El accidente del petrolero con bandera de Bahamas que sufrió una vía de agua mientras navegaba con rumbo sur por el dispositivo de separación de tráfico de Finisterre pudo quedarse en un episodio menor, de esos que se dan con frecuencia en el mundo azaroso de la navegación. Un derrame de entre 2.000 y 3.000 toneladas de fuel, a 27 millas de la costa española, sin víctimas ni daños personales. El buque es llevado a aguas tranquilas, descargado y, previo pago de todos los gastos, puesto a disposición de sus armadores para que decidan qué hacer con él, si repararlo o desguazarlo.
Pero, la autoridad marítima española, o sea el director general de Marina Mercante, decidió, atenazado por el prejuicio del buen final del accidente del CASTOR dos años antes, que había que arrojar a las tinieblas el petrolero accidentado frente a las costas de Galicia, “hasta que se hunda”. Un grave error. Hubo varios días en que las autoridades españolas pudieron enmendar el entuerto. López Sors pudo rectificar en varias ocasiones. Y sus superiores políticos, en el Ministerio de Fomento y en el Gobierno de España, tuvieron sucesivas oportunidades de enderezar el rumbo de los acontecimientos. Pero, el director general, anclado en el prejuicio, no quiso rectificar. Y sus superiores políticos, Alvarez Cascos, Fernández Mesa, etc. son políticos de cartel electoral, a quienes los problemas de país les resbalan. La estructura gubernamental española, esa corte espantosa de presidente, ministros y secretarios de Estado rodeados de centenares de asesores políticos preocupados exclusivamente por las próximas elecciones, no está pensada para resolver los problemas, dirigir la Administración y llevar el país hacia un horizonte mejor. De modo que dejaron hacer al director general.
Duele todavía recordar la declaración ante el tribunal de La Coruña del entonces Delegado del Gobierno en Galicia, Arsenio Fernández Mesa, admitiendo sin que se le cayera la cara de vergüenza que él no sabe ni entiende nada, que él nada decidió, que ciertamente presidía el cacareado Organismo Rector (no el previsto en el Plan Nacional de Contingencias por contaminación marina accidental, sino otro ad hoc que se sacaron de la manga), pero que allí no se decidía nada. Él actuaba como simple edecán, el señorito que ponía la casa y pagaba los gastos. Otro tanto cabe decir de la bochornosa comparecencia de Francisco Álvarez Cascos, el ministro capaz de declarar ante el tribunal, justo después de jurar decir la verdad, que en la tarde del día 13 de noviembre de 2002 él se hallaba en el Congreso de los Diputados. ¿Haciendo qué?, deberían haberle preguntado, si ese día que se sepa no había pleno ni sesiones parlamentarias del área competencial del señor ministro. Pero nadie osó cuestionar la afirmación del otrora gran matón del Partido Popular. Ya se sabe que la mentira corroe de arriba abajo la pirámide del poder político, de modo, que para qué incomodar a Álvarez Cascos. El ministro responsable de la seguridad marítima se descolgó ante el tribunal con un discurso falaz y rastrero: tenemos los mejores funcionarios, un administración perfecta y un director general omnisciente y patriota. Así que, ¿para qué iba yo a intervenir? Ellos lo hicieron todo a pedir de boca.
En esa estulticia se enrocaron los sucesivos Gobiernos, primero del Partido Popular y después del presidente Zapatero. Ahora bien, como el accidente se había convertido en una catástrofe medioambiental, recogida en portada por todos los medios de comunicación del planeta, se vieron necesitados de encontrar un chivo expiatorio que concentrara las culpas que ellos se negaban a asumir. Ese fue el capitán Mangouras, el único personaje de este drama que demostró temple y sabiduría para gestionar con acierto el problema del buque herido y al que las autoridades españolas llevan más de diez años arrojando basura para intentar minar su prestigio.
La historia del PRESTIGE se resume en el error fatal de alejar el buque hacia el temporal en vez de refugiarlo en aguas abrigadas y en la terrible historia de diez años, con cientos de millones de Euros gastados a lo loco, 3.800 días de sostenella y no enmendalla, lo que haga falta con tal de demostrar que el buque era chatarra flotante y que su capitán lo sabía. No resulta fácil demostrar hechos inciertos, nada fácil. Todo el mundo pudo ver al PRESTIGE desangrándose y demostrando una resistencia estructural impresionante. Y mientras estuvo a bordo, su capitán se comportó de forma ejemplar, salvó a la tripulación, adrizó el buque e hizo cuanto pudo por evitar la tragedia. La invención de la desobediencia de Mangouras fue, a ojos de los profesionales del mar, una canallada ignominiosa.
El juicio de La Coruña, ya a punto de acabar, no es más que el último episodio, por el momento, de este aleph llamado PRESTIGE. El fiscal, los abogados del Estado y sus letrados vicarios han sufrido un juicio horroroso. Los hechos incuestionables, las pruebas documentales y la contundencia de los peritos y testigos propuestos por la defensa de Mangouras, de Argyropoulos y de la naviera del PRESTIGE les han pesado como una losa. Han hecho su papel, defendiendo lo indefendible, apoyándose en teorías y ficciones sin ningún apoyo serio. Y por si todo eso fuera poco, los testigos propuestos por ellos y la mayoría de los peritos de su parte han dado una imagen penosa, de modo que hubiera sido mejor que ninguno de ellos acudiese.
A todo esto, ¿para qué un juicio penal contra los tripulantes del PRESTIGE y contra el ex director general de Marina Mercante? ¿Nadie, en estos diez años, pudo detener ese sinsentido? Para compensar a las víctimas del daño causado por el petrolero bastaba un proceso civil. El Estado español se ha envilecido en el proceso penal hasta límites que superan la vergüenza y entran de lleno en el escándalo. El crédito que le resta a España en la comunidad marítima internacional superó hace años todas las líneas rojas. Es posible que, a tenor de la sentencia, recuperemos algo de dignidad o nos hundamos en el barro definitivamente. En cualquier caso, hemos pagado un precio altísimo por el crimen cometido sobre el capitán y los tripulantes del PRESTIGE.
Y quienes de verdad causaron la catástrofe medioambiental, que no fueron los gestores del petrolero como todavía piensan algunos despistados, con la excepción del cortafuegos López Sors, siguen de rositas, ocupando cargos públicos inmerecidos a todas luces, con coche oficial, dispuestos a que el país siga pagando su incompetencia.
El aleph de Borges se puede leer como una historia de amor. El PRESTIGE, por el contrario, sólo es una historia deprimente y lastimosa.