchas más a través del nuevo convenio. Que, con ayuda de un pescador local, se recuperó la cuarta bomba a cinco millas mar adentro (o sea sólo a dos o tres millas del buque donde yo me hallaba enrolado), pero que se sospecha que podría haber una quinta bomba todavía en el fondo del Mediterráneo, en base a la alta radioactividad todavía detectada en el plancton marino. Que sí, se han realizado controles de salud a los vecinos de la zona con periodicidad trienal (del resultado de los cuales no se les ha dado jamás información alguna), pero que no existe ningún estudio riguroso de la mortalidad por cáncer u otras enfermedades en aquella comarca almeriense. Que, mientras tanto, con unos niveles de radioactividad muy elevados y polvo de plutonio en suspensión apenas se levanta un poco de viento, se han seguido plantando hortalizas en los huertos, pescando peces en la mar, construyendo resorts turísticos en las playas. Hortalizas y peces que han ido a parar al mercado y que cualquiera de nosotros puede haber consumido, playas donde miles de turistas se han bañado. Y las autoridades (sucesivamente franquistas, ucedistas, socialistas o populares)… mirando hacia otro lado y silbando. Sólo se empezó a hacer algo al respecto a partir de 2004, cuando el primer gobierno Zapatero expropió y valló 9 de las 40 hectáreas más contaminadas, acción proseguida en 2009 mediante la invitación del ministro Moratinos a Hillary Clinton para iniciar unas conversaciones que sólo ahora parecen empezar a dar algún tardío, muy tardío, fruto.
Sólo faltaba el detalle valleinclanesco —la guinda del esperpento— de que, en agradecimiento al generoso gesto del gobierno norteamericano —tras larguísimas negociaciones, ¡y tanto!— de tomarse mínimamente en serio la reparación de los daños causados con sólo cincuenta años de retraso, en la fotografía oficial del acto de la firma del acuerdo, se vea a un sonriente ministro García Margallo regalar a su homólogo John Kerry una guitarra flamenca al tiempo que (dicen algunos de los presentes) le incitaba a arrancarse por bulerías.
¡Dios mío, qué hemos hecho para merecer todo esto!