En noviembre del próximo año se cumplirá el 20 aniversario del accidente y naufragio del PRESTIGE. Es probable que algunos medios escritos y audiovisuales aprovechen la ocasión para recordar lo que fue aquel malhadado siniestro, del que guardo algunos recuerdos imborrables.
El PRESTIGE, bandera de Bahamas, navegaba con rumbo sur por el dispositivo de separación de tráfico de Finisterre cuando a causa de una ola rompiente sufrió una avería estructural que le ocasionó una vía de agua. En medio del temporal, con el buque fuertemente escorado, el capitán Apóstolos Mangouras informó y solicitó ayuda a las autoridades españolas. La respuesta fue mandar un remolcador que se apostó cerca del petrolero y no actuó hasta que el armador del PRESTIGE firmó el contrato LOF con la empresa de salvamento Smit Salvage, holandesa, a la que se obligó a alejar el buque de la costa hasta el quinto pino o hasta que se hundiera. Un plan de salvamento propio de Pepe Gotera y Otilio que, disfrazados de funcionarios y cargos públicos (delegado del Gobierno en Galicia, por ejemplo, el inefable Fernández Mesa), cogieron el mando de las operaciones y ejecutaron una chapuza colosal: convirtieron un accidente en una catástrofe de centenares de millones, hasta cuatro mil y más allá según el cálculo a bulto del fiscal García.
Detuvieron al capitán del petrolero, un profesional intachable al que acusaron de desobediencia (?) y de un supuesto delito ecológico basado en que Mangouras pasaba por allí y los Pepe Gotera y Otilio necesitaban un chivo expiatorio que pagara el estropicio. Y le procesaron junto al jefe de máquinas, del que nadie sabe todavía por qué, y junto al director general de Marina Mercante que tuvo que lidiar con el siniestro, José Luis López-Sors.
Con la pompa y boato que el acontecimiento requería, diez años después del accidente se inició en La Coruña la vista oral que culminaba el fatigoso proceso penal puesto en marcha por la atolondrada denuncia que un funcionario a las órdenes de Pepe Gotera (o de Otilio, no puedo precisar) presentó ante la Guardia Civil. Y ahí llego a la escena inolvidable.
Una sala blanca habilitada ad hoc para la celebración del juicio. Cámaras para retransmitir el evento. Más de sesenta abogados en representación de los acusados y de cuantos intereses se habían sentido perjudicados por el fuelóleo derramado desde los tanques del PRESTIGE. Un tribunal presidido por la figura imponente de un magistrado con personalidad sobrada para vestir la toga a su manera. La zona habilitada para el público a rebosar de gente expectante. Y el fiscal, un joven de pelo ensortijado, dispuesto a demostrar al mundo su valor. El muchacho quizás se imaginó en aquel escenario como el paladín de la Justicia, el campeón de la Verdad, el héroe ‘Solo ante el peligro’, el alcalde soñador de ‘Bienvenido míster Marshall’, el William Manny de la parte final de ‘Sin perdón’. El protagonista, al fin.

Tras los prolegómenos que exige el procedimiento, empieza finalmente la función. Le toca al fiscal iniciar el interrogatorio del primer acusado, el capitán de la marina mercante griega Apóstolos Mangouras. Con la voz que tal vez había ensayado ante el espejo, el fiscal coge la palabra y clama:
- Dígame, señor Mangouras, en el momento del accidente ¿llevaba puesta el buque la velocidad automática?
Al capitán le traducen la pregunta (luego supe que los traductores no estaban versados en el lenguaje náutico, lo que hacía lenta y enrevesada su labor), no comprende lo que le están preguntando, mira a su abogado, José María Ruiz Soroa, vuelve la cara al público buscando una respuesta, se remueve en su silla y con la voz tímida que caracteriza a los marinos orgullosos de la mar e incómodos ante la burocracia, contesta:
- No entiendo lo que me está preguntando. No sé qué es eso de la velocidad automática…
El fiscal interpreta erróneamente la humildad de Apóstolos Mangouras, se crece, barrunta que ha hecho presa y eleva aún más la voz engreída:
- ¡Claro que lo sabe! Le vuelvo a preguntar, conteste sí o no. ¿Llevaba el PRESTIGE la velocidad automática cuando se averió?
Por el rostro de Mangouras asoma un rictus de ese pánico que provoca la locura, lo incomprensible, la nada. Mira a un lado y a otro, duda, se acerca al micrófono y explica:
- Verá usted, la velocidad de un buque depende de la potencia de la máquina, del tráfico en la zona…
El fiscal, inflado hasta la necedad, se imagina que tiene al acusado cogido por donde más duele y le interrumpe con brusquedad.
- ¡Eso ya lo sabemos! ¡Usted conteste la pregunta! ¿Llevaba el buque a su mando la velocidad automática, si o no? ¡La respuesta es muy sencilla!
Mangouras ya no sabe donde mirar, no entiende que espectáculo es aquel, de dónde ha salido el ignorante que le pregunta, y qué le pregunta, ¿velocidad automática? Nunca ha oído hablar de la velocidad automática de un buque mercante. Los espectadores empezamos también a no saber qué estaba pasando, cruzábamos miradas incrédulas y compartíamos con el capitán del PRESTIGE el malestar por la actuación deleznable del fiscal. Tampoco nosotros, algunos marinos que habíamos mandado barco durante años, sabíamos qué demonios era la velocidad automática y por qué aquel indocumentado interrogaba con tanta saña a un viejo, digno y excelente profesional, un capitán que había evitado el naufragio del petrolero la tarde del 13 de noviembre de 2002 y que había acertado en todas las medidas que tomó o propuso para evitar la desgracia.
En la sala reinaba el silencio espeso que suele acompañar a los instantes de desconcierto. Y fue José María Ruiz Soroa, el gran defensor de los hombres del mar, el doctor en Derecho que sin ser marino posee mayores y mejores conocimientos de la mar y de los barcos, la persona admirable por su inteligencia y su nobleza, quien se apiadó del fiscal y con la sencillez de los sabios abrió el micrófono y dijo:

- Con la venia, señoría. Creo que el fiscal está confundido, lo que quiere preguntar es si el buque llevaba puesto el piloto automático.
Estalló el alivio en la sala. Mangouras esbozó un amago de sonrisa al tiempo que sus ojos recobraban la serenidad. Yo confieso que sentí rabia y mucha pena por el fatuo que ejercía de fiscal, traicionado por la soberbia y el ansia de notoriedad.
- No, claro que no. En medio de un temporal se desconecta el piloto automático y se pone el timón a mano -explicó Apóstolos Mangouras.
Meses más tarde, al final del juicio, todavía con el ánimo maltrecho por el ridículo insuperable del primer día, el fiscal, en un penoso discurso, pidió 12 años de cárcel para Apóstolos Mangouras, la misma pena que solicitaba al inicio de la vista oral. Varios meses de interrogatorio a testigos, peritos y expertos; miles de folios con información de los hechos; y los discursos de los cuatro letrados que sabían de qué hablaban no consiguieron vencer los prejuicios del fiscal García. Seguía sin enterarse de nada, impermeable y agarrado como una lapa al acusado Apóstolos Mangouras, el capitán que no había querido confesar si el buque a su mando llevaba o no llevaba la velocidad automática.
Nota del editor. La imagen de portada corresponde al fiscal Álvaro García Ortiz (foto Confilegal)